CAPÍTULO 1
Cara aferraba en sus manos la última edición de People con la misma devoción que si fuera la Biblia.
—Si no te tuviera a ti para que me trajeras revistas —me dijo—, perdería completamente la cabeza encerrada en este sitio.
—He tenido que pelearme con una madre por ella —respondí yo.
Y lo decía en serio: las revistas nuevas eran un lujo muy codiciado entre los enfermos ingresados en el hospital y sus familiares.
Sin embargo, Cara ya no me escuchaba. Estaba pasando las páginas de la revista, ansiosa por consumir su dosis diaria de cotilleos de famosos. Atrincherado a su lado en el único sofá de la habitación, Drew miraba su móvil. Por su ceño fruncido deduje que o bien estaba leyendo sobre el partido de béisbol de la noche anterior, o bien acababa de descubrir que el wifi del hospital no funcionaba demasiado bien.
A diferencia de lo que solía ser habitual en los días de hospital, aquel tenía algo con lo que mantenerme ocupada durante las horas de visita. Acerqué una silla a la cama de Cara y empecé a revisar las fotos que había sacado con mi nueva Canon. Me la habían comprado mis padres como regalo de cumpleaños por adelantado, y había estado probándola aquella misma mañana en el Jardín de las Esculturas de Minneapolis.
—Dios, ¿podría ser más perfecto?
Alcé la vista y vi que Cara había abierto el número de People por una entrevista con uno de los chicos de The Heartbreakers, su grupo favorito. El titular decía: «Un chico malo que sigue rompiendo corazones». Y, debajo, un pequeño epígrafe con una cita: «No busco novia. La soltería es demasiado divertida». Cuando volví a levantar los ojos y percibí la expresión en el rostro de Cara —los ojos ávidos, la boca entreabierta— me entró la duda de si no estaría a punto de lamer la página. Esperé un momento para ver si de verdad lo hacía, pero ella se limitó a dejar escapar uno de esos suspiros con los que me pedía que le diera pie para hablar sobre su ídolo.
—¿Owen quién? —pregunté, más por educación que por otra cosa, mientras centraba toda mi atención en la cámara nueva.
—Oliver Perry —me dijo, sacándome de mi error.
No me hizo falta mirar a Cara para saber que había puesto los ojos en blanco. Y eso que yo ya había dejado claro muchas veces lo poco que me gustaba ese grupo (cada vez que ponía su música a todo volumen y las paredes de la casa retumbaban, por ejemplo). The Heartbreakers ni siquiera me interesaban lo suficiente como para aprenderme sus nombres: no eran más que otro de esos grupos de chicos cuya fama se extinguiría tan rápido como había surgido.
—En serio, pareces una cuarentona encerrada en el cuerpo de una adolescente; si no, no me lo explico.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Porque no me sé el nombre de un miembro de un grupo de música pop?
Ella se cruzó de brazos y me fulminó con la mirada. Aparentemente, me había pasado de la raya.
—No son un grupo de música pop, sino de música punk.
Había dos motivos por los que The Heartbreakers no me gustaban. El primero y principal era que su música me parecía una mierda (eso debería ser motivo suficiente para que un grupo no te guste), pero además había otro motivo: intentaban con todas sus fuerzas ser algo que no eran, y se hacían pasar por rockeros cuando, en realidad, no eran más que otra boyband al uso. Vale, sí, tocaban los instrumentos, pero por muchas camisetas de grupos antiguos y vaqueros rotos que se pusieran, no conseguían enmascarar las letras insulsas y los estribillos pegadizos de unas canciones que eran, indiscutiblemente, poperas. Por si fuera poco, el hecho de que sus fans tuvieran que recordarle insistentemente a todo el mundo que The Heartbreakers eran un grupo «de verdad» no hacía más que demostrar constantemente lo contrario.
Apreté los labios para evitar reírme.
—Creo que decir que The Misfits y los Ramones son tu inspiración no te convierte en punk.
Cara ladeó la cabeza y enarcó tanto las cejas que las dos se le juntaron en una sola.
—Entonces ¿a quién hay que citar?
—¿Te das cuenta? —Estiré el brazo para cogerle la revista—. Ni siquiera sabes qué es el punk de verdad. Pero esto —dije, señalando la página— ya te digo yo que no lo es.
—Que yo no escuche las mismas cosas raras y alternativas que tú no quiere decir que tú tengas más cultura musical que yo —me respondió.
—Cara —dije, pellizcándome el puente de la nariz—, no era eso a lo que me refería.
—Lo que tú digas, Stella. —Cara volvió a atraer la revista hacia su regazo, apartó la mirada de mí y hundió los hombros—. La verdad es que me da igual que no te gusten. Lo único que me pasa es que estoy de mal humor porque quería ir al concierto.
The Heartbreakers tocaron en Minneapolis el mes pasado y, aunque Cara se moría de ganas por ir, decidió no comprar entradas. Le costó mucho, sobre todo porque llevaba meses ahorrando para ello, pero yo creo que hizo bien. Porque, en el fondo, lo que realmente importaba no era lo mucho que le apeteciera ir: su cuerpo le estaba mandando señales inequívocas de que no podía hacerlo —náuseas, vómitos y cansancio, por nombrar algunos— y ella era consciente de ello. Algo muy importante que el cáncer de Cara nos había enseñado a todos es que había momentos en los que había que tener esperanza y otros en los que había que ser realista.
Cara había empezado con el segundo ciclo de quimioterapia hacía dos semanas. El tratamiento estaba compuesto por varios ciclos: durante tres semanas le metían en vena quién sabe cuántos medicamentos y luego había un periodo de descanso antes de que el proceso volviera a empezar. Más tarde, en cuanto la quimioterapia normal hubiera matado al bicho que había en su cuerpo, Cara tendría que recibir un último ciclo con altas dosis de quimio para asegurarse de que seguiría muerto para siempre.
Nunca se me han dado demasiado bien las ciencias, pero durante los ingresos de Cara en el hospital aprendí muchas cosas. Por ejemplo, que las dosis de quimio normal se aplican solo en pequeñas cantidades por la agresividad de los efectos secundarios. En dosis más altas podrían matar el cáncer, pero también destruir la médula ósea, que ahora sé que es algo esencial para mantenerse con vida.
Sin embargo, a veces la quimio normal no basta.
Eso fue lo que le pasó a Cara. Después de dos recaídas, sus médicos llegaron a la conclusión de que había llegado el momento de probar con un tratamiento más agresivo. Cuando ya hubiera recibido la dosis de quimio más alta, Cara necesitaría un trasplante autólogo de células madre. El trasplante autólogo consistía en extraer células madre de la propia médula ósea de Cara antes del tratamiento. Las células se congelarían y se conservarían durante la quimioterapia, y luego se las trasplantaría de nuevo mediante una infusión de sangre. Sin ellas, no podría recuperarse.
Dejé escapar un leve suspiro y elegí con mucho cuidado mis palabras.
—Estoy segura de que darán más conciertos —dije, dedicándole una leve sonrisa—. Incluso te acompañaré a uno, si quieres.
Al oír aquello, Cara rio divertida.
—Así hay más probabilidades de que Drew se una al equipo de animadoras.
Cuando escuchó su nombre, nuestro hermano alzó la vista y enarcó una ceja para mirar a Cara antes de volver a centrar su atención en el móvil.
—Era una sugerencia —añadí, alegre al ver que le había parecido divertido.
—¿Tú, en un concierto de los Heartbreakers? —preguntó, más para sí misma que para mí—. Sí, claro.
Las dos nos quedamos calladas. Un grueso manto de silencio cayó sobre nosotras y su peso me oprimió el pecho, porque al instante supe que las dos estábamos pensando en cosas no demasiado felices. Los largos días de hospital incitaban a que, después de un tiempo, los pensamientos negativos afloraran con mayor facilidad que los positivos.
Un golpe en la puerta hizo que volviera a la Tierra al tiempo que Jillian, la enfermera favorita de Cara, entraba en la habitación. Al verla aparecer, alcé la vista hacia el reloj y me sorprendí al comprobar lo poco que había tardado el día en esfumarse.
—Stella, Drew —nos dijo Jillian, saludándonos a ambos—, ¿cómo estáis?
—Como siempre —respondió Drew, levantándose y estirando los músculos—. ¿Y tú?
—Yo estoy bien, gracias. Solo he venido a ver cómo se encontraba Cara —y, dirigiéndose a ella, añadió—: ¿Necesitas algo, cielo?
Cara negó con una sacudida de cabeza.
—¿Nos estás echando? —pregunté.
Las horas de visita terminarían pronto. Eso significaba que se acercaba el momento en el que a Cara le tocaba tomar su dosis nocturna de medicinas, una dosis que incluía penicilina y una larga lista de medicamentos cuyo nombre ni siquiera era capaz de pronunciar.
—No —respondió Jillian—. Aún tenéis tiempo, pero he pensado que os apetecería bajar a la cafetería antes de que cerrara.
Pensar en comida hizo que me sonaran las tripas. Había ido derecha del Jardín de las Esculturas al hospital, así que llevaba desde el desayuno sin comer nada.
—Seguramente es buena idea. —Me colgué la cinta de la cámara del cuello y me levanté—. Te veo mañana, punky.
Me hubiera gustado darle un beso a mi hermana, pero no podía.
Cara tenía linfoma no hodgkiniano. Es un tipo de cáncer que se origina en los linfocitos —los glóbulos blancos— que forman parte del sistema inmune del cuerpo humano. Normalmente, las personas que tienen linfoma no hodgkiniano no tienen que permanecer ingresadas en el hospital, lo más común es que tengan que ir a diario para recibir tratamiento antes de irse a casa. Durante sus dos primeros brotes de cáncer, Cara no estuvo ingresada. Mi madre la llevaba al hospital todos los días para que le pusieran la medicación por vía intravenosa. Por lo general el tratamiento duraba una hora, y a veces Drew y yo la acompañábamos y aprovechábamos para hacer los deberes en la sala de espera.
Hace poco, sin embargo, Cara tuvo una complicación en el apéndice y tuvieron que quitárselo. Como tenía tan pocos glóbulos blancos, los médicos tenían miedo de que cogiera algún tipo de infección y tuvo que quedarse en el hospital durante varias semanas. Cuando íbamos a verla teníamos que cubrirnos la boca con una mascarilla y no podíamos tocarla para no contagiarle nada.
Yo sabía lo difícil que le resultaba estar lejos de casa, y para mí era realmente frustrante no poder darle ni siquiera un abrazo para consolarla.
—Ya sabes dónde encontrarme —me dijo, poniendo los ojos en blanco.
—Descansa un poco. Hazlo por mí, ¿vale? —dijo Drew al salir. Y luego, volviéndose hacia mí—: ¿Estás lista? Tengo hambre.
—Sí —respondí—. Yo también.
Le dijimos un último y apresurado adiós a nuestra hermana y salimos por la puerta en dirección a la cafetería.
—¿Crees que hoy tendrán copas de flan de caramelo? —me preguntó Drew mientras recorríamos aquellos pasillos de hospital que tan bien conocíamos.
—Tío, me encantan esas cosas —contesté yo—. Pero lo dudo, hace mucho que no las veo.
—Qué mierda.
—Sí —respondí, pensando en nuestro día—. La verdad es que es una mierda bastante grande.
Drew y yo nos esforzábamos todos los días por mencionar una cosa positiva que hubiera pasado durante el rato que hubiéramos estado con Cara. Lo malo de los hospitales es que son un caldo de cultivo para el miedo. Si no te recuerdas constantemente las cosas buenas, las malas van calando poco a poco y acaban por inundarlo todo. Porque, cuando un miembro de tu familia tiene cáncer, todos los demás también enferman con él. Puede que no sea el mismo tipo de cáncer, pero aun así te irá devorando hasta que no te quede nada por dentro.
La tradición comenzó la primera vez que diagnosticaron a Cara, nada más empezar el instituto. No me di cuenta de que mi hermana estaba enferma, de que realmente podía perderla, hasta que comenzaron a hacerle pruebas y tuvo que quedarse ingresada en el hospital mientras los médicos identificaban la localización, el alcance y el estadio de su cáncer. Cada vez que mi madre nos llevaba a Drew y a mí a verla, nos veíamos rodeados de niños en varias fases de declive, algunas mucho más avanzadas que otras.
Aquella fue la primera vez que sentí miedo. El miedo me clavó las garras en el pecho, me levantó del suelo y me dijo:
«¿Ves a esos niños? Esos niños se están muriendo».
Aquello me hizo pensar que, si mi hermana también estaba allí, eso la convertía en uno de esos niños.
—¿Cuál es tu cosa positiva de hoy? —le pregunté a Drew mientras nos dirigíamos al viejo Honda Civic de mi hermano, que estaba en la otra punta del aparcamiento.
Aunque él todavía estaba buscando la llave y yo sabía que mi puerta seguía cerrada, le di un tirón al manillar.
—La copa de flan de caramelo —respondió. Los cerrojos saltaron con un clic en cuanto él encontró la llave adecuada—. Esa mierda está buenísima.
—¿La copa de flan? —repetí yo mientras los dos entrábamos en el coche—. ¿Esa es tu cosa positiva?
—Pues es o eso o que el wifi hoy estaba de buen humor.
Yo estaba entretenida peleando con el cinturón de seguridad, intentando desenredarlo y tirar de él hacia delante, pero la respuesta de Drew me estaba resultando tan rara que al final decidí soltarlo y dejar que volviera a su sitio.
—¿Lo dices en serio? —le pregunté, mirándole a los ojos—. Porque de verdad que ahora mismo no soy capaz de distinguir si es broma o no.
—¿A qué viene eso? —respondió él—. Las copas de flan son una cosa muy seria.
Yo parpadeé lenta y deliberadamente. Hasta aquel día, nuestra lista de cosas positivas siempre había consistido en aspectos significativos que nos ayudaban a seguir adelante. Si el flan se convertía en el único alivio del día, entonces teníamos un problema.
Drew empezó a reírse y yo le di un golpe en el hombro.
—No tiene gracia —gruñí.
—Solo era una broma, Stella. Anímate.
—Lo siento —dije, volviendo a tirar otra vez del dichoso cinturón de seguridad—. Es que hoy por poco hago llorar a Cara.
—Sabes por qué está triste, ¿verdad? —me preguntó Drew—. Es porque cree que nunca va a poder ir a uno de sus conciertos.
—¿Por qué tiene que ser tan negativa?
No esperaba que Cara estuviera siempre más contenta que unas Pascuas. De hecho, tenía todo el derecho del mundo a estar enfadada con Dios, o con el universo, o con quien fuera que le hubiera repartido aquellas cartas de mierda. Pero no soportaba que hiciera aquellas afirmaciones tan categóricas: «Nunca podré salir de aquí»; «Nunca podré ir a la universidad»; «Nunca podré ver a The Heartbreakers en concierto», como si tuviera clarísimo que se fuera a morir. Me hacía sentir impotente sobre mi propia vida, es como si todo estuviera en manos del destino.
—No, no es por eso —dijo Drew—. Por lo visto, corre el rumor de que van a separarse. Los miembros del grupo se han peleado, o algo así.
—¡Ah! Bueno, no me sorprende —dije.
Sin embargo, por dentro deseé que los rumores no fueran ciertos. Algo bastante sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que no era muy fan del grupo, pero quería demostrarle a Cara que sus tajantes afirmaciones no eran ciertas. Vería a The Heartbreakers en concierto algún día porque iba a ponerse bien.
Apoyando la mano en mi reposacabezas, Drew giró el cuello para comprobar si había algún coche detrás de nosotros y luego salió de la plaza de aparcamiento a toda velocidad. Las horas de visita habían acabado oficialmente y gran parte del personal sanitario del turno de tarde ya se había marchado, así que el aparcamiento estaba relativamente vacío. Cuando llegamos a la salida, Drew dirigió el coche hacia el carril izquierdo y puso el intermitente. Nos quedamos allí un segundo, sentados y callados, sin decir nada, mientras esperábamos a que se abriera un hueco en el tráfico para poder incorporarnos a la carretera.
Recordé que Drew todavía no había respondido a mi pregunta, así que decidí ser yo quien rompiera el silencio.
—Entonces ¿cuál ha sido?
—¿Cuál ha sido qué?
—Tu cosa positiva.
—Ah, es verdad —respondió, girando la cabeza de un lado a otro para cerciorarse de que no venía ningún coche. Como no venía nadie, pisó el pedal del acelerador y enfilamos la carretera—. Se me ha ocurrido una idea para el cumpleaños de Cara.
—¿En serio? —le pregunté, y centré toda mi atención en él—. ¿El qué? Cuéntamelo.
El viernes siguiente no solo era 4 de julio, sino también el día en que Cara cumplía dieciocho años. Pero también era mi cumpleaños, y el de Drew: éramos trillizos. Todos los años teníamos una especie de concurso interno para ver quién le hacía a los demás los mejores regalos. Y, por lo general, Cara siempre nos superaba con creces. Aquel año, Drew y yo habíamos decidido unir nuestras fuerzas para derrotarla, pero de momento no se nos había ocurrido ningún regalo ganador.
—Vale, ¿te acuerdas de la plasta que me has estado dando con la galería de arte de esa fotógrafa? —me preguntó Drew, mirándome—. ¿La que va a abrir en Chicago?
—¿Te refieres a Bianca Bridge?
Me eché hacia delante en el asiento. No tenía la más mínima idea de qué relación podía tener el regalo de Cara con mi fotógrafa favorita de todos los tiempos, pero fuera lo que fuera que Drew tuviera en mente, parecía que tenía buena pinta.
Bianca era mi inspiración, todo lo que yo aspiraba a ser en la vida. Era una de las fotorreporteras más famosas del momento, y era particularmente conocida por su fotografía urbana y reveladora, que representaba a todo tipo de gente. Yo tenía una cita suya pintada en la pared de mi cuarto, rodeada por sus mejores instantáneas: «El mundo se mueve a toda velocidad. A nuestro alrededor, cada día, todo cambia. La fotografía es un regalo que puede conservarnos para siempre en un segundo, felizmente eternos».
Cuando alguien me preguntaba por qué me gustaba tanto la fotografía, recitaba la frase de Bianca como si fuera una especie de mantra personal. Me fascinaba la idea de que de alguna manera, tan solo con apretar un botón, uno fuera capaz de detener el tiempo.
—Sí, esa —me dijo Drew, acelerando para pasar un semáforo en ámbar—. Pues resulta que su galería está a un par de manzanas.
—¿A un par de manzanas de qué? —Drew alargaba la explicación a propósito para darle suspense a la situación, cosa que me resultaba un poco molesta—. ¡Vamos! —Yo estaba dando botes en el asiento—. ¡Cuéntamelo!
—No tienes ni pizca de paciencia. —Sacudió la cabeza, pero en su rostro vi la sombra de una sonrisa—. Está a un par de manzanas de la emisora de radio donde los Heartbreakers firmarán discos este fin de semana.
—¿Lo dices en serio?
Drew alzó la barbilla y una sonrisa de satisfacción le cruzó el rostro.
—Bueno, como Cara estaba tan triste por no haber podido ir al concierto, empecé a pensar en qué otras cosas relacionadas con The Heartbreakers podrían alegrarla. Así que busqué en Google un listado de eventos públicos. Podríamos ir en coche y conseguir que le firmaran uno de sus discos, o algo así.
—¿Y qué más?
—Y ver tu cosa esa de arte.
—¡Sí! —exclamé, levantando un puño en el aire—. Este año, Cara no tiene ninguna oportunidad de ganar.
—Lo sé —respondió él, sacudiéndose el hombro—. No hace falta que me des las gracias.
Yo puse los ojos en blanco, pero empecé a reír para mis adentros. Algo se revolvía en mi pecho.
Cuando el cáncer de Cara regresó, supe que esta vez era distinta de las dos anteriores. El nudo que tenía en el estómago me decía que si el tratamiento no funcionaba esta vez, Cara nunca mejoraría. Era una sensación muy difícil de sobrellevar, como si alguien me hubiera atado cien pesas al corazón.
Incluso en aquel momento era consciente de que no había nada que estuviera en mi mano que pudiera conseguir que el cáncer de Cara desapareciera. Sin embargo, por primera vez desde la recaída, sentí que las pesas se aligeraban un poco. Era una tontería porque ¿qué bien podía hacer un disco firmado? Pero si aquello era capaz de subirle el ánimo a Cara, tal vez tuviera una oportunidad.
—¿Crees que mamá y papá nos dejarán ir? —pregunté, mordiéndome el interior del carrillo. Si se negaban, aquella oleada de esperanza se disolvería, dejándome aún más hundida que antes.
Drew se encogió de hombros.
—Iremos juntos —alegó—, así que no veo por qué no deberían.
—Vale, bien —dije, asintiendo al oír su respuesta—. ¿De verdad lo vamos a hacer? ¿Aventura en coche a Chicago?
—Sí —respondió Drew—. Aventura en coche a Chicago.
CAPÍTULO 2
Apoyé la frente contra la ventanilla del acompañante y dejé que mis ojos se posaran sobre los edificios que iban desfilando frente a mí. Drew y yo llevábamos conduciendo toda la noche y, afortunadamente, habíamos llegado a Chicago bastante antes de la hora punta de la mañana. Aún era de noche, pero la leve luz morada en el horizonte ya anunciaba la salida del sol. Aunque fuera demasiado pronto para registrarnos en recepción, íbamos de camino al centro para buscar el hotel. Drew quería encontrar cuanto antes un sitio para aparcar el coche y dejar las maletas.
Yo me había mantenido despierta durante todo el viaje para hacerle compañía a mi hermano, y en aquel momento estaba demasiado cansada para concentrarme en nada. Si no tomaba cafeína pronto, no sería capaz de aguantar el resto del día. Justo cuando mis párpados empezaban a aletear, a punto de cerrarse, un cartel verde captó mi atención. Me enderecé inmediatamente en el asiento.
—¡Drew, para! ¡Es un Starbucks!
Mi hermano dio un respingo y giró sin querer el volante a la izquierda. El coche se metió casi veinte centímetros en el carril contrario. Aunque a las cinco de la mañana no había demasiado tráfico en la calle, vi cómo una expresión de preocupación aparecía en su cara.
—Dios, Stella, podías habernos matado —dijo, dejando escapar un tembloroso suspiro cuando consiguió devolver el coche al carril correcto—. Me he cagado encima.
—Lo siento —le dije cuando encontró un aparcamiento libre a un lado de la calle—. Al café invito yo. ¿Qué quieres?
—Un café normal. Sin nata ni mierdas de esas.
Yo arrugué la nariz.
—Eso está asqueroso —respondí, desabrochándome el cinturón.
—Se supone que así es como se debería beber —me dijo mientras se acomodaba en el asiento para esperar.
Salí del coche, sonriendo para mis adentros, y me dirigí a la cafetería. Cuando entré, una campana tintineó sobre mi cabeza y el olor a café recién hecho vino a recibirme. Tras el mostrador había una camarera, una mujer de mediana edad con el pelo rizado que estaba atendiendo al único otro cliente del establecimiento.
Mientras esperaba mi turno, me quedé mirando al chico que tenía delante. Era alto y delgado. Debía de tener más o menos mi edad, aunque no podía verle bien la cara. El pelo, castaño y ondulado, le asomaba bajo un gorrito de lana. Llevaba puesta una camiseta blanca ajustada, vaqueros de marca y unas Vans grises: un atuendo sencillo, pero con estilo. No pude evitar mirarle de arriba abajo por segunda vez. Por lo general los chicos que solían gustarme eran musculosos y con barba, pero aquel tenía algo que lo hacía interesante. Es como si aquel modelito dijera a gritos que aquel chico tenía una vena artística, y eso me gustaba.
—Son dos con noventa y cinco.
Vi cómo el chico buscaba la cartera en el bolsillo, sacaba un billete de cinco y se lo tendía a la mujer. Después de devolverle el cambio, la camarera respondió:
—Ahora mismo vuelvo. Tengo que coger la leche de soja del otro frigorífico.
—No te preocupes —respondió él, guardándose las vueltas.
La camarera desapareció por la puerta de uso exclusivo para el personal y me dejó a solas con él. Mientras esperaba, el chico empezó a hacer tamborilear las manos sobre el mostrador, siguiendo el ritmo de alguna canción. Yo me aclaré la garganta para hacerle saber que no estaba solo, y eso hizo que se volviera y por fin se diera cuenta de que me tenía a sus espaldas.
Me dedicó una sonrisa, una de esas sonrisas de oreja a oreja rematadas por un encantador par de hoyuelos, así que lo único que pude hacer fue quedarme mirándolo como una idiota. Había algo en su aspecto que me chocaba: era como si lo conociera de algo, lo cual, en realidad, era ridículo, porque no nos habíamos visto nunca. Toqué la cámara por costumbre y su sonrisa se desvaneció inmediatamente. Los dos nos quedamos inmóviles durante un segundo, y entonces el chico forzó otra sonrisa y aguardó, como si esperara que yo rompiera el silencio.
Incapaz de sostenerle la mirada durante un segundo más, alcé la vista hacia la enorme pizarra del menú suspendida sobre nosotros. Aunque ya sabía lo que iba a pedir, estudié deliberadamente todas y cada una de las opciones. Pensé que debería haber habido otro camarero de turno. El chico siguió mirándome mientras yo hacía todo lo posible por ignorarle.
—Bueno —dijo al final, rompiendo el hielo—. Bonita cámara. Supongo que te gusta la fotografía.
Yo di un respingo al escuchar su voz. El chico estaba recostado sobre el mostrador, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Esto… Gracias —respondí—. Es un regalo de cumpleaños anticipado. Y sí, me gusta la fotografía.
—¿Qué tipo de fotografía?
—Lo que más me gusta son los retratos —le dije mientras jugaba con la tapa de la lente, poniéndosela y quitándosela al objetivo—. Pero saco fotos casi de cualquier cosa.
—¿Y por qué los retratos?
—¿Te suena Bianca Bridge? —Noté que en mi cara empezaba a crecer una sonrisa, y no esperé a que él me respondiera—. Pues es…, esto…, la mejor fotógrafa del planeta, y saca fotos increíbles de gente de todo el mundo. En realidad he venido a Chicago para ver su galería.
—Mmm —murmuró, ladeando la cabeza—. No había oído hablar de ella. —Se apartó del mostrador y dio un paso hacia mí. La chapita que llevaba al cuello reflejó un rayo de la luz procedente del techo, y emitió un destello mientras se balanceaba de atrás adelante—. ¿Te molesta si echo un vistazo? —me preguntó, señalando mi cámara.
Mis dedos se tensaron para aferrarla con más fuerza, y yo dudé:
—Mmm —respondí, sin saber bien qué otra cosa decir.
La camarera de Starbucks volvió trotando a la sala con un cartón de leche de soja en la mano. Cuando volví a mirar al chico, él enarcó una ceja como para decirme: «¿Y bien?». Yo asentí, moviendo la cabeza muy lentamente. En cualquier otra circunstancia me habría negado, pero aquel chico rebosaba carisma y confianza en sí mismo. Además, quería volver a ver su sonrisa. Levanté la correa que me rodeaba el cuello y él se acercó para coger la cámara. Al hacerlo, su brazo rozó el mío y su contacto me erizó la piel.
—¿Así? —me preguntó, enfocándome en un primer plano.
A mí me costó no sonreír. Estaba sujetando la cámara mal y, claramente, no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
—No —le dije, estirándome para ayudarle—. Probablemente tengas que ajustar el enfoque. Mira, te enseñaré cómo se hace.
Apoyé mi mano sobre la suya para mostrarle qué era lo que tenía que hacer para mover la lente. El chico alzó la vista durante un segundo para mirarme mientras mi mano aún seguía sobre la suya. A tan poca distancia lo que más me llamó la atención fueron las espesas pestañas que enmarcaban sus ojos azul oscuro, y el estómago me empezó a dar vueltas.
Se acercó la cámara a la cara.
—Sonríe —me pidió, pero yo aparté la vista y dejé que el pelo me ocultara la cara—. ¿Cómo? ¿A la fotógrafa no le gusta que le saquen fotos? —me preguntó, sacando otra más.
—La verdad es que no —contesté, quitándole la cámara de las manos. Volví a colocarme la correa alrededor del cuello, la sostuve entre mis manos y dejé escapar un gran suspiro—. Me gusta mucho más mirar por la lente —le dije.
Enfoqué su cara durante un segundo, y luego me di media vuelta bruscamente y tomé una imagen de la camarera trabajando. Sostuve la cámara para que pudiera verla en la pantalla.
—Las fotos son mucho mejores cuando los retratados no saben que los estás mirando, y así es como se obtiene material real. Las fotos más bonitas son las que resultan reales.
—¿Y si saben que les estás mirando?
Él se acercó a mí y, aunque lo había preguntado en voz muy baja, yo escuché perfectamente todas y cada una de las palabras que pronunció.
Inspiré hondo y conté mentalmente hasta tres para hacer acopio de valor. Retrocedí un paso y volví a enfocar la lente en su rostro. Él se inclinó hacia mí con actitud resuelta, pero que la cámara se interpusiera entre nosotros hacía que yo me sintiera menos intimidada. Delante de mí solo tenía un sujeto que fotografiar. Mi dedo pulsó el botón tres veces, me aparté del visor y revisé los retratos. Eran, con diferencia, las mejores fotos que había sacado en mucho tiempo.
Finalmente, contesté a su pregunta:
—Esas también pueden salir bonitas.
Sus labios se curvaron en una sonrisa, pero antes de él pudiera responder, la camarera terminó su pedido.
—De acuerdo, un café con leche de soja —dijo la mujer, tendiéndole su bebida—. El azúcar está en aquella estantería doblando la esquina, si lo necesitas.
—Gracias —le dijo a la mujer, sin mirarla en ningún momento.
Sus ojos se mantuvieron fijos en mí mientras estiraba el brazo y cogía la bebida. Al final, tras tres largos segundos, el chico se giró y se dirigió hacia donde estaban los endulzantes y los palitos de madera con los que remover la bebida.
—Disculpa la espera —prosiguió la mujer—, ¿qué puedo ofrecerte? —Yo me la quedé mirando con los labios entreabiertos. Se me había olvidado por completo qué demonios estaba haciendo en un Starbucks—. ¿Cielo? —insistió.
—Claro —dije, colocándome un mechón de pelo suelto detrás de la oreja—. Mmm, quería un café solo grande y un macchiato de avellana alto.
—¿Deseas algo más?
—No, gracias.
La mujer pulsó unas cuantas teclas en la caja registradora.
—De acuerdo, son ocho con noventa y ocho.
Saqué la cartera del bolso y busqué un billete de diez.
—Sé que tengo algo suelto por aquí… —murmuré para mí.
No quería tener que volver corriendo al coche (eso habría sido absolutamente vergonzoso), pero solo tenía la tarjeta, que se me permitía utilizar únicamente en caso de emergencia.
—Yo invito.
El chico plantó un billete de veinte sobre el mostrador y me guiñó un ojo. Mientras le miraba primero a él y luego al billete, mis dedos continuaron rebuscando en la cartera y la tarjeta de crédito se me resbaló de la mano.
—Mierda.
Yo me apresuré a recogerla, pero él se me adelantó y se inclinó para levantarla del suelo. La hizo girar en su mano mientras se incorporaba y bajó la vista para leer mi nombre.
—Aquí tienes —me dijo, tendiéndomela para que la guardara.
—Esto…, gracias.
—Ha sido un placer conocerte, Stella Samuel. —Una media sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca cuando dijo mi nombre—. Pásalo bien hoy en la galería.
Y, diciendo aquello, dio media vuelta y salió de la cafetería. Yo me quedé quieta en el sitio, observando cómo la puerta se cerraba tras él.
—Aquí tienes, cariño. Un café solo grande y un macchiato de avellana alto. —La camarera empujó las bebidas por el mostrador hacia mí—. Tu amigo se ha dejado el cambio, ¿lo quieres?
—Quédeselo —le dije, sin molestarme siquiera en mirarla.
Cogí los vasos y salí corriendo por la puerta para preguntarle al chico cómo se llamaba, pero para cuando llegué a la acera ya no había nadie a la vista.
—¿Por qué has tardado tanto? —se quejó Drew mientras yo me deslizaba de nuevo en mi asiento.
—Ah, bueno, ya sabes. La leche de soja, la cámara —murmuré.
Mi mente seguía puesta en aquel chico.
Drew casi se atragantó con un sorbo de café.
—¿Te has echado leche de soja en la cámara nueva?
—¿Eh? —Yo volví a centrar la atención en mi hermano y me di cuenta de lo que me estaba preguntando—. Ah, no. Da igual, no ha sido nada.
Él se me quedó mirando durante un momento y luego sacudió la cabeza.
—Bébete esa cafeína. Creo que la necesitas.
—¡Ha sido genial! —exclamé mientras Drew y yo salíamos de la galería de Bianca.
A diferencia de lo que había ocurrido por la mañana, en aquel momento sentía que tenía en el cuerpo energía suficiente como para recorrer dando saltitos las cinco manzanas que separaban la galería de la emisora de radio donde sería la firma de discos.
—Creo que ese no es el término que usaría yo —respondió Drew.
—Ay, venga —le dije, haciendo chocar mi hombro contra el suyo—. ¿No te sientes inspirado?
—No mucho —replicó—. Nos hemos pasado toda la mañana mirando un montón de fotos colgadas de una pared.
La conversación era la misma de siempre. Había tenido experiencias parecidas con todos los miembros de mi familia antes, exactamente cada vez que les enseñaba las nuevas obras de Bianca que a mí tanto me obsesionaban. Nadie apreciaba aquellas fotos como yo, así que había aprendido a que su falta de interés me resultara indiferente. A mi madre le gustaba culpar a su hermana, mi tía Dawn, acusándola de lo que ella solía llamar «arrogancia artística», que era lo que pasaba cuando me ponía particularmente pesada con una foto en concreto e intentaba explicarles la visión de trasfondo.
Mi tía Dawn es una de esas mujeres pijas de la costa este que se beben los Martinis como si fueran agua y solo compra obras de arte si en la etiqueta aparecen suficientes ceros. Una vez, cuando tenía doce años, me llevó a una subasta en Nueva York. Nos pasamos tres horas deambulando por entre las hileras de obras de arte, y Dawn me enseñó a distinguir qué cuadros tenían verdadera calidad de los que no, una habilidad que no debería faltarle a ninguna niña de doce años. Por supuesto, su definición de calidad era muy diferente de la mía. Las preferencias de Dawn se basaban en quién era el artista y no en cómo era la obra, mientras que yo prefería las fotografías en blanco y negro escondidas al final de la galería. Cada imagen mostraba a una persona distinta, y me intrigaba saber quiénes serían y qué estarían pensando.
—Pero eran fotos que significaban algo —le dije, volviéndome hacia Drew.
Sabía que no lo entendía, pero eso no me frenaba a la hora de intentar que lo hiciera. Yo no tenía una actitud arrogante sobre el arte, como la tía Dawn o como mi madre pensaba: simplemente, me apasionaba la fotografía. Y mi madre solo podía echarle la culpa de eso a una cosa: mi inusual experiencia durante mis años de instituto.
Cuando Cara cayó enferma la primera vez, nuestra madre hizo todo lo que pudo para que mi vida y la de Drew siguieran siendo lo más normales posible. Pero el tratamiento de Cara era largo y pesado, así que decidió sacarla del instituto y darle clase en casa por comodidad. A ninguno de los tres nos gustaba estar separados, y mucho menos sabiendo que la cosa era tan seria, así que Drew y yo le suplicamos a nuestra madre que nos dejara estudiar en casa también. Así podríamos estar con Cara sin perder clase. Al final, mi madre aceptó y no volvimos a ir al instituto nunca más.
Hasta el primer año de instituto, me encantaba eso de ser trilliza. Era algo que nos distinguía, y el resto de gente de nuestra edad pensaba que éramos muy guays. Éramos como esos animales exóticos del zoo a los que todo el mundo quiere ver y siempre nos preguntaban cosas, como si podíamos leernos la mente entre nosotros, o si sentíamos cuándo alguno de los otros dos se hacía daño. Siempre respondíamos con la misma escenita: Drew se pellizcaba y Cara y yo nos agarrábamos el costado y poníamos cara de dolor, como si también hubiéramos sentido el pellizco.
Hasta que no empezamos a ir al instituto no me di cuenta de que la gente solo me conocía por ser una de las trillizas Samuel. El primer día, en clase de Literatura, la chica que se sentaba delante me preguntó: «¿Tú eres Cara, o la otra chica?», como si lo único que nos definiera fuera formar parte de un trío. Fue en aquel momento cuando decidí que tenía que diferenciarme de mis hermanos, reafirmarme en quién era y todas esas cosas que se hacen cuando uno necesita sentirse independiente. El problema era que no sabía exactamente cómo hacerlo.
Pensé en la chica de mi clase de Literatura. Tenía uno de esos impresionantes piercings en el septum que te hacen parecer un toro, y la melena dividida en rastas teñidas de morado. Me hubiera apostado lo que fuera a que a nadie se le olvidaba nunca quién era, y, con esas pintas, mucho menos. Pero yo no era tan atrevida como ella.
Aunque tenía las orejas agujereadas, hacerme un piercing en la nariz me daba bastante miedo. Además, me preocupaba el mantenimiento necesario para conservar mi pelo castaño teñido de azul, mi color favorito. Al final, me conformé con teñirme un mechón turquesa en el flequillo y colocarme un brillantito en la narina izquierda para comenzar mi metamorfosis de «Stella, la Trilliza» a «Stella, la Independiente».
El instituto era mi oportunidad de distanciarme un poco y descubrir quién era. Y, durante los primeros meses del primer año, empecé a hacerlo. Drew, que tenía la misma constitució