Dame más (Serie Cómplices 1)

Irina Vega

Fragmento

cap-1

imagen

Secreto de confesión

Empujé el postigo hacia dentro e inmediatamente arrugué la nariz. Era como volver a entrar en la capilla del colegio; todas las iglesias del mundo olían igual.

Una mujer de pelo canoso pasó por mi lado y me aparté, sonriendo sin enseñar los dientes. La desconocida me devolvió el gesto y caminó sigilosamente hacia los bancos de madera. La seguí con la mirada, casi sin verla. Tragué saliva.

No podía creerme lo que estaba a punto de hacer.

Miré hacia los dos lados y empecé a caminar por el lateral derecho del edificio, pegándome todo lo que pude a la pared de piedra. Habría unas cuatro personas repartidas por toda la sala, pero por suerte ninguna me estaba prestando demasiada atención.

«Claro que no me prestan atención —pensé—. Ni que pudieran leerme la mente.» Si pudiesen, probablemente ya se habrían levantado para echarme de allí. Eso, o alguien se habría acabado desmayando. Sonreí, nerviosa, imaginándome la escena. Habría sido bastante divertido.

Avancé un par de pasos más y enseguida di con lo que estaba buscando. Cogí aire y lo solté poco a poco como me había enseñado mi amiga Eva en momentos de estrés, intentando tranquilizarme, aunque no funcionó demasiado.

Paré delante del confesionario, mirándolo de arriba abajo.

Era más grande de lo que me había imaginado.

El confesionario era uno de esos con cabinas dobles de madera tallada, muy bonito, cuidado y antiguo, con una puerta a cada lado y una separación entre ambas.

Cuadré los hombros, cogí la manilla que tenía delante y, sin pensármelo dos veces, entré.

Cerré la puertecilla detrás de mí y me quedé completamente a oscuras. La única luz que entraba era la que se filtraba a través de las rendijas del techo y de la celosía que separaba los cubículos. Era casi imposible ver lo que había a cada lado. Eso, por lo menos, también jugaba en mi favor.

Oí cómo se abría la puerta del otro lado y salté un poco sobre el asiento. Me mordí el labio con tanta fuerza que casi me hice sangre. Me palpitaba el corazón a toda velocidad.

Un cura vestido de negro se sentó a un par de centímetros de mí, haciendo crujir el banco de madera.

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida.

Parecía un hombre de unos cuarenta años de edad. No, quizá un poco más joven; debía de estar en el final de la treintena. Entrecerré un poco los ojos, intentando verle la cara. Sí, definitivamente; era el típico cura con pinta de saberlo todo, pero con ese aura inocente de alguien que no ha tenido sexo en su vida. En su vida o en mucho, mucho tiempo.

Eso sí, tenía un toque atractivo.

El hombre se había quedado allí sentado, sin hacer nada. Me aclaré la garganta. Quizá estaba esperando a que yo dijese algo. No recordaba bien el proceso, la verdad. Hacía quince, o quizá veinte años que no pisaba una iglesia por otra cosa que no fuese turismo, menos aún para confesarme. Por un momento sentí como si hubiese vuelto al colegio. Vi a sor María, con la cara seria enmarcada en la toca, exigiendo que fuese a «redimir mis pecados». Mi yo de once años ya era poco devota por aquel entonces.

—Perdóneme, padre. Hace mucho que no vengo a confesarme —dije al final.

El cura respondió con voz tranquila y alentadora. Seguía sin poder verlo bien, pero me lo imaginé sonriendo.

—No pasa nada, cuando quiera puede decirme lo que le preocupa.

Reprimí otra risa nerviosa. Levanté la vista y clavé los ojos en el techo de la cabina, intentando concentrarme.

—Pues, verá —continué—, es algo que me pasa últimamente, ¿sabe? Siempre he intentado ser la mejor versión de mí misma, y creo que en general no lo hago mal, pero…

El sacerdote esperó pacientemente a que continuase. Físicamente no había sitio a donde ir, pero es que ni aunque lo hubiese habido no habría sabido dónde meterme. Cogí aire, intentando parecer decidida.

—Últimamente, bueno, digamos que tengo… —¿Cómo se le decía algo así a un cura?—. Muchos… ¿deseos carnales?

Se hizo un silencio incómodo. Oí al hombre removerse en el asiento, haciendo rozar la sotana contra la madera.

—No se preocupe, señorita —respondió él, intentando guardar las formas—. A veces hay fuerzas mayores, deseos, que nos nublan la mente e intentan apoderarse de nosotros. Si la confunden o le impiden pensar con claridad, entonces debe…

—No, padre, es más fuerte que eso —lo interrumpí, sorprendiéndome a mí misma.

—¿Qué quiere decir?

—Son deseos que ocupan mi mente todo, todo el rato —continué, urgente—. No consigo frenarlos. Cada vez son más perversos.

—Rece entonces diez avemarías y cinco padrenuestros.

Se disponía a irse.

—Pero, padre, ¿y si soy ninfómana? Por favor, ayúdeme… —le interrumpí.

El pobre cura tosió un poco y yo me tapé la boca para evitar soltar una carcajada.

—Debe tener fe en Dios —continuó, preocupado—. Puede intentar rezar un poco cada noche, o venir los domingos. Venga cada día, si lo prefiere. Este templo siempre estará aquí para ayudar a los que lo necesiten. Mantenga la cabeza ocupada en Dios.

—Pero, padre, es muy difícil. No paro de pensar en cuerpos… desnudos. Cuerpos desnudos —repetí con más decisión, tapándome la cara con la mano—. Cuerpos desnudos que acarician otros cuerpos desnudos.

Genial, qué elocuente.

—Se… señorita, por favor, intente no centrarse en el pecado. Recemos un…

—Lo intento, de verdad, pero me viene a la mente un… un pene.

—¿Un… ?

—De un hombre. Erecto, rozándome el cuerpo.

—«Padre nuestro que estás en el cielo» —empezó el cura apresuradamente—, «santificado sea tu nombre…» Rece conmigo, por favor.

—«Padre nuestro que estás en el…» Lo siento, pero tengo que preguntárselo: ¿cómo puede aguantar usted el celibato?

—Señorita, por favor, concéntrese y rece. Creo que le hará bien para empezar. «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad…»

—Llámeme Julia, por favor.

—Julia, por favor, concéntrese. «Hágase tu voluntad…»

En ese momento, la puerta de mi lado del confesionario empezó a abrirse. La madera vieja chirrió junto a las bisagras y yo volví al rezo rápidamente, intentando camuflar el sonido. No me atreví a girarme del todo, pero parecía que el clérigo seguía totalmente absorto, ajeno a la portezuela que se abría y a la persona que, silenciosamente, había empezado a asomar la cabeza dentro del cubículo.

El invitado sorpresa miró al cura, me miró y sonrió. Esa sonrisa perversa me ponía a mil, y él lo sabía. Me lo imaginé con unos cuernos, listo y confiado, pícaro como un demonio.

Se coló en el confesionario tan sigiloso y escurridizo como pudo, cerrando la puerta detrás de él. Parecía casi un milagro que el cura no se diese cuenta de que alguien más había entrado.

Con cuidado, me levanté ligeramente y dejé que mi nuevo acompañante ocupase mi lugar en el banquillo de madera para poder sentarme sobre sus piernas. Me dejé caer sobre él y, al hacerlo, noté un bulto apretarse contra mi nalga. Seguí rezando, pero restregu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos