Benditas ruinas

Jess Walter
Autor sin nombre

Fragmento

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Contenido

1. La actriz moribunda

2. La última presentación

3. Hotel Adequate View

4. La sonrisa del cielo

5. Una producción de Michael Deane

6. Las pinturas de la ensenada

7. Comiendo carne humana

8. El Gran Hotel

9. La habitación

10. De gira por el Reino Unido

11. Dee de Troya

12. El décimo rechazo

13. Dee ve una película

14. Las brujas de Porto Vergogna

15. El descartado primer capítulo de las memorias de Michael Deane

16. Después de la caída

17. La batalla de Porto Vergogna

18. El líder del grupo

19. El funeral

20. El resplandor infinito

21. Benditas ruinas


Agradecimientos

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Para Anne, Brooklyn, Ava y Alec

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Los antiguos romanos construyeron sus más grandiosas obras arquitectónicas para que en ellas lucharan las fieras.

VOLTAIRE, Correspondencia

CLEOPATRA: No voy a amar a nadie como a mi señor.

MARCO ANTONIO: Entonces, no amarás a nadie.

De la accidentada película de 1963 Cleopatra

En 1980, Dick Cavett realizó cuatro grandes entrevistas a Richard Burton... Burton, que por entonces tenía cincuenta y cuatro años y era ya una hermosa ruina, resultaba fascinante.

«Talk Story», de Louis Menand,
The New Yorker, 22 de noviembre de 2010

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La actriz moribunda

Abril de 1962
Porto Vergogna, Italia

La actriz moribunda llegó a su pueblo de la única forma posible: en un bote a motor que entró en la ensenada y dejó atrás dando bandazos la rocas del malecón para acabar chocando contra el final del muelle. Se balanceó un momento en la popa antes de agarrar la barandilla de caoba, sujetándose con la otra el sombrero de ala ancha. Alrededor de ella el sol rielaba en las olas.

Desde una distancia de veinte metros, Pasquale Tursi observaba la llegada de la mujer como si de un sueño se tratase. O más bien de todo lo contrario, como pensaría más tarde: de un estallido de claridad tras un período de sueño. Pasquale se irguió y dejó lo que estaba haciendo, que era lo que solía hacer aquella primavera: tratar de crear una playa al pie de la vacía pensión de su familia. Sumergido hasta el pecho en las frías aguas del mar de Liguria, arrojaba al mar rocas del tamaño de sandías en su intento por construir un dique y evitar que las olas se llevaran la arena que había acumulado. A pesar de que la «playa» de Pasquale tenía la longitud escasa de dos barcas de pesca y de que debajo de la capa arenosa había roca estriada, aquello era lo más parecido a un trozo llano de costa de todo el pueblo, que, irónicamente, o tal vez dando muestras de un optimismo excesivo, se llamaba Porto, a pesar del hecho de que los únicos barcos que atracaban y zarpaban de allí con regularidad eran los locales, que se dedicaban a la pesca artesanal de la sardina y el boquerón. El resto del nombre, Vergogna, «vergüenza», era un vestigio de la época de la fundación del pueblo, en el siglo XVII: un lugar donde los pescadores iban en busca de mujeres con una cierta... flexibilidad moral y comercial.

El día que vio por primera vez a la adorable americana, Pasquale estaba sumergido hasta el pecho en sus sueños. Imaginaba el pequeño y mugriento Porto Vergogna convertido en una emergente localidad turística, y se veía a sí mismo como un refinado hombre de negocios de los años sesenta; un hombre con infinitas posibilidades en los albores de una gloriosa modernidad. Por todas partes había detectado signos de il boom, la ola de riqueza y cultura que estaba transformando Italia. ¿Por qué no iba a llegar allí? Tras pasar cuatro años en la animada Florencia, había regresado recientemente al pequeño pueblo de su infancia pensando que llegaba con noticias vitales del mundo exterior: una época rutilante de máquinas relucientes, televisores y teléfonos; de martinis dobles y mujeres con pantalones ajustados; del tipo de realidad que antes solo parecía existir en el cine.

Porto Vergogna constaba de una docena de casas encaladas, una capilla abandonada y un único establecimiento comercial: el diminuto hotel y café propiedad de la familia de Pasquale; todo ello apiñado como un rebaño de cabras dormidas en un repecho de los escarpados acantilados. Detrás del pueblo, los peñascos se elevaban ciento ochenta metros hasta una pared de negras montañas estriadas. A sus pies, el mar formaba una pequeña ensenada rocosa de la que los pescadores salían y a la que regresaban cada día. El pueblo jamás había tenido acceso en coche ni en carro, encajonado como se encontraba entre las montañas y el mar, así que las calles eran senderos enladrillados más estrechos que aceras: callejones empinados y escaleras tan angostas que a menos que uno estuviera de pie en el centro de la plaza de San Pietro, la placita del pueblo, podía tocar las paredes de las casas de ambos lados de la calle.

En ese aspecto, el recóndito Porto Vergogna no era tan diferente de los pueblos norteños rodeados de montañas de las Cinque Terre, aunque fuese más pequeño, más remoto y menos pintoresco. De hecho, los hoteleros y restauradores del norte llamaban a la pequeña aldea enclavada en el acantilado culo di baldracca, «culo de ramera». Sin embargo, a pesar del desdén de sus vecinos, Pasquale había llegado a creer, como su padre, que Porto Vergogna podría florecer algún día como el resto del Levante, la costa meridional de Génova, que incluía las Cinque Terre, o incluso como las ciudades más turísticas del Poniente: Portofino y la sofisticada Riviera italiana. Los escasos turistas extranjeros que llegaban en barco o caminando a Porto Vergogna solían ser franceses o suizos que se habían perdido. Pero Pasquale conservaba la esperanza de que los años sesenta trajeran una gran afluencia de americanos, liderados por el bravissimo presidente John F. Kennedy y su mujer, Jacqueline. Además, para que su pueblo tuviera alguna posibilidad de convertirse en la destinazione turistica primaria en la que él soñaba, sabía que tenía que atraer a esos turistas, y para hacerlo, necesitaba, antes que nada, una playa.

Por eso Pasquale estaba sumergido hasta la cintura en el agua, sosteniendo un pedrusco mientras la barca de caoba roja se mecía en la ensenada. La pilotaba su viejo amigo Orenzio para el rico vitic

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