El latido del tiempo

Cari Ariño

Fragmento

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Contenido

Agradecimientos

Primera parte

  1

  2

  3

  4

  5

  6

  7

  8

  9

10

Segunda parte

11

12

13

14

15

16

17

18

19

Tercera parte

20

21

22

23

24

25

26

27

28

Cuarta parte

29

30

31

32

33

34

35

Quinta parte

36

37

38

39

40

41

42

Sexta parte

43

44

45

46

47

48

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A Tanit y Marc, que con sus vidas
han llenado la mía de sentido

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Agradecimientos

A Lourdes y Josep Maria de Tarragona, por el generoso acompañamiento que me brindaron por su querida ciudad. Reubicaron para mí, desde la memoria del pasado, comercios, cines, festividades y, sobre todo, la cotidianidad que llenaba la vida de la gente en los años cincuenta. Su amplia información de primera mano me sirvió para conocer mejor los lugares por donde latía Veva.

A todos mis compañeros de trabajo, amigos y amigas, que han escuchado activamente y durante meses la evolución de los personajes.

A mi agente literaria, Sandra Bruna, que me acogió con total proximidad y confianza.

A Marc, por haber subido al tren de mi vida en 1978 y seguir a mi lado con una fidelidad incombustible. A su amor debo la tranquilidad necesaria para escribir.

A Francesc Miralles, mi agradecimiento infinito por la atenta lectura y la revisión de la novela. Página a página, él ha sido para mí un maestro, pero, sobre todo, un amigo querido. Sin su entusiasmo, el camino de El latido del tiempo habría sido más lento y difícil.

A todos vosotros, lectores y lectoras, en quienes he pensado mientras escribía. Sois los verdaderos destinatarios de mis horas de imaginación y trabajo.

CARI ARIÑO

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Primera parte

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1

Bastaba ver cómo reverdecían los árboles del patio del convento para darse cuenta de que el frío se había acabado. La hermana Dolores entró en la clase en busca de Lina. Apoyada en el pupitre y mirando absorta hacia la ventana, la pequeña contemplaba cómo las esponjosas nubes flotaban libres.

Un rumor de susurros recorrió el aula cuando la monja pidió a Lina que la acompañase. Todas las internas sabían que no se iba al despacho de la directora por cualquier nimiedad.

La niña palpó el bolsillo desgarrado de la bata gris y temió que aquel descosido fuera el motivo por el que querrían reñirla. Todas las mañanas, con la fila formada antes de salir del dormitorio para ir a la capilla, la hermana Dolores les recordaba que a Dios no le gustaban las niñas sucias y desastradas.

«Yo no tengo la culpa», pensó, mirando de nuevo el bolsillo que le habían rasgado de un tirón mientras jugaba al escondite en el patio.

Cogida de la mano de la hermana Dolores, recorrió el pasillo con la atención puesta en no pisar las junturas de las baldosas. Según su amiga Sisca, hacerlo traía mala suerte. Plantando el pie en el centro de cada cuadrado, daba largos pasos repitiendo para sí: «Blanca, negra, blanca, negra...» Los santos, como guardianes en sus pedestales, las miraban pasar.

Llegadas ante la puerta del despacho, la hermana Dolores le ordenó que esperase sentada en el banco, justo delante de la Virgen con el Niño en brazos que presidía el corredor. Indicando la imagen con la mirada, añadió:

—Pórtate bien. Ella te vigila.

Lina miró aquella Virgen María que tanto le gustaba y acto seguido se subió los calcetines. La goma floja los mantenía siempre caídos. Se había quedado sola en el pasillo y el silencio era absoluto.

Entretanto, en el interior del despacho, la hermana Dolores y la superiora hablaban del futuro de la niña. Hacía dos semanas que les habían comunicado la grave enfermedad de Natalia, la madre de Lina, y a petición de la mujer se lo habían ocultado.

Con el corazón partido, Natalia Alzira había decidido abandonar este mundo sin despedirse de su hija. Quería que la recordase vital y alegre, tal como era cuando la visitaba en el convento. Tal vez no había sido la mejor madre del mundo, pero se había negado rotundamente a que Lina fuera dada en adopción. Para evitarlo, les había pedido que a su muerte enviaran a la pequeña a Llonera, donde vivía su única hermana, Carmina.

Cuando la superiora supo que Natalia tenía familia, hecho que hasta ese momento ignoraba, pidió referencias al párroco de Llonera sobre la tal Carmina Alzira.

No menos preocupada por el futuro de la niña que Natalia lo estaba la hermana Dolores. Hacía siete años que aquella había dejado a su hija en régimen de pensionado, cuando la pequeña aún no tenía tres. Dejaron que la hermana Dolores se ocupara de ella y la monja quería a aquella chiquilla como si fuese propia.

Por sentimientos distintos pero igual de sinceros, tampoco la superiora estaba dispuesta a entregar a Lina en manos de cualquiera. Pese a que casi desde el principio Natalia había dejado de abonar las mensualidades correspondientes a una interna de pago, la niña constituía para todas las hermanas un caso especial, ya fuese por su dulzura o por la manera en que Natalia había sabido seducirlas a todas. Incluso a Anastasia, la mujer que hacía la colada grande los lunes.

—Hoy he recibido del cura de Llonera la respuesta a nuestra carta —comunicó la superiora a una hermana Dolores ansiosa de noticias—. Dice que la señorita Carmina ha cumplido los treinta, está soltera y es caritativa. Añade también que nunca ha provocado habladurías y que es buena cristiana.

La herman

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