Muñecas chinas

Lisa See

Fragmento

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Contenido

PRIMERA PARTE. EL SOL

GRACE. Una chica miserable

HELEN. Llamando a los cielos

RUBY. Una china auténtica

GRACE. Unos minutos gloriosos

HELEN. Flores blancas como la nieve

RUBY. Un lobo solitario

GRACE. Un par de pistolas y un sombrero vaquero

GRACE. Deja que el chico hable

SEGUNDA PARTE. LA LUNA

HELEN. Llevadas por el viento

HELEN. Una oleada de emociones

RUBY. Jirones de nubes

GRACE. Solo un niño

RUBY. Con los pelos de punta

GRACE. La extrema felicidad engendra...

GRACE. Bailando en la boca de un volcán

GRACE. Un plato suculento

RUBY. El valle de los Remolinos

GRACE. Buena suerte, mala suerte

HELEN. Lentejuelas, sombreros de copa y chifón

GRACE. Todo instante de felicidad...

LAS CARTAS

GRACE. Voz de campanilla

RUBY. El fuego resurgirá de las cenizas

HELEN. Uve de victoria

TERCERA PARTE. LA VERDAD

RUBY. Huevos fritos

GRACE. La atracción de la semana

HELEN. Las camelias se caen

GRACE. Frases de cine

RUBY. El lado oscuro

NOVIEMBRE DE 1988

GRACE. Una vez corista...

Agradecimientos

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Para Henry Theodore Kendall

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Solo tres cosas no pueden mantenerse en secreto durante mucho tiempo:

El sol,
la luna
y la verdad.

(Atribuido a Buda)

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PRIMERA PARTE

EL SOL

Octubre de 1938 - julio de 1940

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GRACE

Una chica miserable

Viajé hacia el oeste, sola, siguiendo las rutas de autobuses más baratas que pude encontrar. Cada kilómetro me alejaba más y más de Plain City, Ohio, donde no había sido más que una mota de polvo en la pared de aquella pequeña ciudad. Cada nuevo estado que cruzaba desataba un nudo de mi corazón, mis piernas, mis brazos..., pero, aun así, me dolía todo el cuerpo y no conseguía librarme del vértigo que sentía. Sobrevivía gracias a las aspirinas, las galletas saladas y las bebidas de cola. Y lloraba, lloraba y lloraba. Al octavo día, llegué a California. Muchas horas después de haber cruzado la frontera del estado, bajé del autobús y me abrigué más con el jersey. Esperaba encontrar sol y calor, pero, aquella tarde de octubre, la niebla cubría San Francisco y la ciudad estaba terriblemente húmeda y fría.

Tomé mi maleta, salí de la estación de autobuses y empecé a caminar. Los recepcionistas de los hoteles económicos que visité me dijeron que estaban llenos. «Vaya a Chinatown —me sugirieron—. Allí encontrará habitación.» Yo no tenía ni idea de dónde estaba Chinatown, de modo que su sugerencia no me ayudó mucho. Y diré algo sobre la configuración de San Francisco: montones de colinas, agua prácticamente por todos lados y, al menos eso me pareció a mí, todas las calles eran iguales. Al final, el propietario de un hotel de mala muerte aceptó mi dinero, «un dólar por día, pago por adelantado», y me entregó la llave de una habitación.

Me lavé el pelo en el lavamanos, me lo recogí en ondas con unos alfileres y me incliné hacia el espejo para examinar lo que quedaba de mis heridas. Mi frente se había curado por completo, pero yo seguía mareada por los golpes que había recibido contra el suelo de la cocina. La piel que cubría mis costillas tenía tonalidades verdes, grises y moradas. Mi hombro todavía estaba hinchado y entumecido después de que me lo hubieran dislocado y vuelto a colocar en su sitio, pero el corte del labio casi había desaparecido. Me senté en el borde de la cama. Tenía hambre, pero me daba demasiado miedo salir a la calle, así que me quedé escuchando los extraños ruidos que se filtraban a través de las paredes.

Abrí el bolso y saqué el anuncio que la señorita Miller, mi profesora de baile desde que tenía cuatro años, había recortado de una revista. Lo alisé con la mano para estudiar el mapa de la Exposición Internacional de Golden Gate. Incluso el nombre de la localización, Treasure Island, parecía llamarme. «Mira, Grace, buscan seis mil trabajadores —me dijo la señorita Miller—. Bailarines, cantantes, soldadores, carpinteros... Todo tipo de trabajos. —Entonces suspiró—. ¡De joven, yo quería ir a tantos sitios! Pero se necesita coraje..., y también talento para abandonar a todos y todo lo que conoces. Pero tú sí que podrías conseguirlo.» Sus palabras y aquel pedazo de papel me transmitieron el valor para creer que realmente podía conseguirlo. Al fin y al cabo, había ganado el primer premio en la Feria de Plain City por mi número de canto y baile de claqué cuando tenía siete años y, de momento, nadie me había arrebatado el título.

«Siempre planeaste irte de casa —me dije—. Solo porque hayas tenido que escapar antes de lo previsto no significa que no puedas alcanzar las estrellas.»

Pero mi discurso para levantarme el ánimo, realizado en aquella miserable habitación de hotel, en una ciudad desconocida para mí y en mitad de la noche, hizo poco para atenuar mis miedos. Cuando me metí en la cama, tuve la vívida sensación de que las paredes se cernían sobre mí. Para tranquilizarme, realicé una rutina que me había inventado de niña: deslicé las manos por mis brazos (un radio roto cuando tenía tres años; mi madre le dijo al doctor Haverford que me había caído por las escaleras), por mis costados (varias costillas fracturadas a lo largo de los años) y a continuación levanté sucesivamente las piernas y las masajeé hasta llegar a los pies (las piernas habían sido un blanco frecuente hasta que empecé a bailar). La rutina me fortaleció y me tranquilizó al mismo tiempo. Ahora estaba sola en el mundo, sin un hogar al que regresar y nadie en quien confiar, pero si había podido sobrevivir a las palizas de mi padre y a los mezquinos prejuicios de mi ciudad natal, podría superar cualquier obstáculo que el destino interpusiera en mi camino. Quizás. ¡Ojalá!

Por la mañana, me cepillé el cabello, me lo recogí por los lados y

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