Shogún

Lurgio Gavilán

Fragmento

indice

Índice

Portadilla

Dedicatoria


Estimado teniente Shogún

En la cueva de zorros y cóndores


Rosaura


Camino río abajo

Siembra de maní

La feria y los botes

Evarista

Madrastra

La escuela

Rubén

Las vacas y el río

La cabellera de mamá

Coca y avionetas

Las primeras gotas del diluvio


La guerra


Después de la guerra

El otro hermano


México

Mi niña de cabellos ensortijados


Los zapatos de Navidad


Los amigos que me regalaste


Morro Solar


Despedida. ¿Dónde estás, Shogún?


Recuerdos en imágenes


Glosario


Sobre este libro

Sobre el autor

Créditos

Dedicatoria

A Isabel Estelita,

sin quienes no estaría aquí.

Shogun

ESTIMADO TENIENTE SHOGÚN

Hace frío y es posible que llueva esta tarde. El río corre entre las piedras y estoy aquí sentado a la sombra del sauce, mirando cómo se forman pequeñas cascadas y remolinos bajo la puesta del sol, y vuelvo a pensar en ti, mi teniente, mientras tu imagen se dibuja en el espectro de la corriente del agua.

Allí estás, con uniforme, pasamontañas, rastrillando el fusil. Listo para abrir fuego. Mirándome.

Aún puedo sentir el olor de la pólvora y las balas raspando mi cuerpo. «¡Disparen, carajo!, ¡suelten lanzagranadas!», dijiste. Repitieron tus soldados: Veterano, Tiburón, Porongo, Cernícalo, Manzanita, Tucán, Añas… Explosiones, polvo, gritos se levantaban en el campo de batalla.

¿Por qué no me mataste?

En ese instante mi corazón estaba sediento de balas. Quería que se acabara todo. Era un niño, pero estaba cansado. Mi corazón estaba seco por esa maldita revolución. Quería las balas, quería ver pronto los ojos de Evarista, de Rosaura, de Rubén. Quería las balas para que los soldados no me llevaran a torturarme, para que no me cortaran las manos, la lengua, para que no me arrancaran los dientes. Para que no jugaran fulbito con mi cabeza en el patio donde izaban la bandera roja y blanca. No podría soportar ese tormento, mejor morir acá, rápido, ahora, pensaba. Quería las balas, pero no esperé el proyectil de pie. Inútilmente escondí mi cuerpo para sobrevivir, para no ser descuartizado por la bayoneta.

¿Por qué no me mataste?

No era difícil apretar el gatillo frente a un enemigo menudo, flaco, un niño enclenque que inútilmente alzaba el puño, absurdo, reducido. No creo que tus manos temblaran por aniquilar a un prisionero de guerra. Lo hiciste muchas veces. ¿Te dio pena? ¿De pronto pena? ¿Será que viste a ese monstruo terrorista tan desarmado, tan poca cosa, sin garras ni dientes, tan indefenso? ¿O más bien pensaste en la muerte lenta que le podrías dar manteniéndolo con vida?

No sé, pero no me mataste. Y sigo vivo en esta tierra, adeudado con la existencia, tratando de zafarme de esa telaraña inventada por la humanidad.

*

Cada mañana me levanto con la esperanza de verte una vez más y de estrecharte la mano por esa fraternidad que nació en la guerra. En tu ausencia he aprendido a amar el rumor del viento para que no se diluya ese gesto de humanidad que tuviste conmigo. ¿Dónde estás, Shogún? No sé si estás vivo, quizá estás preso y cuentas los días para salir en libertad, o tal vez estás libre, feliz, viejo, sin estos recuerdos de guerra, tranquilo, jugando con nietos y gatos.

No sé si te acuerdas de este maqta enclenque que dejaste vivir en medio de la pólvora en las alturas de Uchuraccay, como aquellos gatos que las madres andinas cuidan con fervor en las rojas hornillas de los fogones.

Muchas veces intenté escribirte una misiva y no pude, no sabía qué lenguaje usar, ni siquiera tu nombre verdadero he conocido ni el lugar donde has nacido —o muerto—. Ahora decidí enviarte una correspondencia mediante los corazones de mis amigos, amigas, paisanos, los hombres de la tierra. Quizá no estás tan lejos, sino en la vuelta de la esquina, entre nosotros, tal vez eres nosotros mismos, a la espera de un abrazo o, quizá, observando desde el torreón de vigilancia la silueta de los hombres, donde aparezca tu sombra, o tu nombre.

La tarde cae pronto en la Alameda de los Baldelirios como aquella esperanza que se va desvaneciendo en el atardecer de la vida. El sol se marcha entre la cresta de los cerros. ¿A dónde irá? ¿Se hundirá en la espuma del mar? ¿Logrará apagar su incandescente fuego bajo las aguas del litoral? Volverá una y otra vez hasta que sus ojos se apaguen en el firmamento y nosotros ya no estemos sino en el polvo, en la montaña, en el amor. Los grillos y zorzales empiezan a saltar y a volar anunciando la noche mientras el viento del sur agita las ramas de los sauces. Pronto comienzan a caer gotas de lluvia. Entonces mis pies se dirigen a casa, bajo la luz de los faroles en Ayacucho, la ciudad de las treinta y tres iglesias. ¿Qué es Dios?

Mientras escribo esta carta veo dormir a mi niña de cabellos ensortijados. Pronto serán las once de la noche, aún no tengo sueño, siento que mi vida se pierde en el efímero mundo que se desvanece dentro de mí, y recuerdo tantos fragmentos de nuestra corta convivencia.

Las veces que me llevaste a la escuela en la pequeña ciudad en San Miguel, ese mágico pueblo que reposa al fondo de una fresca quebrada bañada por un río que canta por las tardes cuando las hojas de los nogales besan sus aguas. ¿Recuerdas cuando caminábamos por el mercado buscando calcetines? La señora comerciante nos dijo: «Estos le quedan a su hijo, son de buena calidad». Abriste la billetera y pagaste por los calcetines blancos; después tomamos jugo de papaya y regresamos a la base militar instalada en la escuela de Varones. Toda aquella convivencia está grabada en mi ser y me sostiene para vivir tu ausencia. Y sin embargo nunca he dejado de pensar, ni aun hoy, viendo dormir a mi hija, en dónde estarás, mi teniente.

*

Recuerdo tan claramente

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