A la deriva

Xavi Narro

Fragmento

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1

Conocí a Plébot –por segunda vez– una noche de la primavera pasada, en la inauguración de una exposición a la cual me había arrastrado mi mujer, que es crítica de arte. Habría preferido esperarme en el bar de al lado hasta que se acabara, pero ella, desde que se le notaba la barriga, insistía en que nos dejáramos ver juntos en público, ya que estaba convencida de que la hija era mía.

Por lo tanto, a pesar de que las cosas tardaron poco en salirse de madre, mi intención era pasar la velada desapercibido en una posición estratégica, discreta pero cercana al cava. Aún iba por la primera copa y el segundo omeprazol cuando me llamó la atención un niño vestido a la última moda –bambas manchadas de barro, tejanos agujereados y camiseta promocional de Marina d’Or– que repartía «gracias por venir» a los carroñeros que lo orbitaban. No me lo podía creer, era clavado al tipo que unas pocas horas antes me había mutilado el coche. Me abrí paso entre esa gentuza hasta que lo tuve delante. Sí, era él, el del ojo de gato. Me imaginé que le reventaba el cráneo con una botella, pero ni siquiera pude poner cara de enfado. Simplemente me quedé inmóvil, mudo, como siempre que la expectativa de acción y/o emoción me bloquea las capacidades motora y/o de habla. Apartar la mirada o ahogarme en aquella pupila felina, me sentía incapaz de decidirme.

Exactamente lo que me había pasado esa misma tarde, cuando lo había conocido por primera vez: salía hacia el trabajo y lo había sorprendido intentando ponerme el retrovisor, que colgaba de los cables, en su sitio. Según él, se lo había encontrado así mientras pasaba por allí, y le había sabido tan mal, ya que era un «puto fan» del «puto diseño» de mi «puto carro», que se había sentido con la obligación moral de arreglarlo. Evidentemente, no me lo tragué. Por desgracia, por más que la violencia en general y reventar cráneos en concreto me parecen fantasías de lo más entretenidas, en la práctica soy de aquellos que no podemos ni aplastar los mosquitos que se cuelan en la habitación las noches de verano, sino que debemos capturarlos vivos y sacarlos por la ventana sanos y salvos si queremos evitar que los remordimientos por haber acabado con una vida nos provoquen más insomnio que una picada con Zika en el escroto. Así pues, con las susodichas capacidades bloqueadas, mientras me enfrentaba al vértigo que producía aquel ojo insondable, nos interrumpió una pandilla de adolescentes uniformadas.

–¡Tías, que es Riu!

Automáticamente extendí los brazos para que se colocaran a mi alrededor y nos hicimos unas cuantas fotos, pero cuando se fijaron en el colgado ese se les cayó la baba y también quisieron posar con él. Me lanzaron sus móviles y tardé un par de segundos en reaccionar, al cabo de los cuales me vi obligado a retratar una sesión completa de posturitas ridículas sobre el capó de mi propio coche.

–Otra, por si acaso –me iban ordenando–, otra.

Y tras esas niñas vinieron más, y luego más todavía, y parecía que el colegio entero tuviera que presenciar mi humillante caída en la jerarquía de la celebridad, y todas querían una foto y otra, por si acaso. Faltaba muy poco para que me explotara la cabeza, así que me disculpé, subí al coche y me largué, con el retrovisor aún colgando de los cables.

–¡Gracias por venir, colega! –me decía ahora Plébot, y me hizo volver a sentir como si estuviera a punto de saltar al mar desde una roca de quince metros de altura.

Era obvio que estaba colocado, lo hago constar para que se entiendan mejor los acontecimientos posteriores. Y la sala entera se debía de dar cuenta, pero era a mí a quien miraban, susurrando y señalándome con desprecio. Por fin caí: aquel niño que poco antes me había roto el retrovisor del coche, ahora presentaba su última colección de escultura en la galería más trendy de Barcelona.

Poca cosa, buena o mala, puedo decir sobre él que no se haya publicado ya. Pero esto no será una biografía exhaustiva ni un tratado sobre su obra; esto, si me sale bien, será el relato de cómo nos encontramos cuando los dos estábamos perdidos y de cómo nos volvimos a perder mientras estábamos en México. No habrá espadas ni dragones, no habrá amor romántico, no habrá crímenes, pistas, sospechosos, detectives antiheroicos. No habrá más que barro. Y es que me he puesto a escribir, tal cual me salía, por una única razón: lo necesitaba para expiar mis pecados.

Pues bien, en ningún momento acabó de confesarse culpable del destrozo, el tal Plébot, sino que se fue por las ramas, enlazando palabras, frases y temas a un ritmo tan acelerado que casi costaba seguirle el hilo, y acompañaba este discursillo con gestos igualmente frenéticos:

–¿Sabes cuál es el problema? Los putos chemtrails, hacen que a la peña se le vaya la olla. Pero conmigo no podrán, esos cabrones. ¿Sabes por qué? –Me quedé callado, suponiendo que era una pregunta retórica–. ¡Exacto, legumbres! Eso sí que les jode, que comamos legumbres, pero no el veneno que venden en el súper, ¿eh? Me zamparía unos garbanzos, ahora mismo, ¡que les den por el puto culo! ¿Dónde podríamos encontrar unos garbanzos decentes, a estas horas? O mejor, lentejas. No, garbanzos, garbanzos. Mira, te haré un regalo que vale por cien retrovisores, a ver si te animas, ¿eh?

Yo me conformaba con un solo retrovisor, pero más adelante comprobé que no exageraba. Corrió hacia un rincón y regresó dando un par de brincos, haciéndome ofrend­a de una figurita que representaba un colibrí con un maletín a escala que se acababa de abrir, dejando brotar una triste cascadita de papeles. El maletín traidor le confería un inquietante carácter humano, como si un infeliz corredor de seguros se hubiera transformado en pajarito para huir de su infierno de vida. No entiendo mucho del tema, pero me pareció un cincuenta por ciento mierda, y el otro cincuent­a por ciento sublime, si tal cosa es posible.

Y es que a mí la escultura me la resopla bastante, por decirlo finamente. «¡Maldito psicópata!», me insultaría ahora Alzina, mi mujer, que siempre se inventa que la falta de afecto durante la infancia me incapacitó para desarrollar no solo la artística, sino todo tipo de sensibilidad. Es cierto que no acostumbro a fingir que me conmueva la vigésima boda de mis compañeros del colegio, o la muerte de treinta y seis desconocidos en Bagdad, pero me emociono fácilmente por motivos más prosaicos, como cuando veo un led fundido en un cartel luminoso, que se me escapa una lágrima (me pasó una vez), o cuando entran los dos metros al mismo tiempo en la estación, que se me escapa la risa (esto sí que me pasa bastante). De la misma manera, tengo que reconocer que esa esculturita me pareció un juguete precioso y patético al mismo tiempo, el problema es que no sabía si tenía que reír o llorar.

–¿De qué está hecha? –me interesé para que la conversación no derivara hacia el terreno emocional, y la verdad es que era sorprendentemente ligera.

–¿Estás familiarizado con el concepto «ácido poliláctico»?

–Vagamente –intenté menti

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