El lenguaje oculto de las piedras

Chiara Parenti

Fragmento

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Contenido

Prólogo

PRIMERA PARTE: ECLIPSE

  1. Calcedonia

  2. Zircón

  3. Jade

  4. Ágata

  5. Hematite

  6. Cacoxenita

  7. Aguamarina

  8. Granate

  9. Perla

10. Magnetita

11. Crisoberilo

12. Turquesa

13. Celestina

14. Calcopirita

15. Howlita

16. Andalucita

17. Calcita

18. Piedra de luna

19. Angelita

20. Rubí

21. Berilo

22. Labradorita

23. Cuarzo ametrino

24. Amatista

25. Turmalina

26. Ópalo

27. Piedra del sol

28. Coral

29. Alejandrita

30. Kunzita

31. Larimar

32. Esmeralda

SEGUNDA PARTE: LUNA NUEVA

33. Diásporo

34. Aventurina

35. Epidota

36. Apofilita

37. Cuarzo rutilado

38. Rodocrosita

39. Sodalita

40. Peridoto

41. Azurita

42. Rodonita

43. Obsidiana

44. Zafiro

45. Corniola

46. Dioptasa

47. Topacio

48. Cuarzo ahumado

49. Ojo de halcón

50. Quiastolita

51. Crisocola

52. Ágata musgosa

53. Blenda

54. Cuarzo rosa

55. Ámbar

56. Amazonita

57. Diamante

Epílogo

Del cuaderno del abuelo Pietro

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A Diego, que ha escrito esta historia conmigo

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¿La felicidad? —dijo la hermosa ave, y rio con su pico dorado—. La felicidad, amigo, está en todas partes, en los montes y en los valles, en las flores y en los cristales.

HERMANN HESSE

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Prólogo

Decidir quién sería el que durmiese en la cama del lado de la ventana era un asunto de suma importancia, y tanto Leo como yo estábamos decididos a hacer valer nuestros derechos.

Por eso levanté la cabeza con brusquedad cuando por fin dejó de asfixiarme con la almohada. ¿Que se preocupaba de si yo continuaba respirando? ¡No era propio de él!

Me tiró de la manga del pijama.

—¡Luna, mira!

Intrigada, desvié los ojos hacia donde me guiaban los suyos, y me encontré con el abuelo Pietro.

Estaba de pie contra la ventana y su perfil se alzaba oscuro y poderoso a la luz de la luna. Un gigante bueno, sus hombros anchos y fuertes habrían podido sostener fácilmente el mundo entero.

Nos quedamos observándolo unos segundos, hasta que cedí.

—¿Qué miras, abuelo?

Me respondió sin siquiera volverse, como si aquello que estaba observando fuera a desaparecer si él apartaba la vista.

—Miro la luna.

Leo se levantó de la cama y fue a su lado con el rostro atento en el cielo.

—¿Por qué?

Él suspiró.

—Porque es la única piedra que hace brillar mi cielo.

No entendí lo que quería decir con aquella respuesta extraña. Leo, sin embargo, lo miró en silencio y asintió con convicción. Luego volvió con paso resuelto a la cama, como tras una larga conversación de hombre a hombre.

—¿Qué quería decir?

Se encogió de hombros.

—No tengo ni idea...

Alcé los ojos al cielo, resoplando, y volví a mirar al abuelo. Si no lo conociera tan bien, habría podido pensar que estaba a punto de llorar. Pero, ya se sabe, los gigantes nunca lloran y el abuelo era el rey.

Había cabalgado a lomos de elefantes cuando estuvo en Birmania persiguiendo rubíes, había surcado las aguas del río Abaetezinho a la búsqueda del mítico diamante rojo; en Sudáfrica se vio, incluso, arrastrado en la vorágine oscura de la mina de oro más profunda del mundo. Un explorador sin miedo, un aventurero indómito. Nada lo atemorizaba.

—¿Estás enfadado con nosotros? —le pregunté, titubeante, volviendo a pensar en el pequeño incidente con su microscopio para gemas que Leo y yo habíamos tenido aquella tarde.

Suspiró de nuevo, antes de venir hacia nosotros con paso pesado.

—Nunca me podría enfadar con vosotros dos —nos aseguró con una sonrisa melancólica—. Sois mi tesoro más preciado. Mis diamantes.

Nos abrazó con tanta fuerza que me temí que estuviera mintiendo y que lo que buscara fuera asfixiarnos contra su camisa de lino.

Luego nos besó en la frente y se alejó, conminándonos a dormir o llamaría a mamá.

Después de un rato, mirando al cielo estrellado más allá de la ventana, volví a pensar en las palabras del abuelo.

—Ha dicho que somos sus diamantes... ¿Qué crees que ha querido decir? —pregunté, dudosa.

Leo se volvió sobre su costado para mirarme, sus ojos oscuros brillaban a la luz de la luna.

—Mmm... ¿El diamante no es la piedra que los adultos se regalan cuando se prometen? —preguntó frunciendo el ceño.

Asentí.

Se encogió de hombros.

—Entonces, tal vez quería decir que vamos a estar juntos para siempre...

—¡Qué asco! —exclamé horrorizada.

También él se dio cuenta del despropósito que acababa de enunciar y su cara se contrajo en una mueca de disgusto.

—Ya. ¡Qué mierda!

—¡Te apestan los pies! —le señalé.

—¡Y tú roncas! —me echó en cara.

Crucé los brazos a la altura del pecho, con rabia.

—¡No es verdad!

Su cara era un poema.

—No, en serio... ¡No quiero estar contigo para siempre!

—¡Ah, vale! ¡Yo tampoco! —respondí, indignada.

Nos quedamos en silencio unos minutos, presagiando la terrible desgracia de esa eventualidad. Búsqueda de tesoros emocionantes, lucha a muerte y risas ruidosas: en el fondo, después de todo, no habría estado tan mal...

Al final, fue él quien cedió.

—Está bien, a lo mejor podría quedarme un poco... —murmuró, abriéndose a esa posibilidad.

—¿Un poco como cuánto? —pregunté, vacilante.

Se tomó un tiempo para reflexionar.

—Mmm... Bastante.

Me pareció un plazo aceptable.

—Ok, entonces estaremos juntos bastante.

—¿Lo prometes? —me preguntó, elevando el

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