¿Por qué me pido un gin-tonic si no me gusta?

Julia Varela

Fragmento

tonic

1

La berrea

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé.

El silencio dejó claro que no se trataba solo de trabajo. Todavía no había amanecido en la Selva de Irati y hacía frío. Caminaba de un lado a otro para entrar en calor mientras Rober me esperaba a unos metros, somnoliento dentro del coche y con la cámara en el regazo. «Lo veo venir. El bicho empieza a berrear y nosotros aquí perdiendo tiempo», pensaba inquieta.

—Lo siento, Pablo, pero tengo que grabar —dije con ganas de colgar—. Me espera un ejemplar de doscientos kilos.

—Ese sí que lo tiene fácil —bromeó.

El chiste tenía el mérito de producirse en un momento difícil. Pablo no perdía el sentido del humor ni siquiera en capítulos trágicos. Reí en voz baja para no despertar a los búhos. Nos despedimos con torpeza, sin concreciones ni el «Te quiero» de turno. Rober arrancó y, a medida que el coche se adentraba en el bosque y lo envolvía la niebla, comenzaron las punzadas en la parte trasera de mis ojos. Qué mal sienta no llorar cuando tienes ganas. Le daba órdenes de contención a una mitad de mi cerebro e intentaba repasar el guion de la entrevista con la otra, aunque sin saber realmente qué función desempeñaba cada hemisferio. Menos mal que no era un directo. Me habría venido abajo con la tensión añadida. Desde el pragmatismo, no me podía permitir las lágrimas. El rímel barato habría embadurnado de negro mis mejillas y estropeado la «chapa y pintura» para la grabación.

El primer bramido, largo y estremecedor, me cogió por sorpresa y centró mi atención en aquel camino forestal. Rober frenó en seco. Los faros se reflejaron en los ojos del ciervo, que se detuvo frente a nosotros, encandilado. Fueron solo unos segundos, nos devolvió la mirada, erguido como un bailarín corpulento.

—¿Has visto cómo echa la lengua el muy salido? —dijo Rober moviendo la suya de manera lasciva al tiempo que bajaba del coche.

—Ponte a grabar ya, marrano —le reprendí.

La combinación de gemido y lengüeteo no resultaba nada atractiva. Pero no me sorprendió, iba bien documentada para esta incursión en el «apasionante» mundo del sexo salvaje: el ciervo ibérico es el único rumiante que saca la lengua mientras berrea, o sea, mientras brama impetuoso para reclamar a la cierva.

—Quiero absoluta verdad y realismo —había exigido mi jefa en tono épico—. La idea es reflejar la vuelta al campo, a los orígenes, al ciclo instintivo que mueve el planeta.

Parecía el discurso de Mufasa en El rey león. Le faltaba levantar su libreta, cual cachorro, ante los súbditos de la sabana: un equipo de cuatro reporteros acostumbrados a grabar temas sociales y culturales en la ciudad. Cada uno imploraba a su dios particular para no ser el destinatario de la nueva genialidad de la directora. Nunca pensé que me tocaría a mí, urbanita hecha y derecha gracias a años de inmersión en locales de moda, hacer frente a una serie de reportajes donde el denominador común serían los insectos, la gente de pueblo y el calzado Gore-Tex. Hacía una eternidad que no veía una vaca. Recordaba que el campo existía, pero lo llamaba #newrural y era una especie de siesta bucólica y relajante en paradores de diseño. A veces, podía llegar a imaginarme recogiendo tomates cherry en la huerta de una casa reformada al estilo escandinavo. Calcetando en el porche, vestida con camisa de franela y el iPhone muy cerca. Así sería mi huida a la naturaleza o no sería. Y solo durante fines de semana esporádicos. Si pasaba mucho más tiempo entre árboles y moscas, tenía la certeza de que echaría de menos incluso los instantes en que odio la ciudad.

Pues aquí lo tienes, jefa. El ciervo rojo en pleno otoño clamando como un loco para hacerle saber a la hembra que la fecundación se acerca, que está listo. El animal, además de estirar el cuello en un movimiento que recordaba a una jirafa y sacar la lengua como si estuviese a punto de vomitar, se frotaba con energía contra los árboles. Nuestras pituitarias percibían un aire denso cargado de orines y almizcle.

—Lástima que la tele no huela, íbamos a tumbar a medio share —vaticiné con asco. Sonó otro berrido sostenido y profundo.

—En la época del celo, están tan a lo suyo que ni las cámaras les molestan —susurró el guarda, y yo di un respingo del susto. Había aparecido como de la nada. Con su linterna y su espalda de jugador de waterpolo. Aritz era navarro norteño hasta en su voz contundente. Llevaba más de una década como vigilante forestal en Irati y, junto con los ciervos, iba a ser nuestro principal protagonista en el reportaje. Tras ponernos cara e intercambiar sonrisas cordiales, coloqué el micrófono de corbata en el cuello de su plumífero y noté su aliento a café recién bebido.

—¿Por qué se aparean al amanecer?

—Porque hace más fresco —resolvió campechano con sus manos gruesas y sus ojos negros—. Berrean durante semanas para atraer a las hembras y, a veces, con tanta intensidad que se les inflama la garganta.

Como a Pablo. Con la glotis extenuada de suplicar procreación. En el último año, su reloj biológico me había comunicado en reiteradas ocasiones que era el momento de plantar semilla. Yo esquivaba los embates con argumentos que variaban según el día y el nivel de estrés: «Tengo solo treinta y tres años, Pablo. Hasta los treinta y cinco no envejecen los óvulos, relájate, que hay margen». Otro: «Mi trabajo es un caos. ¿Quién iba a cuidar del bebé con tanto viaje?». Y un tercero: «No hay espacio suficiente en este piso, tendríamos que mudarnos a uno con tres habitaciones. Eso es una pasta en Madrid, no podemos asumirlo».

Me había convertido en una experta en procrastinar el asunto, pero Pablo insistía en sus ganas de descendencia inminente: que seis años de relación eran suficiente garantía para saber que podíamos formar una familia, que nos queremos y somos un gran equipo, que tengo ganas de hacer algo trascendente y transmitir el legado... y otros argumentos románticos que, desde mi perspectiva, suelen enumerarse cuando tu entorno empieza a reproducirse por contagio, cumples cuarenta años y temes que «se te pase el arroz».

Nuevo bramido. La hembra avanzaba confiada por la tierra húmeda. El macho la iba cercando. Empieza el cortejo.

—Graba, graba, Rober. Funcionan bien los micros, ¿no? Quiero que se escuchen incluso nuestras pisadas sobre la maleza. —Había que intentar crear una atmósfera de intriga. Esto es televisión. O lo que queda de ella.

—¿A cuántas ciervas fecunda cada macho? —pregunté a Aritz, metro ochenta y dos, nariz un poco aplastada tipo boxeador y piernas fuertes de tanto recorrer el monte.

—El harén puede ser de hasta cincuenta hembras.

—Agotador, supongo. —Clásica aportación vacua de reportera para que el entrevistado se extienda en su respuesta.

—Demasiado. Durante el celo, hay machos que ni siquiera se alimentan, tan solo están volcados en la reproducción. Por eso, algunos fallecen al acabar la época de berrea.

Si es que todo me conducía a pensar que no podía ser sano tanto afán por propagar la especie.

—¿Y ese olor tan fuerte que impregna el ambiente? —Me picaban los ojos y la nariz.

—Es el perfume del apareamiento. —Metáfora curs

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