Imposible canción de amor

Abril Camino

Fragmento

1. Esta casa es para dos

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Esta casa es para dos

Cuenta la leyenda que, cuando John Lennon era niño, su profesora le preguntó qué quería ser de mayor y él respondió que quería ser feliz. La maestra le dijo entonces que no había entendido la pregunta, Lennon le respondió que ella no había entendido la vida, y la anécdota ha quedado para la historia convertida en uno de esos memes que retuiteamos por encima de nuestras posibilidades.

«¿Qué quieres ser de mayor?» me ha parecido siempre una de las preguntas más impertinentes que se le pueden hacer a una persona. En primer lugar, porque nunca me queda claro dónde se marca la frontera entre ser mayor o no serlo. En segundo lugar, porque siempre he tendido a admirar más a quien no tiene una respuesta clara a esa cuestión que a quien podría escribir en piedra su decisión sobre el resto de su vida. Y, en tercero, porque las mejores respuestas suelen ser las que más hacen arquear las cejas a quienes preguntan.

El caso es que yo tuve clara mi respuesta a esa pregunta a la tierna edad de veintiún años. Acababa de llegar de nueve meses de Erasmus en París, en los que solo volví a España para pasar una semana en Navidad por pura obligación, y había descubierto que había un mundo ahí afuera del que no quería perderme ni un centímetro cuadrado. Así que decidí que quería ser nómada.

«¿Qué quieres ser de mayor, Ada? Nómada». Tardé poco tiempo en dejar de decirlo en voz alta, porque a la gente o bien le daba la risita tonta o bien arqueaba las cejas pensando que era una pirada.

Quizá sí fuera una pirada, pero lo cierto es que lo conseguí. Dejé Madrid a los veintitrés años y viví en diecisiete ciudades diferentes en la siguiente década. Siempre con las maletas a medio deshacer, acumulando experiencias y aprendiendo a vivir con un mínimo de pertenencias: mi portátil, algunas fotos y recuerdos en una caja y un teléfono móvil que me mantenía en contacto permanente con la única persona del mundo a la que quiero por encima de todas las cosas: mi hermana Cloe.

Y Cloe fue precisamente la razón de que regresara a Madrid. Con treinta y tres años cumplidos, en un momento en que me apetecía un cambio profesional y empezaba a cansarme de la vida en Estados Unidos, el último país en el que había recalado, recibí la llamada que, de forma indirecta, cambió mi vida para siempre.

También era ella quien me esperaba al otro lado de la puerta de llegadas del aeropuerto. Y, si dos semanas de conversaciones telefónicas constantes me habían dejado claro que la perfecta vida de mi hermana acababa de saltar por los aires, su imagen al otro lado de la barrera metálica que nos separaba me rompió el corazón. Cloe, siempre tan coqueta, siempre preocupada por seguir las últimas tendencias, siempre con su maquillaje perfecto, su pelo planchado, su ropa de firma..., me recibía después de siete meses sin vernos con un chándal viejo, una coleta despeinada y los ojos más apagados que le había visto en los treinta y un años que llevábamos adorándonos.

—Ada... —Solté mi maleta sin preocuparme de que cayera al suelo, en el momento en que sentí sus brazos rodeándome la cintura con fuerza y sus sollozos sordos clavándose en mi pecho.

—Tranquila, Cloe. Estoy aquí, ¿vale? Estoy aquí y todo va a salir bien.

Me creí mi propia mentira porque así sería más sencillo para ambas sobrevivir a lo que se nos avecinaba. Porque el mal de amores más espantoso del que había tenido noticia en toda mi vida podía parecer algo privado de mi hermana, pero yo sabía ya entonces que solo juntas podríamos superarlo.

—¿No me vas a preguntar cómo estoy? —quiso saber, mientras esperábamos un taxi disponible en la salida de la terminal—. ¿O es tan evidente que estoy fatal?

—¿Necesitas que te responda a eso? —Le dediqué una sonrisa triste y no pude evitar limpiar de sus mejillas el rastro de las lágrimas secas que ya no sabía si había derramado por la emoción de nuestro reencuentro o por el desastre emocional en el que se había convertido su vida en las últimas semanas. Cambié de tema para que los derroteros no tocaran tan pronto el tema del desamor—. Cuando dijiste que vendrías a recogerme, pensaba que hablabas de traer tu coche. Si no, podría haber cogido un taxi yo sola.

—No aguantaba un segundo más sin verte. Me habría vuelto loca esperándote en el piso. Además...

—¿Qué? —le pregunté, intrigada, por un lado, pero también satisfecha al comprobar que seguía conociendo el significado de cada uno de sus gestos. Y el que tenía en ese momento hablaba de una confesión que a mí no me iba a hacer gracia.

—Le he dejado el coche a Luis. Yo... ni siquiera conduzco desde hace años, así que no lo quería para nada.

—¿A tu abogada le ha parecido bien que lo hicieras? —le pregunté, arqueando una ceja por la incredulidad.

—No se lo he dicho. No sé... —Llegó nuestro turno de coger el taxi y Cloe aprovechó la ocasión para zanjar el tema. Por el momento—. No sé todavía muy bien lo que hago, Ada. No me exijas, por favor. Solo hace dos semanas que se ha acabado.

No sé si consiguió que callara su tono de voz, rasgado por un llanto que amenazaba con reaparecer, o que a mí me apeteció distraerme un rato más en su presencia, fingiendo que no había dejado atrás toda mi vida para correr a su lado, para ayudarla a superar un divorcio que amenazaba con destruir todo aquello que mi única hermana siempre había tenido: amor incondicional, confianza en sí misma, estabilidad emocional.

Cloe y yo siempre hemos sido como las dos caras de una misma moneda. Desde niñas. Siempre tuvimos sueños diferentes, siempre afrontamos las dificultades con actitudes opuestas. Yo crecí con sueños de libertad, de inconformismo y nunca hubo nada más importante para mí que mi propia convicción de que nada me cortara las alas. Ni siquiera el amor. Cloe era dulce, soñadora, romántica. Imaginaba cuentos de hadas, y el suyo se hizo realidad pronto. Como el mío, por muy diferente que fuera en su concepción.

Solo había algo en lo que las dos coincidíamos, en lo que no dudábamos: que siempre tendríamos un lugar de excepción en la vida de la otra. Yo podría convertirme en el ser más independiente del planeta y recorrer el mundo sin más compañía que la de una mochila, pero siempre habría un hueco en mi saco de dormir para alojar a Cloe todo el tiempo que ella quisiera compartir conmigo esa vida bohemia que no parecía atraerla demasiado. Y yo tendría una habitación reservada todo el año en el castillo en el que ella viviera su cuento de hadas junto al príncipe azul que tuviera la suerte de que ella lo eligiera. Sería una espectadora de primera fila de su felicidad, por más que ese amor incondicional y ese compartir todo con otra persona fuera una idea muy alejada de aquello en lo que creía.

Éramos muy niñas cuando nos dimos cuenta de que siempre seríamos la persona más importante en la vida de l

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