El jardín de las brujas

Clara Tahoces

Fragmento

—¿Está muerta?

—No, tonto... estará dormida o borracha.

—Parece desmayada.

Las voces de unos niños llegaron a mí como un coro lejano.

—Venga, chavales, ¡fuera de aquí! Dejad a la señora en paz. ¿No veis que se encuentra mal?

Alguien me zarandeó agarrándome del hombro.

—¿Está bien? ¿Le traigo otro café? ¿Necesita algo?

Aquella sacudida me devolvió al mundo de los vivos. Y casi preferí no haber regresado. Me recibió un intenso dolor de cabeza. Como pude, entreabrí los ojos y, aunque llevaba gafas de sol, la luz me cegó durante unos instantes. Me iba a estallar la cabeza. Era como si mil agujas se clavaran en mi cráneo, todas al mismo tiempo.

Me costó un rato darme cuenta de dónde estaba. De no escuchar nada, pasé a oírlo todo. Parecía que tuviera un megáfono pegado a los oídos. En torno a mí, el ruido del tráfico, como si se generara en mi propio cerebro, resultaba ensordecedor. Insoportable. Para colmo, todo me daba vueltas y sentía náuseas.

Estaba recostada sobre la mesa de la terraza de un bar, con los brazos estirados hacia delante y la cabeza apoyada sobre ellos. Como pude, alcé la vista hacia mi interlocutor, pero no fui capaz de distinguir su rostro con claridad; lo veía borroso, como si fuera una aparición. Incluso dudé unos instantes. Los ojos me ardían y me costaba mantenerlos abiertos.

—¿Qué... qué? —balbucí.

—Que si quiere otro café. Aunque veo que no ha tocado el que le traje antes.

—¿Qué... qué ha pasado? ¿Qué hago aquí?

El hombre esbozó una media sonrisa, como si supiera algo que yo ignoraba.

—¿No lo recuerda? Madre mía... ¡Menuda tajada!

No entendía a qué se refería. ¿De qué estaba hablando? Me había quedado en blanco. Haciendo un enorme esfuerzo, comprobé que mi memoria solo alcanzaba hasta la noche anterior, hacia las ocho y media, cuando me recogió un coche gris para acudir a la grabación del documental. No recordaba haber bebido alcohol. Pero, a partir de ahí, todo se volvía confuso. Tampoco venía al caso explicárselo a ese hombre. Bastante tenía con tratar de mantener mi cabeza en su sitio, que me daba vueltas como si acabara de bajar de un barco. Además, a él tampoco parecía importarle.

Cuando al fin pude verlo con claridad, lo reconocí: era un camarero —Antonio, creo que se llamaba— de una terraza próxima a mi domicilio. Pero continuaba desorientada. Desconocía cómo y cuándo había llegado hasta allí.

—No... ¿Qué... qué ha pasado? —titubeé.

—Pues, para que no se acuerde, ha debido de ser un señor fiestón —dijo sonriendo.

Era inútil negarlo. No iba a creerme. Ni yo misma lo comprendía. Tenía la boca seca y una sed acuciante, así que le pedí que me trajera una botella de agua y una aspirina. Cuando regresó, aproveché para abordarle de nuevo.

—¿Llegué aquí acompañada? ¿Vine con alguien?

—Sí. A eso de la una bajó de un coche con un tipo alto, joven, con el pelo blanco. La llevaba sujeta del brazo para que no se cayera y ya traía las gafas de sol. Fue él quien le pidió un café doble. Luego se montó en el coche y se marchó. Pensé que habría ido a aparcar, pero ya no volvió. Vaya... la juerga y todo eso está bien, pero, si ese chico era su novio, dejarla así, que ni se tenía en pie... —dijo chasqueando la lengua—. Eso no está bien.

Miré mi reloj. Aún con dificultad, pude intuir que marcaba las cuatro y diez de la tarde.

—¡¿Me está diciendo que llevo aquí desde la una?! —La sensación de pánico debió de reflejarse en mi rostro, porque el camarero, involuntariamente, dio un paso atrás.

—Sí. Empezaba a preocuparme. Usted suele venir aquí y nunca la había visto igual.

—¿Era un coche gris oscuro, de alta gama?

—No me fijé en la marca, pero sí, era un cochazo gris.

Ante la atónita mirada del camarero, me bebí la botella de agua de dos tragos. Le pedí otra, esta vez de litro, y pagué todo, incluido el café doble que no había tocado. Me levanté de la silla agarrándome a la mesa para no trastabillar y me fui a mi casa que, por suerte, estaba a solo un par de manzanas de allí. El camarero, muy amable, se ofreció a acompañarme, pero me pareció que ya había dado la nota bastante y, avergonzada, decliné su ayuda.

Al llegar a casa no aguanté más y tuve que correr al baño a vomitar. Después, me miré al espejo y observé que tenía las pupilas muy dilatadas. Con razón veía borroso. ¿Qué me estaba pasando? ¿Y por qué no recordaba nada de lo ocurrido la noche anterior? Fue ahí cuando empecé a preocuparme por esa laguna en mi memoria.

De pronto reparé en mi móvil. ¿Estaría en mi bolso o lo habría perdido? Fui al salón a buscarlo y, al verlo en el bolsillo interior, respiré aliviada. Aparte de veintitantos mensajes de WhatsApp de diferentes personas, que, desde luego, ni quería ni podía leer en ese instante, y de varias llamadas perdidas, todo parecía en orden. Tampoco me faltaban la cartera ni ninguna otra de mis pertenencias.

Era sábado, así que me tomé otro analgésico, me puse el pijama, bajé las persianas de mi habitación y me acosté con la esperanza de que al despertar el dolor de cabeza hubiera remitido y, sobre todo, de que mi mente hubiera recobrado la claridad perdida. En realidad, no podía hacer mucho más. Tenía la cabeza embotada y no era capaz de pensar. Mi cuerpo estaba derrotado, como si hubiera pasado varias horas en el gimnasio. Necesitaba descansar.

Al poco de tumbarme, el sopor se apoderó de mí y me abandoné a él. Poco a poco me sumergí en la oscuridad más absoluta. Podía sentir mi respiración acompasada mientras me quedaba dormida o, para ser más exactos, me desvanecía.

En mitad del sueño, escuché risas a mi alrededor y observé unos pequeños puntos de luz que iban creciendo a medida que se acercaban a mí, como antorchas en la noche. No sé por qué, pero me produjeron desasosiego; mi corazón se aceleró y mi respiración comenzó a entrecortarse presa de la angustia. Una suave brisa acarició mi rostro y alborotó mi pelo.

Después, de nuevo, oscuridad.

Dolor.

Frío.

Miedo.

Y entonces lo vi... Vi el cuerpo de un bebé, inmóvil, tirado en un jardín.

Capítulo 1

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