Los días robados

Guido Lombardi

Fragmento

Capítulo 1

1

Redacción: Cuenta un día distinto de los demás en discurso directo e indirecto.

Han pasado casi seis años de ese día, pero me acuerdo de todo. La única cosa de la que no me acuerdo es de las voces.

Como todos los veranos, mis padres y yo estábamos de vacaciones en un sitio que se llama Marina. Ese año mis tíos y mi primo Emidio, que es casi de mi edad, también habían alquilado una casa.

Papá y yo bajábamos la pendiente que conducía a la cala donde nos bañábamos. El mar, azul oscuro y celeste, parecía una balsa de aceite, con apenas una estela blanca alrededor del islote, el rastro de un barco de pesca. Mamá se había quedado arreglando la casa y nos había dicho que al volver de la playa deberíamos tener cuidado de no ensuciarla de arena. Papá se había enfadado un poco cuando la vio con la escoba en la mano porque no quería que se cansara, pero mamá dijo que esa mañana se encontraba bien. Desde que había vuelto de la clínica a menudo se cansaba por culpa de las medicinas que tomaba. Agotamiento nervioso, decían los mayores cuando hablaban del tema, pero yo nunca he entendido qué es. Solo me acuerdo de que antes de ingresar en el hospital mamá decía cosas raras que nadie entendía. Pero los médicos afirmaban que ahora estaba bien, que se había recuperado. En resumidas cuentas, aquel día no había ni una nube, todo resplandecía, como si alguien se hubiera levantado por la mañana temprano y se hubiera dedicado a abrillantarlo.

Papá me llevaba de la mano. Emidio y mis tíos nos esperaban en la playa.

—Deja de chancletear.

—¿Se dice «chancletear» porque llevo chancletas?

—¿Tú qué crees?

—Entonces, si llevas sandalias, ¿se dice «sandalear»?

Me miró por encima de las gafas de sol y puso cara de «no te hagas el listo conmigo», mi preferida, porque significa que he dicho algo gracioso. Después miró el mar y dijo:

—Hoy es una tabla.

—Y el islote es el plato.

Volvió a mirarme y me dedicó una de sus sonrisas ladeadas, levantando una sola comisura, y sopló por la nariz, algo así como un bufido. Tenía permiso para seguir haciéndome el listo.

—Solo faltan el cuchillo y el tenedor. Papi, ¿la escuela es como la guardería?

—Más o menos. En la escuela te ponen notas.

—¿Y eso qué es?

—Si haces algo bien, te ponen «Bien» y si lo haces mal, te ponen «Insuficiente».

—¿Como cuando me tiro al agua y tú me dices si lo he hecho bien o mal?

—Bueno, más o menos.

Para él era muy importante enseñarme a tirarme al agua, era el segundo verano que le dedicaba, como mínimo, dos horas al día. A mí, en cambio, me preocupaba comenzar primaria, en septiembre iría a una escuela donde no conocía a nadie.

—¿No puedo quedarme en la guardería?

—¿Te gustaría quedarte en la guardería?

—Allí están mis amigos...

—¿Y qué harás cuando se vayan? ¿Te quedarás solo?

—¿No podemos quedarnos todos?

—No, no podéis.

Se echó a reír. Recuerdo que de pequeño me encantaba hacerlo reír. Pero así no, no me gustaba que se riera porque todavía no sabía todo lo que sabían los mayores. A él le parecía divertido lo que había dicho, pero yo lo pensaba de verdad. Por suerte, eso de ser gracioso pasa a medida que creces. De todos modos, se dio cuenta de que me había puesto serio, incluso un poco triste.

—¿Te preocupa no tener amigos? En la escuela harás otros nuevos, ¿no?

—En realidad, me gustaban los que tenía.

Me acarició el pelo, que es lo que acostumbran a hacer los mayores cuando no saben qué decir. Después, inesperadamente, pasó algo bueno, como cuando se te cae el helado, te compran otro y al final acabas tomando uno y medio. Si no hubiera caminado con la cabeza gacha, triste, no habría visto esa cosa blanca en medio de la maleza que crecía en la cuneta. Me apresuré a cogerla. Era un robot de juguete, no uno de verdad, como los de los dibujos animados, que hablan y se mueven solos. Se lo enseñé a papá y le pregunté si podía quedármelo.

—Tienes que darle un nombre —dijo mi padre, lo cual significaba que sí.

Lo pensé un momento.

—Miércoles.

Papá no lo entendió. Le expliqué que el libro que mamá me estaba leyendo trataba de un náufrago que había ido a parar a una isla desierta y que siempre estaba solo, hasta que un día encuentra a un chico indígena y, como ese día era viernes, lo llama Viernes. Aquel día, en cambio, era miércoles.

Más tarde nos pusimos a construir un volcán: yo transportaba arena con el cubo y papá hacía la montaña. Cuando la terminó, excavó un túnel de costado y otro en la cúspide. Encendió un cigarrillo y lo enfiló dentro: el humo salía por la cima. Miré a papá y le puse una nota: «Muy bien». Emidio, en cambio, fingía indiferencia. Es tonto de remate, pero debo quererlo porque es mi primo, eso dice papá. Solo que a veces es muy difícil porque se pone insoportable.

—Falta la lava —dijo, como si el humo no fuera suficiente.

Entonces se me ocurrió una idea: en vez de tirar a mi primo dentro del volcán, puse a Miércoles.

—Miércoles sale del volcán al ataque de los monstruos indestructibles...

Todos los niños que nos miraban se echaron a reír, menos uno. Y no era Emidio.

—¡Megatrón! —gritó de repente mientras agarraba el robot, pero lo sujeté a tiempo y se quedó a medio camino entre los dos.

Yo tiraba hacia un lado y él hacia el otro.

—¡Megatrón es mío! ¡Me lo has robado!

—No es verdad, no lo he robado. Además, ¡se llama Miércoles, no Megatrón!

Entonces intervino papá:

—¡Salvo! ¡Niños! Lo hemos encontrado en la pendiente, ¿lo has perdido tú?

—Sí.

Papá me miró y comprendí que debía devolvérselo. Pero no me gustaba que me hubiera llamado ladrón. Por eso hice algo que no se hace: le partí una pierna antes de dárselo. Ahora era todo suyo.

—¡Salvo! —gritó papá, y tuve miedo de que me diera un bofetón.

—No lo he robado —respondí.

El niño —no sé cómo se llamaba— se había quedado de piedra; miraba a Megatrón y ahora que estaba roto ya no lo quería. Entonces dijo con maldad:

—Me da igual, mi padre me comprará otro juguete.

Lo tiró al suelo y se fue.

Me había llamado ladrón, pero también había insultado a mi padre. Me volví a mirar a papá; creí que se habría enfadado, sin embargo sonreía. Los niños no pueden ofender a los mayores porque lo que dicen no llega hasta allá arriba.

—Has hecho bien —me dijo.

Recogí a Megatrón, que ahora volvía a ser Miércoles, y me lo enfilé en la goma del bañador, de costado. Me daba igual que fuera cojo.

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