La librería del señor Livingstone

Mónica Gutiérrez

Fragmento

Capítulo 1
1

Al señor Livingstone le parecía abominable que Roberta Twist hubiese bautizado a su único hijo, en la iglesia presbiteriana de St. Andrew, con el nombre de Oliver. Y no porque tuviese nada en contra de los feligreses presbiterianos, o contra la espantosa cúpula de St. Andrew, sino porque estaba convencido de que hacía falta mucha maldad para dejar abandonado en la puerta de su librería, de lunes a viernes, a un niño llamado Oliver Twist.

Edward Livingstone había perdido ya la cuenta de los años que hacía que era librero. No se trataba de una pasión vocacional, sino de una cuestión de supervivencia: el señor Livingstone entendía mejor los libros que a los seres humanos. Si bien esta última observación no era del todo cierta —incluso el librero más taimado tiene sus excepciones—, la vida en una librería consistía en muchos libros y pocos clientes.

Su librería ostentaba el orgulloso rótulo azul con letras blancas de MOONLIGHT BOOKS y ocupaba un viejo inmueble de dos plantas en una de las callecitas del barrio del Temple. Compartía su humilde ubicación con una zapatería masculina que había conocido tiempos mejores, allá por los años veinte del siglo pasado, y con un sastre tan anciano —extraordinariamente parecido a Mr. Magoo— que la mayoría de sus clientes ya no iban a precisar de sus servicios nunca más. Al señor Livingstone no le importaba la ubicación algo escondida de su librería, pues era un firme partidario de que las vidas sin una pizca de misterio no tienen interés.

Desde la calle, Moonlight Books era todo madera pintada de azul y pulcros escaparates. Tras los cristales enmarcados, una coreografía de novelas atraía la mirada de los transeúntes con mayor o menor éxito. No era el señor Livingstone quien se ocupaba del escaparatismo de su negocio, pero sí que solía dar el visto bueno, con un escueto gruñido, a los títulos que exhibía. La puerta de la librería, también de madera azul, tenía un curioso pomo en forma de pluma que los visitantes empujaban para entrar haciendo sonar unas campanillas de bienvenida de peculiar tañido.

A sus cuarenta y todos años, Edward Livingstone había ordenado su negocio según su propia filosofía de lectura: los clásicos en la planta inferior y los autores contemporáneos en el piso superior, junto a los libros de filosofía, viajes, mapas, teología, historia y otras disciplinas, de manera que ni siquiera los autores más modernos podían librarse de la atenta mirada de los Aristóteles, Plutarco, Tucídides, Voltaire, Rousseau o Kant, dignos guardianes de la modernidad. De suelos de madera pulida y quejumbrosa por los achaques de la edad, y paredes de un color olvidado —quizás violeta en sus buenos tiempos— tras las enormes estanterías repletas de libros, ambos pisos de la librería se comunicaban por una única escalera de caracol, cuyos escalones, también de madera, estaban regiamente escoltados por una hermosa barandilla negra de hierro forjado afiligranada con hermosas rosas y motivos vegetales labrados en el mismo metal. El señor Livingstone creía que para subir a disfrutar de los autores del piso de arriba era necesario haber leído gran parte de los de abajo, de ahí su peculiar distribución. Y sobre su extraordinaria barandilla modernista no solía hacer comentarios en voz alta pero, si los clientes observadores no se hubiesen extinguido en este siglo, sin duda no les habría pasado desapercibida la delicadísima caricia de la yema de los dedos del librero sobre su oscura superficie siempre que transitaba por aquella escalera prodigiosa.

Era necesario alzar la mirada hacia los cielos de la librería una noche estrellada para comprender el nombre con el que su propietario la había bautizado —en opinión del señor Livingstone con mejor criterio que el de la señora Twist para con su único hijo—. Coronaba majestuosa el alto techo de vigas de madera del segundo piso una respetable claraboya cristalina de forma piramidal. Durante el día apenas dejaba pasar la luz, a menudo lluviosa de las rutinas londinenses, pero si uno se tomaba la molestia de alzar la mirada en una noche clara y serena, tenía una panorámica hermosísima de los cielos estrellados con luna. Junto con la escalera de caracol, el propietario de Moonlight Books consideraba su claraboya como uno de sus bienes más preciados.

Edward Livingstone, que tenía cierto parentesco lejano con el médico, activista antiesclavista y explorador escocés que descubrió las cascadas del río Zambeze —bautizadas por él como «cataratas Victoria»—, había cambiado los mapas y los diarios de su victoriano antepasado por el papel mucho menos aventurero de sus libros preferidos. Como buen librero, su Mundo era su librería; su Estado, la lectura; y su Constitución, el índice alfabético de títulos y autores que había informatizado hacía unos años pese a que era capaz de encontrar de memoria cualquier ejemplar que el cliente le solicitase, incluso en el peor de sus días.

El día en el que Oliver Twist venció con su lógica aplastante de niño de ocho años el dogma laboral del señor Livingstone, hasta entonces inamovible, era martes. Atardecía con la acostumbrada rapidez de los noviembres londinenses, las luces de la librería ya estaban encendidas y había tres personas en la planta inferior curioseando las mesas de novedades. El suelo de madera vieja y pulida crujía bajo los pies de los visitantes de Moonlight Books y el excéntrico librero estaba más gruñón de lo que era habitual en él.

Aquella tarde, Edward Livingstone había subido y bajado la hermosa escalera de caracol las suficientes veces como para perder la cuenta y el resuello. Había estado colocando ejemplares recién llegados —las mañanas de los martes eran para los proveedores— y se sentía tan cansado que precisó sentarse un momento en uno de los sofás morados de la planta superior.

—Debería contratar a alguien para que le ayudase.

La vocecita sabihonda de Oliver Twist, que había acampado con su mochila y sus libros de astronomía en su rincón habitual, la sección de Historia, molestó al señor Livingstone.

—Y tú deberías irte a casa.

Oliver, que sabía que tenía pocas probabilidades de que su madre pasara a recogerle antes de la hora del cierre de la librería, se encogió de hombros y volvió a meter la nariz en un enorme tratado sobre las lunas de Júpiter. Estaba tan acostumbrado a la brusquedad de su anfitrión como este lo estaba a su presencia silenciosa en el piso de arriba.

Cada día, a la salida del colegio, se encontraba en la puerta con Clara, la interina de los Twist, que le entregaba la merienda y le acompañaba en silencio hasta Moonlight Books. Oliver no conocía con exactitud las obligaciones contractuales de Clara pero se hacía una idea bastante concisa de en qué no consistían: él. La empleada de sus padres procuraba cumplir con el trámite de deshacerse del engorro con la mayor rapidez y, a ser posible, en silencio. Oliver imaginaba que Clara le consideraba un paquete que debía entregar. Nadie en su sano juicio da conversación a los paquetes.

Al señor Livingstone no le caía especialmente mal Oliver. Pensaba que a menudo había dado muestras de un valioso sentido común —el mismo que escaseaba entre las decenas de personas que cruzaban cada día la puerta de su librería— y toleraba con paciencia sus manías de niño superdotado. Aunque estaba convencido del dudoso gusto de la señora Twist, por su contribución a exacerbar el odio de los escolares enemistados con Dickens desde su más tierna infancia —el señor Livingstone suponía que los hogares modernos estigmatizaban a Dickens y fomentaban la lectura de malignos autores afrancesados—, Roberta Twist era una abogada guapa como la Reina de las Nieves y con la misma predisposición que esta a dejar que su corazón congelado sintiese poca compasión por el abandono cotidiano de su hijo. Al librero no le importaba el cociente intelectual de Oliver e intentaba ignorar los dramas familiares que lo rodeaban, pero sabía apreciar en su justa medida las observaciones del chico.

Una vez, cuando Edward todavía creía posible que la presencia del chico en la sección de Historia fuese temporal, le preguntó por qué pasaba allí las tardes.

—¿No prefieres jugar al quidditch con tus amigos?

—No tengo amigos —le había contestado sentado en el suelo, entre un montón de libros.

—No es necesario que sean tus amigos para jugar con ellos —rectificó el señor Livingstone, consciente de que su agenda de amistades tampoco rebosaba nombres.

—Me gusta estar aquí.

Esa misma tarde, el librero volvió a llamar la atención de la señora Twist.

—Esto no es una guardería, no puede dejar aquí a su hijo cada tarde.

—Ya le dije que me indicase un precio por hora —contestó muy digna la Reina de las Nieves con el maletín en una mano y el teléfono móvil en la otra.

La abogada, fiel al principio de que todo tiene un precio en este mundo, era incapaz de comprender que Moonlight Books se hallara al margen de cualquier dicho costumbrista.

—Esto es una librería. No cobramos por aparcar niños.

—Oliver es un cliente. No ensucia, no molesta, no muerde —resumió antes de salir a toda prisa por la puerta.

Su hijo se había encogido de hombros y la había seguido con las orejas coloradas por la vergüenza. Al día siguiente le había contado al señor Livingstone que la idea de pasar las tardes en Moonlight Books había sido suya, en contra de la opinión de sus padres.

—Me apuntaron a un montón de actividades extraescolares, pero ninguna me gustaba. Conseguí que me echasen de todas.

—¿Cómo?

—Fingiendo que me quedaba dormido en sus clases. Los psicólogos desaconsejan a los padres que obliguen a sus hijos a realizar actividades académicas que no deseen. Y solo me interesa investigar el espacio.

Edward, que había perdido la fe en las teorías psicopedagógicas muchos años atrás, no quiso indagar en la veracidad de la explicación. Pero sintió curiosidad por saber por qué había elegido su librería.

—No tengo demasiados libros sobre astronomía.

—Pero desde aquí pueden verse las estrellas cuando anochece —le había contestado Oliver.

No podía culpar al chico de sentirse a gusto en el único lugar del mundo que él también consideraba un refugio.

Aunque no fue esa verdad la que disuadió al señor Livingstone de seguir protestando por las horas que pasaba Oliver en su librería —protestas a las que Roberta Twist no hacía el menor caso—, ni que su presencia pasase desapercibida a los demás clientes. Tampoco fue su respetuoso amor por los libros o su admiración por la claraboya piramidal o porque se ganase la simpatía del librero. Oliver Twist pasó a formar parte del rincón sur del piso superior de Moonlight Books por la fuerza de la costumbre. Acampaba allí todas las tardes después del colegio, se sentaba en el viejo suelo de madera, sacaba sus tesoros de la mochila (mapas celestes antiguos, sextantes, libros, papel y lápices de colores) y se sumergía feliz en la inmensidad del universo. Tantos días repitió su ceremonial de astronauta libresco que se integró en la memoria cotidiana del señor Livingstone, hasta que fue consciente de que lo echaba de menos la semana en la que una gripe lo retuvo en su casa.

Edward sintió sus lumbares doloridas, movió los pies para comprobar que sus piernas conservaban todavía un leve temblor por el esfuerzo y maldijo en silencio la decrepitud que acompañaba a los viejos libreros. Quizás sí que había llegado la hora de contratar a alguien más joven que le echase una mano con los pedidos y con el transporte de libros por los peldaños de su orgullosa escalera de caracol.

—Espero que no te estés refiriendo a ti mismo —interpeló el señor Livingstone a su inquilino cuando este le sugirió la idea.

—No. Necesito todo mi tiempo para convertirme en...

—... en el astronauta más joven del mundo. Sí, ya lo sé.

—Contrate a un universitario. Son fuertes y no les importa trabajar a tiempo parcial.

—No tengo por costumbre seguir los consejos de un mocoso de seis años.

—Tengo ocho años, dos meses y tres semanas.

—Lo que sea —gruñó el señor Livingstone leyendo el título del libro que sostenía su interlocutor—. Esta librería la gestiono yo, no los niños astronautas de las lunas de Júpiter.

Si fuese posible que el sonido de unas campanillas resultase lúgubre al espíritu, ese sería sin duda el de la puerta de Moonlight Books. Su tañido anunció la llegada de nuevos clientes, o la salida de alguno de los que estaban dentro, y Edward Livingstone supo que debía bajar y atender la caja registradora.

—Que conste —dijo el librero cuando todos los huesos de su columna crujieron al ponerse en pie— que si contrato a alguien a tiempo parcial para que me ayude no será porque lo hayas decidido tú, sino el peso abrumador de las nuevas ediciones de los atlas geográficos que me he visto obligado a arrastrar hasta aquí arriba durante toda la tarde.

Edward bajó de nuevo sus apreciadas escaleras, comprobó que todo seguía en orden —tiempo atrás había dispuesto que los acontecimientos ocurrieran solamente los jueves— y contempló con anhelo su mesa especial. Solo una excepción a sus queridos clásicos albergaba la planta baja de Moonlight Books: los libros ilustrados, la pequeña y colorida debilidad del señor Livingstone. No podía evitar, pese a sus muchos años de explorador literario y sabio (o quizás precisamente por ello), caer rendido ante las páginas bellamente ilustradas de cualquier ejemplar con el que tropezase, ya fuese en un catálogo con las novedades de una editorial o durante el descubrimiento —siempre asombroso, como el del doctor Livingstone original— de una rara antigüedad. Las novísimas y hermosas ediciones de Benjamin Lacombe, Tim Burton, Iban Barrenetxea, Sara Morante, Charlotte Voake, Stephen Biesty o Quentin Blake compartían felizmente una enorme mesa de pisos con ediciones bien conservadas de las láminas de Maurice Sendak, George Barbier, Alphonse Mucha, ToulouseLautrec o Gustave Doré. Pese a la férrea disciplina y orden a la que el señor Livingstone sometía a sus queridos libros, era esta zona ilustrada la más asilvestrada y salvaje, muchas veces tierra de nadie y de todos, encuentro de pintores, dibujantes, grabadores, publicistas, diseñadores y demás ilustrísimos (e ilustradísimos) habitantes del pincel.

Remataba la mesa de estos tesoros un pequeño pedestal sobre el que reposaba una vitrina suavemente iluminada. En su interior, el señor Livingstone había depositado, abierto, el diario original de su antepasado explorador: Observaciones cartográficas, zoológicas, botánicas y geológicas del sur de África (1849-1851). Se trataba del cuaderno manuscrito del doctor David Livingstone, que el librero había heredado de una tía soltera hacía unos diez años. Pese a que Edward mostraba su histórica reliquia familiar sin más alardes que aquella pequeña vitrina, quienes le conocían sabían lo mucho que la tenía en estima. Su celo en el cuidado del manuscrito era tal que ni siquiera había accedido a enseñárselo a Oliver, pese a las protestas del chico, porque la altura de la vitrina no le dejaba contemplar la maravilla del explorador.

Quizás por esa pequeña isla anárquica entre los mares disciplinados de su bien ordenada librería, o quizás porque nunca había ganado el Premio Scrooge al librero más gruñón del año pese a haber estado nominado en tres ocasiones, el señor Livingstone no tardó en suavizar su ceño arrugado y saltarse sus principios sobre no hacer caso de los buenos consejos de un niño. Esa misma tarde colgó un cartel en la puerta de Moonlight Books: SE NECESITA AYUDANTE.

Capítulo 2
2

Agnes Martí soltó un doloroso quejido cuando consultó por internet el saldo de su cuenta bancaria. Llevaba tres meses en Londres y no había conseguido el trabajo digno que se prometió cuando bajó del avión.

—Me voy —les había dicho a sus padres antes de dejar su Barcelona natal—. Estoy harta de tanta precariedad, de tanto recorte en investigación y de tener trabajo solo cuatro meses al año. Me he cansado de las excavaciones de primavera y de mendigar con mi currículo por las calles de esta ciudad inclemente.

Sus padres, que parecían más tristes que impresionados por su heroico discurso, asintieron sin convencimiento. No estaban seguros de encontrarse preparados para afrontar el síndrome del nido vacío con el que tanto les había amenazado una tía psicóloga.

—¿Qué quieres hacer allí? —preguntó su madre.

—Me gustaría trabajar en un museo. De los grandes. En el British Museum.

Agnes pronunció las dos últimas palabras en voz muy bajita. Le parecía una osadía pensar siquiera en el British Museum porque ella nunca había sido de las que sueñan en pantalla grande y a todo color. Pero, quizás, si se atrevía a verbalizar sus más alocados deseos, encontraría el coraje necesario para luchar por ellos. No es que Agnes fuese una incondicional de la filosofía new age, pero todos los seres humanos necesitan alguna vez creer en la bondad de sus destinos.

Fue el paisaje crepuscular de las suaves ondulaciones de Oxirrinco, durante las excavaciones de primavera, el que le había inspirado la idea de emigrar a Londres en busca de nuevas oportunidades profesionales. Agnes era licenciada en Arqueología y desde hacía cinco años trabajaba, en períodos temporales discontinuos, en el yacimiento que dirigía el profesor Josep Padró. Oxirrinco, o El-Bahnasa, situada al sudoeste de El Cairo, había sido la ciudad de Per-Medyed del Alto Egipto, un enclave cultural y comercial esplendoroso en la época helenística y un rincón abandonado tras la invasión árabe del siglo VII. Desde finales del siglo XX, la Universitat de Barcelona, la Societat Catalana d’Egiptologia y el Servicio de Antigüedades de Egipto lideraban un proyecto de investigación histórico-arqueológica de la zona. Sus yacimientos, la conservación de las estructuras recuperadas, sus nuevos descubrimientos arqueológicos y la investigación sobre la época helenística en el Antiguo Egipto eran los cantos de sirena que cautivaban a Agnes cada año. Con la caída del sol, terminada su jornada, la arqueóloga paseaba por las hermosas ruinas observando los colores únicos de África en el suave asentarse del polvo sobre los perfiles de la excavación. Le gustaba imaginar que Flinders Petrie había caminado por esos mismos senderos de tierra y piedra en los años veinte del siglo anterior.

Resultaba sencillo dejarse llevar por el romanticismo de la arqueología, por el compañerismo de los investigadores y el entusiasmo de su profesor. Pero cada verano, cuando se suspendían los trabajos de campo y Agnes volvía a Barcelona, surgía inevitable el choque con su insatisfactoria realidad: había perfeccionado su dominio del idioma inglés, pero seguía sin tener un trabajo estable, vivía con sus padres y todos sus amigos arqueólogos se habían marchado del país o malvivían de contratos basura. Resistía la tentación de dedicarse a la enseñanza porque tenía miedo de sucumbir a la claustrofobia de las aulas y engañaba su desazón estival redactando trabajos de investigación sobre los progresos en Oxirrinco. Hasta la fecha había publicado tres, uno de ellos reconocido por el doctor Josep Padró y otros arqueólogos de prestigio. Sabía que era insuficiente para abrirle las puertas del British, pero se habría odiado a sí misma si no lo hubiese intentado.

Desde que se había mudado a Londres, había exprimido sus contactos hasta el punto de volverse insoportable, conocía de memoria la dirección de media docena de agencias de trabajo de la ciudad y había entregado personalmente su currículo en todos los museos que visitaba. Nadie parecía necesitar a una arqueóloga de la antigüedad. Ni siquiera en los rincones más insospechados de los reputados templos sagrados de los ingleses.

—No tenemos excavaciones en Stratford-upon-Avon —le dijo, muy seria, la señora de pelo blanco y gafas de concha que había tenido la amable deferencia de leerse sus referencias en la segunda planta de la British Library.

—No tiene por qué ser una excavación.

—Discúlpeme, pero no entiendo por qué quiere trabajar con nosotros. Sabe que esto es The Shakespeare Society, ¿verdad?

—Quizás necesiten desenterrar algún manuscrito. O comprobar su antigüedad.

—Trabajamos con lingüistas y demás seres extraños, no con arqueólogos.

—Tendrán historiadores.

—Debería comprobarlo en los anales —se rio la señora de su propio ingenio.

—Los arqueólogos son historiadores que se ensucian más las manos.

—Pues como no sea con el polvo de los libros...

—Podría limpiarlos.

Fue en ese preciso instante cuando Agnes Martí tomó consciencia de que la desesperación y la tristeza habían empezado a hacerla enloquecer.

Abandonó trágicamente a la señora de pelo blanco y con gafas de concha —muchas Julietas habrían admirado su dramática salida de escena— y dejó que sus pasos la llevaran hasta la estación de tren de Saint Pancras. Agnes no sentía una especial inclinación por las estaciones ferroviarias pero Saint Pancras, con su ladrillo bermellón, sus arcos ojivales y su bellísima estructura, le había robado su corazón de desemp

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos