La isla de las tribus perdidas

Ignacio Padilla

Fragmento

Proemio

Manual de supervivencia para náufragos

DE ESPALDAS AL MAR

América Latina y el mar crecieron juntos pero contrapuestos. Este inmenso territorio del Extremo Occidente acabó de nacer con la violenta fusión de grandes navegantes en decadencia y comunidades prehispánicas aferradas a tierra firme, desavenidas con las aguas. El parto americano fue apurado por europeos que se perdieron, naufragaron entre sargazos y desmantelaron sus naves, belicosos conquistadores que se llevaron en barcos a sus cautivos para devolver después a otros no menos felices. De España y Portugal desembarcaron enjundiosos marineros que no tardarían en padecer ellos mismos la derrota de su gran imperio naval: su quimera de armadas invencibles desarboladas por piratas ingleses, corsarios argelinos o armadas turquescas. Desde el navegante ibérico hasta el esclavo africano, entre el comerciante chino y el fugitivo de guerras o hambrunas europeas, América Latina recibió del mar su sangre, y con ella comenzó también la metástesis de una proverbial hostilidad oceánica.

El mar le duele a América Latina como le duele su atribulada gestación. Con raras excepciones en ciertas gestas militares y literarias de nuestro extremo meridional, los países de la América hispana medraron de espaldas al mar. Aún ahora es habitual que el pensamiento identitario americano inquiera en qué momento naciones con tanto y tan generoso litoral renegaron de sus aguas, cuándo se enemistaron con un mar vesánico que se empeña en recordarnos que seremos siempre, mal de nuestro grado, hijos díscolos de las aguas, rehenes de las tormentas.

Poco, que yo sepa, se ha avanzado en el desentrañamiento de las razones de este enigmático divorcio entre América Latina y el mar. Durante años, historiadores, antropólogos y sociólogos se han dado de bruces contra este muro de agua, y al cabo han optado por no penetrarlo. Más aguerrida, la literatura tendría que haberse hecho cargo de tal misterio. Hoy por hoy, cuando se pondera la importancia del discurso literario para comprender ciertos fenómenos históricos y sociales, la ciudad letrada americana tendría que haber articulado lo que las ciencias humanas no consiguieron, esto es, hallar la cuadratura de nuestro gatuperio marítimo. A ojo de águila, no ha sido así: diríase que ni siquiera nuestras artes se han ocupado mayormente del dilema marino del latinoamericano. O tal vez sí, aunque no con suficiente ahínco.

A estas dudas sobre el desencuentro de América Latina y su mar añado otras no menos inquietantes: ¿dónde está el mar en nuestra literatura?, ¿dónde las obras que ilustren e iluminen nuestro conflicto oceánico? En un texto reciente intitulado «El mar y la novela en castellano» (2008), el narrador colombiano Juan Carlos Botero acicatea esta batería de preguntas con una aseveración del crítico español Rafael Conte, para quien «el mar es el gran huérfano de la novela en español». El autor subraya primero que nuestra poesía no cumple con esta ausencia literaria del mar, pero reconoce enseguida que la narrativa de América Latina, más aún que la peninsular, carece de escritores y obras marinas importantes. Para Botero, autores visiblemente implicados con el mar, como sus compatriotas Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, son excepciones a la regla, o en el peor de los casos, autores para quienes el mar es meramente decorativo. «De hecho —sentencia el escritor— el mar en la prosa en castellano se asemeja al océano que se roban las potencias extranjeras en El otoño del patriarca: un vacío inmenso.»

Los argumentos de Botero parecerán razonables a cualquiera que conozca nuestra literatura, y no menos a quienes nacimos y medramos en este territorio. Creo, no obstante, que es preciso matizar esta línea de pensamiento. De un tiempo a esta parte he vuelto a la narrativa latinoamericana para ahondar en el vacío marítimo en el que tanto se insiste, y he notado con sorpresa dos cosas: primero, que la ausencia del mar en la cultura de América Latina es más elocuente de lo que parece, y segundo, que no es tan radical como aparenta. Hoy me atrevo a afirmar que Botero subraya sin notarlo una paradoja que es también un argumento infalible contra su tesis: en definitiva, hay mucho mar y mucha agua en la narrativa latinoamericana, pero su lejanía, su hostilidad y el prosaísmo de su furia lo hacen invisible sólo en apariencia. Como el diablo de Baudelaire, el mar en la narrativa y en la historiografía de América Latina tiene la asombrosa capacidad de hacernos creer que no existe. Este libro pretende lidiar con esa aparente invisibilidad, luego defenestrarla y finalmente acometerla con la intención de obtener de ella alguna luz sobre las razones de nuestro secular diferendo con el mar.

No es menester mucho esfuerzo para detectar en la narrativa y en la historia latinoamericanas una cantidad ingente de ríos, océanos, naufragios, monstruos marinos e islas. Por otra parte, basta mirar todos estos elementos con cuidado para entender que, más que una indagación sobre los motivos de nuestro disenso con el mar, la literatura y la historiografía de América Latina son su ilustración: nuestros relatos reales o imaginarios son la constatación de la enigmática negativa de un pueblo a congraciarse con las aguas que le bañan y le alimentan. En concreto, el canon narrativo latinoamericano retrata nuestra conflictiva relación con el océano: todos la reconocen de manera implícita aunque pocos se atrevan a indagar abiertamente en ella. José Revueltas escribió alguna obra feliz e ignorada donde los personajes son tragados por las aguas como habría hecho la selva con los peregrinos de José Eustasio Rivera, el llano con los de Rulfo, el desierto con los de Augusto Roa Bastos o la ciudad con los de Carlos Fuentes. Pero hay mucho más: mientras los autores británicos y portugueses recuperan con paciencia el idilio de sus tribus con el mar, en América Latina se lucha todavía contra los monstruos oceánicos de la historia y contra las tempestades del desamor entre el ser continental americano y su vasto océano. Cierto, abundan también en nuestros fueros los narradores pelágicos, pero su visión del mar y de las aguas interiores o superiores es infinitamente distinta de la de nuestros modelos europeos. A los grandes cronistas y poetas del mar americano, se añaden acá numerosos novelistas y cuentistas que han recuperado y reinventado para ciertas páginas dichosas la tradición de lo sublime marino, aquella que en su momento habrían detonado Álvar Núñez Cabeza de Vaca o Bernal Díaz del Castillo: el naufragio, la tempestad, el barco y la isla son en sus relatos ilustración de nuestro gran fracaso continental, una zozobra que es en el fondo sinécdoque de la que viene padeciendo el género humano desde el Diluvio Universal.

Apoyados en una más generosa tradición poética, los narradores latinoamericanos han construido con paciencia una obra que habla de un pueblo vomitado, rechazado, aislado y regurgitado por las monstruosas aguas que lo rodean. Ahogada o sumergida, la humanidad entera es, bajo la lupa de las letras y la

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