Desde el país de nunca jamás

Alma Guillermoprieto

Fragmento

Índice

Índice

Cubierta

Desde el país de nunca jamás

Prefacio

Primera parte. 1980-1990

Los cuerpos arrojados en el mar de lava salvadoreño ponen de manifiesto la violencia sobre los civil

Los militares mantienen un frágil control en el pueblo de Perquín

Los campesinos salvadoreños describen los asesinatos en masa .

Detrás de las líneas en El Salvador

Los rebeldes luchan contra el atraso de los campesinos

Internacionalistas, en el corazón del conflicto

Dificultades para los cubanos de la «Flotilla de la Libertad» de 1980

Menudo

Segunda parte. 1991-2000

Carta de Río

Comment

Cuesta abajo por el sendero luminoso

Obsesión en Río

La amarga educación de Mario Vargas Llosa

Guerra de sombras

Evita

El acertijo de Raúl

Una visita a La Habana

Amor y miseria en Cuba

Fidel al anochecer

El último de los placeres

Tercera parte. 2001-2010

Un centenar de mujeres

El mañanero

Las luchadoras bolivianas

Días de muertos

Biografía

Notas

Créditos

Acerca de Random House Mondadori

Prefacio

Prefacio

Entre las cosas que nunca me propuse: ser reportera; pasar una vida completa recorriendo el tremebundo hemisferio latinoamericano; vivir sin sosiego; padecer —no meses, sino años eternos— el calor del trópico al que soy tan poco afín; considerarme escritora; encontrarme frente a esta acumulación enorme de artículos viejos y recientes y reconocer que, sin querer queriendo, a tontas y a locas y muchas veces a salto de mata, los escribí yo.

Todo ha sido un accidente que empezó, tal vez, a los veinte años, cuando me rechazaron en una compañía de danza en Nueva York. Por despecho, acepté entonces una invitación de las Escuelas Nacionales de Arte en La Habana para ir a dar clases de danza contemporánea.

Hasta ese momento mi vida se enmarcaba en la rutina dura, absorbente, y maravillosamente predecible de la danza. Vivía en Nueva York, trabajaba de mesera, y todas las tardes asistía a un estudio a tomar las clases de las que dependen los bailarines para habilitar y perfeccionar la escritura que hacen con el cuerpo. Con suerte, hay también ensayos con algún coreógrafo. Con suerte, hay presentaciones ante un público grande, o de diez personas. Con suerte hay aplausos sinceros. Pero lo real, el sustento, el pan de una vida en la danza es la clase diaria, con su horario puntual, sus ejercicios repetidos como oraciones, su sudor y su éxtasis. Pero en fin… divago. Quise entrar a la compañía de una coreógrafa a la que idolatraba, no me aceptó. Me ofrecieron una plaza en el lugar que menos me hubiera podido interesar en todo el mundo, me pareció un buen lugar para esconder mi humillación, y aterricé en una Cuba aún en plena efervescencia revolucionaria. Nunca volví a ser la misma. Tampoco volví a bailar. La fe revolucionaria es dura, y exige sacrificios absolutos: la danza me pareció de repente una disciplina frívola.

Ocho años más tarde, estalló una revolución en un país tan pequeño y pobre que cuando se me ocurrió contar, descubrí que tenía apenas dos millones y medio de habitantes y diez elevadores. Un país chiquito y un dictador de caricatura, y sin embargo la lucha del Frente Sandinista de Liberación Nacional contra la dinastía de los Somoza fijó los ojos del mundo en Nicaragua durante algunos meses fugaces y emocionantes como pocos en el desdichado siglo XX. En el remolino de esos días hasta yo fui a parar a Managua, ansiosa por presenciar un nacimiento tan portentoso. Hasta ese momento jamás se me había ocurrido escribir un reportaje, pero me pagó los gastos del viaje un pequeño medio de gran prestigio por aquel entonces, Latin American Newsletters, que se editaba en Londres. Por casualidad, por desgracia, por accidente, por suerte, conocía a uno de los editores desde hacía algún tiempo, y él había intentado convencerme un par de veces de que me vendría bien ser reportera. Estalló la revolución en un país del que nadie había oído hablar, faltaron corresponsales, y ahí fui a dar. Así comenzó este libro.

Quien merodee por los textos que lo componen razonablemente preguntará cuál es el tema central de tamaña colección. Y en realidad, aparte de tratarse de textos de una misma autora, y sobre una misma región, que es América Latina, no salta a la vista su coherencia. Pero si bien en el momento de estar haciendo un reportaje rara vez tuve conciencia de tener propósito alguno, salvo el de entregar a tiempo, a la distancia puedo ver cómo fueron cambiando mis preocupaciones. No aparecen las notas que escribí desde Nicaragua porque mi falta de oficio es, quizá, demasiado transparente en esos textos. Dos años más tarde, logrado el derrocamiento de Anastasio Somoza, la atención de la prensa se volvió hacia El Salvador, en donde una serie de grupos guerrilleros se consolidaba bajo un solo mando colectivo y se preparaba para imitar a los Sandinistas. Lo que fue desde un inicio un conflicto más complejo —regido absolutamente por los juegos de ajedrez de la Guerra Fría, a diferencia de la insurrección primera en Nicaragua— fue también un laboratorio incomprensible de la crueldad humana.

Es necesario en este punto una pequeña explicación histórica. El artículo «Los campesinos salvadoreños describen los asesinatos en masa» narra la masacre más grande, hasta donde sé, cometida en América Latina durante el siglo XX. El asesinato de cerca de ochocientos hombres, mujeres y niños en el remoto caserío de El Mozote fue realizado por el Batallón Atlacatl —tropa élite antiguerrilla del ejército salvadoreño— que en ese entonces recibía equipo, asesoría y entrenamiento del gobierno de Estados Unidos. Los asesores estadounidenses que supervisaban al Atlacatl no planearon la matanza, pero esta ocurrió, como dicen en Washington, bajo su guardia.

Conscientes de que los gobernantes salvadoreños que apoyaba la Administración Reagan eran, algunos más, otros menos, criminales, el Congreso de Estados Unidos exigía el derecho de certificar que las juntas militares salvadoreñas presentaban avances en su respeto por los derechos humanos antes de liberar los fondos necesarios para sostener la guerra. Era un ejercicio que no por ser hipócrita dejaba de ser arisco: demócratas y republicanos lo utilizaban para lucirse ante el palco, sin dejar de autorizar un solo cheque a la cuenta de los matones. En enero de 1982, durante los más álgidos debates en el Congreso sobre los crímenes de guerra del gobierno salvadoreño, mi amigo y colega del New York Times, Ray Bonner, me avisó que la guerrilla salvadoreña lo había invitado a entrar a su zona de control en la provincia de Morazán, frontera con Honduras. En ese momento, aunque trabajaba sin contrato y me pagaban centavos por palabra, yo era de hecho la encargada de la cobertura de Centroamérica para el Washington Post. Moví cielo y tierra para obtener mi propia invitación, y cinco días más tarde logré entrar. El artículo narra lo que encontré.

La publicación simultánea de dos artículos paralelos sobre la masacre en las páginas de los dos diarios más importantes de Estados Unidos enfureció a la administración Reagan. Una ofensiva de contrainformación logró aplastar el escándalo que tendría que haberse dado. Tampoco entraron más periodistas a la zona del crimen. Para llegar a El Mozote había que hacer un recorrido sumamente arduo, penoso tanto para los viajeros como para sus escoltas guerrilleros, y la comandancia no volvió a gastar recursos en otro viaje parecido. La noticia de la masacre pasó casi inadvertida en El Salvador, y una generación completa creció sin enterarse de lo que ocurrió en una zona aislada por la geografía y por la ferocidad de la guerra.

No fue sino hasta diez años después que, como parte de los acuerdos de paz entre la guerrilla y el gobierno salvadoreño, se autorizó una excavación forense en la zona de la masacre. El legendario Equipo Argentino de Antropología Forense comprobó cuán exactos habían sido los artículos de Ray Bonner y los míos. Lo digo no con orgullo sino todavía con asco y rabia. Con tristeza también tengo que decir que cuando quise encontrar un editor latinoamericano para el implacable reportaje sobre la masacre que escribió Mark Danner para la revista The New Yorker en 1993, no hubo quien quisiera publicarlo. «Es que Centroamérica ya no le interesa a nadie», me aclaró un editor mexicano. Y tenía razón.

Salí de El Salvador marcada por la necesidad de entender la violencia —y la indiferencia ciudadana ante ella— que parecía ser nuestro sino como latinoamericanos. Es uno de los temas constantes de este libro, y el que predomina en la primera parte.

Para los escritores no hay experiencia inútil. A partir de 1986 estuve a cargo de la corresponsalía para Sudamérica de la revista Newsweek: fue la última, y casi la única vez, que tuve un empleo fijo, y en su momento lo único que agradecí fue la oportunidad que me dio la revista de comprobar que las oficinas y el manejo de personal no son lo mío. Además, terminadas las dictaduras y las grandes revoluciones latinoamericanas, el público estadounidense fue perdiendo cada vez más el interés por la región; Newsweek, que se guiaba por las encuestas para elegir sus notas, publicó muy poco de lo que escribí para ellos. Renuncié el día que cumplí dos años en el puesto.

Pero ahora agradezco de corazón los infinitos viajes que hice por cuenta de la revista, porque sin darme cuenta, aproveché cada minuto. Al momento de renunciar había adquirido un continente entero, y una visión de América Latina como un inmenso país unido por mucho más que su idioma y sus usos y costumbres, sus ciclos caudillescos y dictatoriales, la afición de sus mujeres por hacerse pasar por rubias, y la de sus hombres por ser conocidos como «licenciado» o «doctor». En la década de los ochenta, específicamente, los latinoamericanos vivimos los trabajos, las esperanzas, y también las desilusiones del retorno a la democracia en todas las antiguas dictaduras. Padecimos también las múltiples crisis monetarias y los desfalcos catastróficos en las economías de la región. Y sufrimos, en conjunto y como individuos, la infinita soledad. Una región que había sido por milenios campesina se consolidó en unas cuantas décadas como urbana, y, amén de la pobreza, la devastación cultural de este cambio dejó a los nuevos habitantes de las ciudades aislados de sus familias, atrapados en vastas extensiones de grisura y fealdad, huérfanos de identidad y a la merced de dos grandes fuerzas: el fanatismo de movimientos como Sendero Luminoso, y el consumismo depredador. La segunda parte de esta antología narra los sueños y padecimientos de los nuevos ciudadanos latinoamericanos bajo las condiciones de una modernidad que nunca acaba de llegar.

No todas son tragedias, por cierto. O si lo son, son tragedias montadas con una desfachatez moral tan grande que terminan en una especie de hilaridad. Pongo «El acertijo de Raúl» como ejemplo. Por último, hay una trilogía sobre Cuba y la gigantesca presencia de Fidel Castro, el político más decimonónico del hemisferio, y paradójicamente el que nos inspiró los sueños más fogosos de revolución y modernidad. De alguna manera, esta colección es la crónica de mi relación cambiante con el mito de Fidel, pero en estos tres artículos esa relación es explícita.

Durante la mayor parte de las tres décadas que abarca este libro escribí —a pesar de los hechos sangrientos y la maldad lacerante de tantos protagonistas de nuestra historia reciente— con una especie de optimismo sombrío. Latinoamérica fue siempre mi continente de la esperanza. Recuerdo que, a mediados de los ochenta, agobiada por tanta sangre y tanta dureza, salí de Centroamérica y pasé un año en Europa. Recorrí fascinada sus calles y monumentos, comí bacalao con patatas y no arroz con frijoles, soñé con quedarme en una región sin alacranes, hambrunas, ni gobernantes asesinos, y regresé a casa al año cumplido, convencida de que en Europa estaba todo hecho y en América Latina estaba todo por hacer. En efecto, mirando las estadísticas, hay un enorme movimiento hacia delante en estos años: sobreviven más niños al trauma del parto, mueren los adultos a una edad cada vez mayor y viven más sanos, tiene ya acceso al alfabeto y a la electricidad la inmensa mayoría de la población. Hubo, incluso, un momento en que se dieron elecciones presidenciales más o menos libres y más o menos en orden en todos los países de la región (salvo Cuba, claro), y apareció en embrión un ser participativo y ciudadano que permitió soñar con la llegada —dos siglos después de la independencia, cinco después de una colonización traumática— de la anhelada democracia. Fueron años en que me pareció posible escribir una columna gastronómica («El último de los placeres») y sembrar un jardín.

Escribo esto al 1 de enero del 2011. En el 2010 asesinaron a diez periodistas en México y nueve en Honduras, todos en relación al narcotráfico. En agosto del año pasado setenta y dos emigrantes que viajaban juntos por México con la esperanza de cruzar la frontera de Estados Unidos fueron secuestrados y asesinados por alguno de los grupos que viven del narcotráfico. En Perú reaparece un grupo de senderistas, y sobrevive gracias a las rentas que le proporciona el cultivo ilegal de la coca. En Río de Janeiro quien recorra las favelas se encontrará con niños de diez o doce años con ametralladora, haciendo guardia frente a los territorios de los jefes del tráfico. En el continente entero es raro el gobierno que no cuente con algún alto personaje ligado directamente al tráfico ilegal de drogas. En Guatemala y El Salvador los herederos de los que hicieron las guerras de los años ochenta luchan ahora a sueldo del narcotráfico, armados hasta los dientes. En la frontera norte de México, y también en la frontera sur, son cientos —o tal vez miles— los muchachos que ejecutan las tareas macabras dictadas por los dueños de la droga. Si la esperanza es una piel que nos recubre y nos protege del terror de la muerte y el vacío existencial, los empleados del negocio han sido desollados. No es por accidente que entre las diversiones inventadas por los sicarios del narcotráfico una sea la de arrancarle la piel en vivo a sus víctimas. En el Gran Guiñol de la violencia que ha generado la prohibición de las drogas y su consumo, todo es metáfora, y todo cadáver es autorretrato.

La corrupción generada en los estados latinoamericanos por el dinero del narcotráfico difícilmente se podrá sanear en las décadas venideras, aun suponiendo que se legalizaran mañana todas las sustancias prohibidas. Ni, legalizando, se resolvería el problema de los cientos de miles de jóvenes que hoy día conocen un solo oficio, que es el de la violencia. La guerra que se inventó Richard Nixon contra unas plantas y alguno que otro producto de laboratorio lleva ya cuarenta años generando muerte y destrucción, y los alegres consumidores de fin de semana —quienes constituyen el grueso del mercado— llevan también sus décadas adquiriendo productos que les llegan coagulados de sangre. La legalización del consumo y la producción de todas las sustancias que actúan sobre el ánimo y la percepción resulta imprescindible, pero tendría que ser mundial, y desde ya llegará tarde, si es que llega, pues es difícil que todos los países miembros de las Naciones Unidas aprueben la medida. (Es mucho más fácil concebir un cambio en la legislación de Estados Unidos o Francia que en la de China, por ejemplo.)

Mientras tanto, la cultura se transforma. No solo están los famosos narcocorridos y los menos conocidos homevideo. Están la religión, la moda, la conversación (pues últimamente en México hacemos esfuerzos por hablar de otra cosa) el arte y, sobre todo, la política, todos terrenos marcados por los valores del narcotráfico, entre los cuales destacan el machismo y el consumismo desaforado. El trabajo que tenemos por delante los reporteros será cada vez más arduo, y ante semejante panorama cuesta trabajo ser optimista o, incluso, no desesperarse.

Y sin embargo nunca, en estos años de esfuerzo, se me ha ocurrido nada mejor que hacer que lo que hago, ni escribir otra cosa que lo que me ha dictado incansablemente la curiosidad por la gente de un continente-país que es el mío. Me gusta por echao p’alante, fibrudo, y tesonero, y también por impredecible y surrealista. Agradezco la visión de dos arco iris enlazados en las alturas de los Andes colombianos, y, en el altiplano boliviano, la fulgurante rebanada de luna que se reflejó una noche en el vasto espejo cristalino del salar de Uyuni. Agradezco la sed devoradora que sentí en una larga y precaria caminata por las serranías de El Salvador, porque nunca antes ni después el agua me supo como la que bebí al final de esa jornada. Agradezco la bendición que me echó Celina Andrea da Silva, mae-de-santo umbandera en una mágica favela de Río de Janeiro. Agradezco también el saludo que envió un grupo de indígenas zapatistas a sus hermanos campesinos e indígenas allá donde yo les había contado que vivía: la ciudad de Nueva York. Son regalos de un oficio generoso.

Evidentemente, ni una de las notas de las que aparecen aquí hubiera existido de no ser por sus protagonistas. A pesar de las situaciones límite en que tantos se encontraban, a pesar de su prisa o fastidio, o de la mala leche con que yo preguntaba, todos aceptaron contestar mis preguntas tontas o maliciosas, aburridas o insistentes, y me brindaron su confianza. No tengo palabras para agradecerles. Tampoco hubiera logrado escribir ni el primer párrafo de la primera nota sin los colegas que me acompañaron y educaron en cada país y a lo largo de cada historia, y que tantas veces compartieron información que los exponía al riesgo. Son muchas las ciudades en las que tengo amigos a quienes les debo compañía, horas de risa, calor y afecto, sin cuya ayuda nada hubiera podido ser. Reflexiono ahora que, salvo esta presentación y «El último de los placeres», todos los textos de esta antología los escribí en inglés, y aprovecho para agradecer a la siempre audaz Margarita Valencia por el acto de magia que los transformó al español.

Pero al contemplar treinta años de trabajo me parece que es hora de agradecer a los responsables directos de que existan estos textos. A John Rettie (1925-2009), de Latin America Newsletters, quien me convenció de la bondad del oficio de reportear. A Karen de Young, que me convidó a escribir para el Washington Post, y a Howard Simons (1929-1989), que desde la subdirección de ese diario me defendió a la hora de los cocolazos. A Bob Gottlieb, que me llevó al New Yorker y me dio en sus páginas la libertad que anhelaba, y a John Bennett, mi editor de siempre en esa revista, que me enseñó a reírme de mí misma y así, a ser escritora. A Luis Miguel Aguilar, que aceptó la idea de una columna gastronómica en la muy seria revista Nexos. A Bob Silvers, de The New York Review, quien desde esa trinchera defiende con pasión feroz la idea de la escritura como pensamiento y el pensamiento como obligación moral. Y por último, a Miguel Aguilar, que se encargó de editar este libro, y a Claudio López de Lamadrid, que ha tenido la desorbitada idea de publicarlo. Nunca Luscinda alguna vio llegar yelmo tan reluciente.

ALMA GUILLERMOPRIETO

Primera parte. 1980-1990

Primera parte

1980-1990

Los cuerpos arrojados en el mar de lava salvadoreño ponen de manifiesto la violencia sobre los civil

Los cuerpos arrojados en el mar de lava salvadoreño ponen de manifiesto la violencia sobre los civiles

EL PLAYÓN, EL SALVADOR. Los zopilotes están cebados. Su color es el mismo de la explanada de roca volcánica gris y negra que se extiende a lo largo de veinticinco kilómetros a espaldas del volcán San Salvador, el centinela que cuida de la capital de El Salvador.

A primera vista, parece como si las rocas estuvieran vivas y aletearan y se tropezaran en bandadas sobre la basura humeante y las botellas rotas. Pero son zopilotes y están atareados limpiando otro esqueleto. Y esto es El Playón, un campo de lava atravesado por una carretera principal flanqueada de basura por ambos lados. Como muchos otros vertederos, El Playón se convirtió hace poco —nadie sabe con certeza cuándo— en un tiradero clandestino de cadáveres. Pero la extensión del lugar lo hace único. Hay tantos cuerpos —varias docenas, quizá un centenar— que ya nadie se molesta en recogerlos.

Desde mediados de septiembre están apareciendo noticias en los periódicos locales sobre los cadáveres arrojados al Playón, pero según la Comisión Salvadoreña de Derechos Humanos las autoridades locales «ya ni siquiera se molestan en venir a hacer el reconocimiento de los cadáveres o en hacer las diligencias para su traslado a la morgue o para su entierro».

Desde hace mucho tiempo, la aparición de cuerpos mutilados es parte de la rutina del brutal enfrentamiento civil en El Salvador. Los cadáveres se arrojan de noche y aparecen en los vertederos a la madrugada. La Comisión de Derechos Humanos —de la que forma parte la Iglesia Católica— y la Consejería Jurídica aseguran que en los últimos diez meses más de diez mil personas —sin contar soldados o guerrilleros muertos en combate— han sido asesinadas en El Salvador por motivos políticos. Acusan al ejército salvadoreño y a las fuerzas policiales de ser responsables de la mayoría de las muertes. Los voceros del ejército culpan de la violencia a la oposición guerrillera. Ambos bandos admiten que sus afirmaciones carecen de pruebas convincentes.

Uno de los interrogantes cruciales en la definición de las políticas estadounidenses hacia El Salvador se refiere a la capacidad de su Junta de Gobierno, conformada por civiles y militares, para controlar la violencia casual. Los descubrimientos en El Playón indicarían que la violencia contra los civiles se ha mantenido estable a lo largo del año. La Comisión de Derechos Humanos afirma que en los últimos dos meses aproximadamente setecientos civiles han sido asesinados al mes, el promedio en 1981. El ejército y el presidente de la Junta, José Napoleón Duarte, contraatacan asegurando que la Comisión y la Consejería Jurídica están al servicio de la izquierda y que manipulan los hechos y los datos a favor de la guerrilla que lucha por derrocar al gobierno desde comienzos del año.

La violencia campea en este país pequeñito, pero todo parece indicar que el punto muerto en el enfrentamiento militar ha sido superado por la oposición izquierdista en las regiones del norte y del oriente, y que esta avanza con ímpetu. Por su parte, el componente civil de la Junta, controlado por la democracia cristiana, padece el asedio de cinco partidos de extrema derecha que exigen la renuncia del gobierno antes de las próximas elecciones para la Asamblea general.

La discusión sobre los responsables de la violencia es estridente y enconada, pero en medio del horror sofocante del Playón reina un silencio pavoroso, ocasionalmente roto por una lagartija que se desliza entre las pilas de basura salpicadas de rocas. Las verdaderas víctimas de la guerra salvadoreña son estos civiles, cuyos cadáveres salen a flote cada mañana en la superficie del mar de lava.

Un cuerpo recién arrojado yace al borde de la autopista y a las once de la mañana los zopilotes han dado buena cuenta de él. Diez metros adentro, una pila de huesos se levanta al lado de dos cuerpos claramente identificables como de un hombre y una mujer. Cuando el grupo de reporteros avanza, los zopilotes se alejan revoloteando pesadamente.

Desde la autopista y por entre el campo de lava se ha cavado un camino que otros han transitado recientemente, como lo demuestra la ropa ensangrentada que va apareciendo: un par de pantalones, una camisa, una camiseta; al final del camino aparece un descampado del tamaño de un diamante de béisbol cubierto aquí y allá por fémures, huesos pélvicos y escápulas entreverados con cientos de botellas de Tic Tac, el aguardiente local. Un reportero y un fotógrafo encuentran treinta calaveras al lado de grupos de esqueletos relativamente intactos. Desisten de contar.

Los esqueletos están por todas partes. Las calaveras por lo general exhiben la dentadura completa, señal de que las víctimas eran jóvenes. En El Salvador, donde la desnutrición es común, a un campesino de cuarenta años de edad le quedarían muy pocos dientes. La ropa es de civiles, y no son pocas las faldas, las blusas, los zapatos de trabajo de mujer.

Hay latas con huecos de balas y botellas boca abajo en las rocas filosas con picos de hasta un metro de altura, lo cual parece indicar que el lugar también sirve de campo de tiro. No es tan fácil explicar, en cambio, la pila de huesos astillados que se extiende a lo largo de varios metros. Los fragmentos, de unos cuantos centímetros, han sido perfectamente blanqueados, parecería que incinerados. Unos pasos más allá se ve la caja de cartón de una granada de mortero y un poco más lejos, otra.

Un fotógrafo local que visitó el lugar la semana pasada dijo que se había topado con una mujer que acababa de encontrar la ropa de su hermano y la había enterrado, en un gesto simbólico. «Había tantas calaveras que no podía saber cuál debía enterrar», recordó.

El coronel Alfonso Coto, vocero de las fuerzas armadas, explicó que al ejército le resultaba imposible controlar el área de El Playón o investigar los cadáveres arrojados. «Sencillamente no contamos con tanta gente —dijo—. Le pedimos al FBI y a la Interpol que nos ayudaran a investigar el asesinato de cuatro americanos que trabajaban con la Iglesia y las únicas pruebas que lograron reunir fue un cartucho de G3, que usan tanto el ejército como la guerrilla. Es muy difícil.»

The Washington Post, 6 de noviembre de 1981

Los militares mantienen un frágil control en el pueblo de Perquín

Los militares mantienen un frágil control

en el pueblo de Perquín

PERQUÍN, EL SALVADOR. Al acercarse al majestuoso volcán de San Vicente, el piloto del helicóptero rápidamente se elevó de mil a mil quinientos metros de altura. Y subió hasta los dos mil metros al cruzar el río Lempa, que atraviesa el país culebreando por todo el centro. «Vuelo lo más alto que puedo para que no me den», explicó el teniente César Ramírez, del Grupo de Pilotos de Combate; teme que le disparen los guerrilleros que se enfrentan al gobierno. Según Ramírez, tres de sus helicópteros fueron alcanzados por el fuego antiaéreo en esta zona.

Llegamos a nuestro destino —el pueblito de Perquín, encaramado sobre la cresta de los cerros— aproximadamente una hora después de salir de San Salvador. Unos soldados nos saludaron desde la carretera destapada antes de que aterrizáramos en un lote polvoriento cerca del cementerio.

«Di la vuelta para entrar por el lado seguro —explicó Ramírez—. Ellos están en ese cerro», añadió señalando uno a tres kilómetros de distancia.

Perquín fue escenario, en agosto, de lo que la guerrilla considera una de sus victorias más sobresalientes (aunque transitoria) en la guerra que lleva ya dos años. Como parte de la ofensiva organizada durante el verano, avanzaron sobre el pueblo de mil doscientos habitantes y desafiaron a los militares que lo rodeaban. Fueron expulsados entre ocho y diez días después, y desde entonces el ejército asegura que Perquín, como el resto del territorio salvadoreño, está bajo su control.

El martes pasado The Washington Post informó que, de acuerdo con fuentes diplomáticas, militares y rebeldes y según las observaciones personales de esta reportera durante sus visitas a las zonas rurales, las fuerzas militares salvadoreñas aparentemente han perdido el control de por lo menos el 25 por ciento del país. Según las fuentes citadas, la provincia de Morazán, donde se encuentra Perquín, es un bastión de la guerrilla. En reunión posterior en Washington con editores del diario, José Guillermo García, ministro de Defensa de El Salvador, refutó la noticia y aseguró que sus fuerzas controlaban todo el país. Para probarlo, accedió a que yo viajara a Perquín —a donde la prensa extranjera no ha tenido acceso desde el ataque de agosto— con una escolta militar.

Después de una demora de dos horas, ayer en la flamante academia militar donde trescientos setenta cadetes se entrenan como oficiales, un equipo de dos hombres de la televisión local y yo despegamos con Ramírez en un helicóptero Huey 500 de cuatro puestos. Ramírez explicó que este tipo de helicópteros suele reservarse para funcionarios del gobierno, pero que dos de sus helicópteros estaban «fuera de servicio por ahora».

Tal y como aseguró García, el gobierno controla Perquín. Pero su presencia allí no parece consolidada y, de acuerdo con nuestro piloto, el comandante militar de la zona y los residentes, no se extiende a la zona circundante. Varias docenas de niños llegaron corriendo antes que los soldados que salieron a recibir el helicóptero. Su revoloteo alrededor de la visitante extranjera y el cotorreo incesante los convirtió en fuente inmediata de información, a diferencia de los adultos, que desaparecieron entre sus casas apenas empezaron las preguntas.

«Los guerrilleros llegaron el 10 de agosto», dijeron los niños mientras se empujaban los unos a los otros, ansiosos por contestar. De acuerdo con García el sitio duró una semana, pero los niños insistieron en que los rebeldes se habían quedado diez días en el pueblo.

«Cargaban rifles FALS y G3 —dijeron—. Había muchos jóvenes, pero también unos muy viejos. Había ocho mujeres. Unos tenían uniformes, pero la mayoría iban con su ropa bien pobrecita, como la nuestra. A unos los conocíamos, era gente de este pueblo.»

Pregunté a quién conocían ellos. Silencio. Miradas de preocupación y unas cuantas risitas avergonzadas. ¿Qué hicieron mientras estuvieron aquí? El parloteo empezó otra vez. «Cavaron trincheras. Muchos durmieron en la casa en la plaza. Compraron maíz en la cooperativa. Metieron a los guardias a la cárcel. Gritaban mucho. Gritaban “pueblo libre”.» Más risitas. ¿Cuándo se fueron? Cuando llegaron los aviones.

Un niño me llevó a la plaza de la iglesia. «Esa fue la bomba que tiró el avión», susurró. El cráter en la mitad de la calle destapada mide como cinco metros de diámetro. En el centro del cráter hay cuatro cruces improvisadas.

«Hay dos guardias y dos reservistas enterrados aquí. Murieron durante el combate. Otros cinco cayeron prisioneros. La guerrilla se los llevó cuando se fue.»

Frente al cascarón de cemento de lo que solía ser el puesto de comando de la Guardia Nacional antes de que la guerrilla lo destruyera, había cinco soldados vestidos de camuflaje tomando el sol de la tarde. ¿Ha habido enfrentamientos últimamente? No, solo disparos en los cerros. En ese preciso momento reverberaron dos disparos.

• • •

El teniente Francisco Orellana estaba sentado en el interior sombrío y fresco de la casa de adobe en donde se encuentra ahora el puesto de comando de la Guardia Nacional. Nos contó que aquí relevan a los oficiales cada treinta días y que él está aquí desde hace ocho días al frente de veinte guardias desastrados. Habla en voz baja, tiene el cabello gris y es muy amable. «La peor balacera fue el día que llegué. Pero no se acercaron —dijo—. No estamos en condiciones de atacar al enemigo. No hemos recibido instrucciones en ese sentido y ellos nos superan mucho en número. Estamos nosotros y otros veinte soldados de la Operación Comando.»

El teniente nos miró con interés repentino.

«¿Llegaron por tierra? ¿No? ¿En helicóptero? ¡Qué alegre, pues! Los civiles pueden andar por la carretera que va a San Francisco Gotera, por supuesto. Ahora nos están llegando más cosas de allá. Pero los guerrilleros se dejan ver por allá de vez en cuando. Somos nosotros los que tenemos problemas con ellos. Y las veredas son muy peligrosas, claro.»

¿Hay muchos guerrilleros? «Claro. Bastantes, pues. En Arambala hay una gran cantidad. Y en Torola son abundantes.» Se refiere a dos pueblos cercanos. «Andan por ahí, en sus campamentos, a gusto.»

La hora establecida por el teniente Ramírez, el piloto, para la partida había llegado y despegamos antes de que el sol empezara a ponerse.

«¿Quiere que vuele cerca del cerro para que vea cómo nos disparan?», preguntó con picardía. Rechacé el ofrecimiento. Los niños, abajo, gritaban adiós.

The Washington Post, 12 de noviembre de 1981

Los campesinos salvadoreños describen los asesinatos en masa .

Los campesinos salvadoreños describen

los asesinatos en masa

MOZOTE, EL SALVADOR. Tres sobrevivientes que dicen haber sido testigos aseguran que cientos de civiles, entre los cuales había mujeres y niños, fueron sacados de sus hogares en Mozote y sus alrededores y asesinados por el ejército salvadoreño durante la ofensiva decembrina contra la guerrilla izquierdista.

Guiados por guerrilleros, esta reportera hizo un reconocimiento de la región. Días antes, otro reportero y un fotógrafo hicieron el mismo recorrido. Hablamos con los sobrevivientes. La guerrilla, que controla zonas extensas de la provincia de Morazán, nos condujo hasta el pueblo, ahora desierto, y nos mostró las ruinas de decenas de casas de adobe que según ellos y los sobrevivientes fueron destruidas por las tropas. Aún se ven los cuerpos en descomposición debajo de las ruinas y en los campos aledaños, a pesar de que ha pasado un mes desde el incidente.

Ernesto Rivas Gallont, embajador salvadoreño en Washington, rechazó «enfáticamente la afirmación de que el ejército salvadoreño haya matado mujeres y niños. Este tipo de actuación no está de acuerdo con la filosofía de las instituciones armadas». Admitió que «las fuerzas armadas han estado activas en esa parte del país», en particular durante una ofensiva contra la guerrilla en diciembre, pero definitivamente «ninguna de sus actividades ha estado dirigida contra la población civil».

Los sobrevivientes, entre los cuales hay una mujer que afirma que su marido y cuatro de sus seis hijos fueron asesinados, afirmaron que durante la segunda semana de diciembre, cuando ocurrió la masacre, no había habido enfrentamientos. La mujer, Rufina Amaya, ama de casa de treinta y ocho años de edad, dijo que las tropas habían entrado al pueblo una mañana, habían reunido a sus habitantes en dos grupos, los hombres separados de las mujeres y los niños, se los habían llevado y les habían disparado. Amaya dijo que se había escondido durante el tiroteo y que después había escapado bajo la protección de la guerrilla hacia el campamento donde se llevó a cabo esta entrevista.

Según esta versión, las tropas se regaron por las zonas aledañas y hacia los pueblos más pequeños de los alrededores. José Marcial Martínez, de catorce años de edad, habitante de La Joya, contó que se había escondido en un maizal y había visto cómo mataban a sus padres y a sus hermanos. José Santos, de quince años, dijo que había visto también cómo mataban a sus padres, a tres hermanos menores y a dos de sus abuelos.

Entrevisté a una docena de habitantes de la región que aseguraron haber huido de sus hogares durante la ofensiva de diciembre y haber perdido familiares durante el asalto militar.

Para llegar al corazón de la provincia de Morazán desde el norte hay que caminar varios días a través de pueblos y de campamentos militares. Después de haber solicitado durante varios meses el permiso para hacer una visita, el Frente de Liberación Farabundo Martí accedió a llevarme a la provincia a comienzos de enero, dos semanas después de que la estación radial clandestina de la guerrilla transmitiera el primer informe de una supuesta masacre en Morazán. Su propósito evidente era mostrar a la prensa que sí controlaban la zona y darles pruebas de la masacre de diciembre.

Guiados por un grupo de guerrilleros jóvenes, atravesamos Arambala, un pueblo muy bonito en las cercanías de Mozote; las casas de adobe encaladas parecían haber sido saqueadas, y el pueblo había sido abandonado. Cuarenta y cinco minutos más adelante había otro pueblito. Las casas también habían sido destripadas y saqueadas, pero la primera impresión, sobrecogedora, fue el olor dulzón y nauseabundo de los cuerpos en descomposición. Estábamos en Mozote.

Los muchachos, como se les llama a los guerrilleros, nos condujeron hacia la plaza principal donde se erguían las ruinas de lo que había sido una iglesita encalada; las paredes de la pequeña sacristía colindante también parecían haber sido tumbadas a empujones desde afuera. En el interior, el hedor era insoportable y de entre los escombros sobresalían innumerables huesos: calaveras, costillares, fémures, una columna vertebral.

Las quince casas de la calle principal estaban aplastadas. En dos de ellas, como en la sacristía, los escombros estaban entreverados de huesos. Parecía que todas las edificaciones habían sido incendiadas —incluidas aquellas donde había restos de cadáveres— y los restos humanos estaban tan chamuscados como las vigas.

Del pueblo salen veredas que conducen hacia varios caseríos: estos caseríos forman la comunidad de Mozote. Salimos por uno de esos caminos, una ruta idílica a cuya vera cada casa solía tener una huerta, un gallinero pequeño y al menos una colmena. Solo los árboles frutales estaban intactos. Las colmenas habían sido volcadas y había abejas zumbando por todos lados. Las casas habían sido destruidas y saqueadas. Habían arrojado los cadáveres de las vacas y de los caballos en la carretera. En los maizales detrás de las casas había más cuerpos, pero estos habían sido calcinados por el sol. En un claro en uno de los campos había diez cadáveres: dos viejos, dos niños y un bebé con un tiro en la cabeza, en brazos de una mujer; el resto eran adultos. Aunque los campesinos de la región dijeron después que habían enterrado algunos de los cadáveres, los jóvenes guerrilleros admitieron que habían pedido que dejaran los cuerpos donde estaban hasta que alguien de afuera viniera a verlos.

Empezaba a oscurecer y nos encaminamos hacia un campamento militar guerrillero.

Allí había veinte guerrilleros jóvenes, todos armados y disciplinados. Más adelante había un campamento civil que, como el otro, estaba formado por un conjunto de casitas de adobe donde vivían cerca de ochenta campesinos, refugiados y simpatizantes de la guerrilla. A la mañana siguiente, los muchachos mandaron traer de este campamento a Amaya, la única sobreviviente de Mozote según su propio testimonio.

Los guerrilleros me dejaron a solas con ella. Me contó que en la tarde del 11 de diciembre —aunque más bien hablaba de días de la semana que de fechas— las tropas de la Brigada Atlacatl habían llegado a Mozote. La brigada es una unidad de élite compuesta por mil hombres y conocida al menos de nombre por la mayoría de los salvadoreños; fue entrenada en el país por consejeros militares americanos especializados en ofensiva antiguerrillera y despliegue rápido.

«La gente del ejército le advirtió a Marcos Díaz, un amigo de ellos de nuestro pueblo, que la ofensiva era inminente y que no habría tránsito desde San Francisco Gotera (la capital de la provincia) en diciembre, y que debíamos quedarnos en Mozote porque allá nadie nos iba a hacer daño. Eso hicimos. En el pueblo vivíamos más o menos quinientos.»

Contó que los soldados habían sacado a todo el mundo de sus casas y los habían hecho esperar «en la carretera como hora y media. Se llevaron nuestro dinero, esculcaron las casas, se comieron nuestra comida, nos preguntaron dónde teníamos las armas y se fueron. Quedamos contentos. “Ya pasó la represión”, dijimos. No mataron a nadie».

Amaya hablaba con lo que parecía un tono de histeria controlada. Mientras conversábamos la voz solo se le quebró cuando me habló de la muerte de sus hijos. Dijo que después de los sucesos de diciembre sus dos hijos sobrevivientes se habían unido a la guerrilla, pero que Mozote no era particularmente favorable a la guerrilla aunque estuviera en el corazón de la zona rebelde.

Dijo que los guerrilleros habían ido de pueblo en pueblo a comienzos de diciembre advirtiendo a la población que se avecinaba una ofensiva del gobierno y recomendándoles que huyeran a las ciudades y a los campamentos de refugiados en los alrededores de la región.

«Pero nosotros nos sentíamos seguros porque conocíamos a los del ejército», afirmó. Su marido, de quien Amaya dijo que estaba en buenos términos con los militares locales, «tenía un salvoconducto militar».

Como a las 5.30 de la mañana siguiente a la visita, dijo, las tropas, encabezadas por el mismo oficial —ella lo llamó teniente Ortega—, regresaron a Mozote. Según ella, reunieron a toda la gente en la placita frente a la iglesia y los agruparon en dos filas, una de hombres y otra de mujeres y niños. «El mismo Marcos Díaz a quien el ejército le había dicho que estábamos a salvo estaba en la fila de los hombres, y también mi marido. Conté como ochenta hombres y noventa mujeres, sin los niños.»

Dijo que las mujeres habían sido conducidas junto con los niños a una casa en la plaza. Desde ahí vieron cómo vendaban y amarraban a los hombres, cómo los pateaban y los empujaban, y cómo se los llevaron en grupos de cuatro y les dispararon.

«Los soldados no tenían rabia —dijo—. Se limitaron a cumplir las órdenes del teniente. Eran fríos. No era como en una batalla.»

«Cerca del mediodía empezaron con las mujeres. Escogieron primero a las muchachas jóvenes y se las llevaron a los cerros. Después eligieron a las mujeres mayores y las llevaron a la casa de Israel Márquez en la plaza. Oímos los disparos. Después siguieron con nosotras, por grupos. Cuando me llegó el turno de que me llevaran a la casa de Israel Márquez me escondí detrás de un árbol y me encaramé. Entonces vi al teniente. Él personalmente estaba ametrallando a la gente.»

«Oí a los soldados hablar —siguió diciendo monótonamente—. Llegó una orden de un teniente Cáceres para el teniente Ortega de que matara también a los niños. Un soldado dijo: “Teniente, aquí hay uno que dice que no mata niños”. “¿Quién es el hijueputa que dijo eso? —respondió el teniente—. Lo voy a matar.” Los oía gritar desde donde estaba acurrucada en el árbol. Oía llorar a los niños. Oía a mis propios hijos. Más tarde, por la noche, cuando ya todo había pasado, el teniente ordenó a los soldados que quemaran los cuerpos. Hubo una gran quemazón esa noche.»

Amaya contó que había escapado cuando el fuego aún ardía. «Oí a los soldados que decían: “Vámonos. Del fuego pueden salir brujas”. Después se fueron a hacer lo que llamaron una “operación peinilla” en las casas de las colinas. Empecé a caminar y no paré durante tres noches. En el día me escondía porque había tropas por todas partes.»

Amaya y los dos muchachos que dijeron haber visto cómo sus familias eran asesinadas subrayaron el hecho de que las tropas parecían estar en permanente contacto radial con alguien.

Volví a reunirme en el campamento civil con Amaya y con los dos muchachos. Aunque ellos eran los únicos testigos de la matanza, casi todos los moradores del campamento afirmaron que muchos parientes habían muerto durante «la represión de diciembre» y que esa era la razón por la cual estaban allí.

En Washington el martes el embajador Rivas negó la veracidad de esta historia y afirmó que se estaban haciendo todos los esfuerzos necesarios para erradicar los abusos de las fuerzas armadas, y que este era «el tipo de noticias que nos hacen creer que hay un plan» para desacreditar el proceso electoral en El Salvador y a las fuerzas armadas o, más bien, para quitarle validez a la certificación que el presidente Reagan debe presentar ante el Congreso.

Por ley, esta semana el presidente Reagan debe certificar ante el Congreso que la dirigencia salvadoreña «está en proceso de controlar todos los elementos de sus fuerzas armadas, con el objetivo de poner fin a la tortura indiscriminada y al asesinato de los ciudadanos salvadoreños por parte de estas mismas fuerzas»; de no hacerlo, se correría el riesgo de que el Congreso restringiera la ayuda a El Salvador.

The Washington Post, 27 de enero de 1982

Detrás de las líneas en El Salvador

Detrás de las líneas en El Salvador

PROVINCIA DE MORAZÁN, EL SALVADOR. «Esto es un hormiguero», explicó Jorge Meléndez, alias Jonás, comandante de las fuerzas nororientales del Frente de Liberación Farabundo Martí. Desde la colina sobre la cual estaba sentado se divisa un vallecito donde reina un silencio inhumano, un vallecito profundamente enterrado entre las verdes montañas de la provincia de Morazán, en el nororiente de El Salvador.

«Esto es un hormiguero», repitió Meléndez cuando por una de las cientas de veredas invisibles apareció el primer aguatero, sudando por el esfuerzo de cargar cuesta arriba durante quince minutos una jarra llena de agua sobre la cabeza.

Durante los últimos dos años, los guerrilleros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional que luchan contra el gobierno —en el que participan los militares y los demócratas cristianos, con el apoyo de Estados Unidos— han aumentado su dominio en varias zonas del norte del país. Tanto en las conversaciones sostenidas a lo largo de una visita de dos semanas a la región como en la observación directa de la situación, es evidente que la guerrilla está desarrollando su estrategia en dos frentes, con el propósito de obligar al gobierno a negociar.

Por una parte, pretenden consolidar su dominio en ciertas zonas del territorio, como aquella que visitamos, en donde la población es autosuficiente, estable y leal. Por la otra, han aumentado la frecuencia y la intensidad de sus ataques militares durante las semanas previas a las elecciones que el gobierno convocó para marzo.

La guerrilla accedió a guiar a la prensa por la región, en un esfuerzo por mejorar su credibilidad internacional y fortalecer su capacidad negociadora en caso de que se llegue a la mesa de neg

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