El diccionario de Samuel Johnson

Gonzalo Torné

Fragmento

cap-1

El diccionario como forma literaria

de GONZALO TORNÉ

Sabemos por experiencia propia (o por confidencia) que algunos libros cambian la vida de sus lectores, suponemos de manera plausible que la escritura de algunos textos también pudo alterar la de sus autores, pero es más raro que una obra cambie la historia o la imagen de la materia que aborda: es el caso del Diccionario, escrito durante más de una década por el doctor Samuel Johnson, con el que se logró la primera «foto fija» del idioma inglés, que incorporaba centenares de términos dispersos en libros y en zonas remotas del territorio, y señalaba como incorrectas o en desuso (vías muertas de la semántica) centenares más de voces.

A diferencia de los esfuerzos colectivos llevados a cabo por la Academia francesa o los filólogos italianos, el Diccionario es la obra de un solo hombre, emprendida sin otras ayudas económicas que las puntuales y siguiendo un método amateur: dejarse la vista en miles de libros y gastar la suela de los zapatos recorriendo los caminos de Gran Bretaña en busca de palabras. La concepción que Johnson tenía del idioma animaba este empuje por conocer de primera mano tantas palabras escritas o leídas como fuese posible. Para él cada idioma es un vestido perecedero con el que se viste la inteligencia humana, que a lo largo de los siglos ha conocido y perdido muchos. El idioma es un ente vivo que muta y cambia de manera que el filólogo, si quiere ser respetuoso con la materia de su oficio, debe ir sin resuello detrás de las avanzadillas conformadas por los hablantes y los escritores.

Por si fuera poco, estos cambios no son previsibles ni se rigen por reglas estrictas: dependen del contagio, del azar y de la inventiva. En zonas comerciales o portuarias la lengua cambia a mayor velocidad, bajo la pluma de escritores de creatividad incontinente como Swift o Shakespeare brotan neologismos cada pocas páginas, las invasiones militares o culturales propician alteraciones imprevisibles... Para Johnson la flexibilidad y la mutabilidad de la lengua son fenómenos inevitables contra los que tiene tanto sentido luchar como intentar detener el curso de un río con las manos. El Diccionario no pretende así ser un libro normativo, ni exponer una idea estática del idioma, para dejar fuera todo lo que no se ajuste al ideal; el propósito de Johnson es más bien garantizar un fluir ordenado del caudal. Tres ejemplos: acepta los prestamos cuando no hay otra palabra en el idioma, pero siguiendo siempre que se puede las normas propias de formación; acepta los neologismos cuando aportan algo a la lengua; rescata palabras y expresiones que pertenecen a los estratos profundos del idioma después de trazar con precisión su significado.

El Diccionario desborda así el perímetro trazado por lo correcto o lo normativo. Johnson introduce en estas páginas numerosas palabras, fruto de sus pesquisas, incorrectas, mal formadas, desviadas por el uso, que pertenecen a zonas con pocos hablantes, que ya se han perdido o que llegó a escuchar pero no logró averiguar su significado: una radiografía de lo inservible. El reverso luminoso que proporciona este criterio es que gracias al Diccionario ingresaron en el caudal del inglés correcto neologismos que escritores sin demasiadas manías iban incorporando a sus obras. Además de una foto fija, el Diccionario puede leerse también como un mapa del idioma inglés, una ciudad que no ha sido trazada desde cero como las urbes ideales del Renacimiento, o siguiendo criterios racionales como en los ensanches reticulados, sino más bien como una de esas plazas italianas donde se mezclan estratos valiosos, supervivientes de siglos y estilos arquitectónicos distintos, que en adelante irán deteriorándose, restaurándose, remodelándose, ampliándose, abandonándose, cambiando de función o demoliéndose al imprevisible ritmo de las necesidades y caprichos de sus ciudadanos.

¿Qué sentido tiene traducir el mapa de un idioma ajeno, trazado hace casi tres siglos? Si atendemos a las iniciativas editoriales que hasta el momento se han hecho en este sentido, parece que ninguna. Como el propio Johnson auguraba (una razón que erosiona la vigencia de su trabajo) el inglés ha seguido cambiando, y ha incorporado al uso cotidiano o especializado tantas palabras como habrá relegado, y cuando se trata de un idioma el empleo conforma una legalidad mucho más estricta que cualquier reglamento. Las viejas palabras anglosajonas son ahora mucho más viejas y muchas se han desvanecido, y una colonia de neologismos insospechados por Johnson se aloja en el estado actual del idioma; el avance de la cultura ha alterado irremediablemente palabras como nerd o freak, por citar dos entre dos mil. Por suerte el Diccionario es algo más que un mapa del inglés de la época de Johnson, mucho más que un documento histórico, y no solo por los tres estupendos textos introductorios (en los que el doctor se pelea con cuestiones incipientes de la filosofía del lenguaje, y ofrece el espectáculo de un hombre desentrañando sin ayuda versiones frescas de problemas que ocuparán a mentes notabilísimas en los siglos posteriores), sino por el propio cuerpo del diccionario, que presenta unas características insólitas dentro de las claves del género.

Las vanguardias nos han enseñado a encontrar pintura fuera de los marcos donde el óleo (y su mercado) la habían confinado, y también a reconocer esfuerzos literarios fuera de los márgenes del poema o de la novela. Reconocemos que el periodismo puede ser literario, que una pintada callejera puede contener literatura y, por supuesto, que cabe en las letras de una canción. ¿Por qué no deberíamos encontrarla en un diccionario? Al fin y al cabo, Johnson, que ha pasado a la historia como el crítico inglés de su tiempo, apenas escribió un puñado de reseñas, y prodigó sus juicios literarios en los lugares más insospechados: prólogos, artículos, biografías, notas al pie...

Con la venia del reconocimiento actual que goza la expansión de lo literario fuera de los géneros convencionales y estipulados, y con el precedente de la praxis del propio Johnson, me atrevo a proponerle al lector que se adentre en este Diccionario como si se tratase de una obra literaria. Diría que por momentos sus páginas son el mayor espectáculo aforístico de la historia, que en otros momentos (cuando Johnson lanza sus célebres definiciones acumulando adjetivos que van matizándose mutuamente) parecen tratados sobre la lógica del idioma, que hay fogonazos poéticos, breves lecciones de moral, humor voluntario o involuntario, tratados etnológicos, pesquisas detectivescas... Pero quizá lo mejor sea leerlo como lo que es: una extraordinaria pieza literaria en forma de diccionario.

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