Maratón balcánico

Miguel Roán

Fragmento

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Este viaje no es una aventura, es una obsesión. He mirado a los ojos de la gente, reflexionado entre los libros de historia y caminado por la calle desde el amanecer hasta hacerse de noche. He escarbado en la tierra en busca de una presunta esencia balcánica, igual que un cerdo trata de encontrar trufas en el bosque. He sido mochilero, turista, a veces un mero acompañante; pero siempre con la condición de viajero. Y todo con un objetivo: transmitir esta extraña relación que tengo con los Balcanes.

No sé cómo se ven las cosas desde fuera; desde Belgrado se ven inasequibles. Por la mañana, con el café recién hecho y con la chimenea de la central térmica escupiendo humo, las ideas echan a volar por sí mismas, pero nada es tan sencillo como parece. Según el día, escribo ensayos políticos, edito textos académicos y traduzco del antiguo serbocroata; pero también escribo literatura llevado por la inspiración. Asumo que las palabras acabarán haciéndose sitio a esforzados empujones, como quien intenta abrir las compuertas del refugio antiaéreo de la fortaleza de Kalemegdan. Algunos viernes por la tarde me gusta ir a las sesiones infantiles del Teatro Duško Radovic —tengo un amigo actor, Miloš, que me invita a los preestrenos—, o a la librería Delfi, donde me siento en una mesa a leer un rato, rodeado de libros y de gente conversando y tomando café. En otoño y en invierno voy a festivales de cine y a algún concierto; en Belgrado siempre te encuentras a alguien aunque quieras estar solo.

Más de uno creería que convertí los Balcanes en un laboratorio para experimentos; pero hice amigos sin presentir que un día me despediría de ellos en la terminal de algún aeropuerto. Me enamoré de quien no debía, me encaré con algún desalmado y acudí vencido por la tristeza a más de un funeral. La historia no se detiene en los Balcanes, aunque las noticias opinen lo contrario. Siempre me opuse al exotismo balcánico y luché contra los prejuicios. Algunos los corroboro. Otros, en cambio, prefiero matizarlos.

Los Balcanes son una sola diapositiva: desde los prados húmedos de la Vojvodina, hasta las llanuras de hierba tostada del norte de Macedonia; desde las simas cársticas de la Dalmacia, hasta el parque nacional de Puerta de Hierro, donde el Danubio entra en Rumania tan profundo como un fondo marino. Siempre he querido ignorar las fronteras, o crear las mías propias. Desde Trieste a Tirana más que hacer descubrimientos, quise entenderlos.

La memoria es selectiva y, desde luego, más cercana a nuestras percepciones que a la realidad misma. Mi imaginación está continuamente reproduciendo mi vida como si fuera una ficción, aunque sea el resultado de una existencia y de encuentros con personas reales a las que a menudo observé mediante corazonadas, adivinaciones que es probable que luego no se ajustaran a la verdad. Nuestras intuiciones son a veces más certeras que la realidad misma, especialmente cuando llegan esos momentos en los que nuestra mirada insatisfecha exige ver algo más que la mera superficie de las cosas.

Este es mi viaje: una carrera de fondo. No es un recorrido lineal de un lugar a otro, ni cada kilómetro es necesariamente el reflejo de un lugar: se trata más bien de un viaje existencial por mi aprendizaje y por el espacio; desde Belgrado a lo largo de toda la geografía balcánica. En él aparecen circunstancias vividas que fueron trascendentales; hechos puntuales que, sin embargo, permanecen imborrables. Otras veces son sensaciones que se manifestaron al cabo de unos años en contacto con el entorno y con ciertas rutinas. Quiero, en cualquier caso, compartir con los lectores la historia reciente de la región, evaluando durante esta travesía mi propia evolución personal. En los maratones, la convicción coexiste con la duda y el desvalimiento. Este libro es un recorrido por un lugar, por los recuerdos, pero también por uno mismo.

No hace mucho tiempo, me encontré a Marko, antiguo compañero de piso en la calle Svetogorska, en aquellos días en los que para mí la rakija era un brebaje iniciático. Me preguntó, atusándose el pelo y con el rostro algo desdibujado:

— ¿Así que sigues por Belgrado, Miguel?

— Sí, Marko, sigo de viaje.

Noviembre es noviembre. La luna ilumina los tejados de los bloques de viviendas. Las ventanas son como los ojos de un felino vigilante entre la maleza de hormigón. El cielo se envuelve de un gris lechoso, el asfalto se pintarrajea de escamas de lluvia y las hojas del otoño se convierten en barro fino. La gente acelera el paso y, encorvada, pugna contra las brisas gélidas. Terceros pisos sin ascensor, abrigos con capucha y camareros mirando el móvil. Los técnicos encienden los amplificadores de la misma manera que un campesino encendería una lumbre en el campo. Es entonces cuando las melodías del jazz conquistan Belgrado y todas esas evocaciones disparan mi fantasía como si mi mente fuese un arma de repetición.

Esa misma noche, de vuelta en casa, paré un segundo en el kiosco que hay bajo mi edificio. Con el semblante iluminado por una nevera de Coca-Cola, la vendedora se guarecía tras un ventanuco rodeado de chocolatinas, palomitas, chicles, galletas plazma y una biografía de Gavrilo Princip con la portada descolorida. Presentí en su rostro dolor, injusticias, historias con emociones desbordantes. El agua costaba 50 dinares. Le había dado un billete de 2.000. No tenía suelto. Estaba cabreada. Para algunas personas todos los días terminan siendo un mal día.

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2

Varios cuerpos yacían sobre las cunetas. Parecían madejas de carne con el pelo revuelto y las camisetas manchadas de grasa y sal del sudor. Alguna que otra cabeza babeaba sobre el asfalto. Una pareja pasaba de largo riéndose. Tenían la sonrisa amarilla. Sobre el pueblo serbio de Guca, flotaban esencias etílicas y aromas a carbón, col cocida y almizcle barato. Llegué a una colina que estaba en la entrada del pueblo. Caía ondulante y aterciopelada sobre la carretera. Me senté sobre la hierba mojada por el rocío. Miré el paisaje desde lo alto. Las columnas de humo subían hasta el cielo, disipándose en la humedad verde de los bosques circundantes.

Durante la madrugada había visto riadas de gente abordando puestos donde servían comida rápida y vendían atuendos nacionalistas, además de fotos de Radovan Karadžic, Ratko Mladic y Vladimir Putin, cevapi con cebolla cruda y lepinje para cenar, chupitos de rakija en vasos de plástico y agua con gas. Las orquestas de gitanos solícitos sitiaban a los hombres que fanfarroneaban con fajos de billetes en la mano, vestidos con camisas horteras y el pelo engominado. Bajo las carpas, los extranjeros se despistaban mirando mujeres exuberantes que, desinhibidas bajo los sonidos estridentes de las trompetas, bailaban sobre los bancos de madera. Sus minifaldas y demás turgencias se ceñían sobre sus cuerpos. La muchedumbre abarrotó el concierto de Goran Bregovic.

No sé en qué momento sufrí una especie de saturación. El tropel de jóvenes turistas, unos castos y otros incontrolables, eran abordados por una coh

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