Listas, guapas, limpias

Anna Pacheco

Fragmento

cap

 

 

Lo mejor para dejar a un novio es que ese día te despiertes guapa. Hoy es exactamente uno de esos días. He quedado con Hugo en el bar en el que alguna vez fantaseamos que eran otros los que rompían. No ha sido algo deliberado. Es domingo y está todo cerrado. Solo resulta que hoy esos otros somos nosotros. En términos cuantitativos, siempre llora menos el que deja. Así que es posible que esa sea yo. Todo lo que voy a decir suena convincente: Universidad. Otros amigos. Necesito mi espacio. Estoy empezando a descubrir quién soy. Estoy muy liada, hago una carrera muy difícil, todo el mundo lo dice. Ojalá nos hubiéramos conocido en cinco o diez años. Somos tan jóvenes. Tengo que buscarme un trabajo porque quiero tener más dinero. Quiero tener más dinero. Sé que eso no te incumbe, pero creo que debes saberlo. Además, siento que lo nuestro es algo circunscrito al instituto. «Circunscrito» me parece una palabra bastante precisa. Espero que la entienda. De repente, todo ha cambiado. Lo siento. Cuando se rompe hay que decir lo siento por haber conducido al otro a una inversión fallida. Buscamos amores rentables. Yo también lo haré. Diré lo siento y perdóname y si a los treinta aún nos queremos, nos casamos, ¿vale? El bar está regentado por una pareja de chinos de unos cuarenta años. Se llaman Xian y Ming y me caen bien. Los domingos por la tarde el bar está medio vacío, me apetece que seamos su distracción. Lo único que podrán reprocharnos es nuestra absoluta falta de originalidad. Voy a ser igual que toda la gente dejando a otra gente.

Se lo explico más a menos así a Hugo y me dice:

—Pero ¿estás con otro?

—Que no.

—¿Seguro?

La idea de que yo esté con otro parece lo verdaderamente importante. Pase lo que pase, voy a negarlo.

—¿Y si nos damos un tiempo?

—¿Tiempo?

No esperaba esa propuesta, y entonces a él se le ponen los ojos como vidriosos. Va a llorar. Va a llorar. Por Dios, que no llore. Temo el llanto adulto desde que soy adulta y lloro.

—Dejemos pasar un tiempo, ni que sea el verano. Llevamos tres años. Piénsatelo bien, por favor, por favor, por favor —me suplica.

—Bueno, vale. —Corto rápido, accedo rápido.

Nos pasamos la tarde rememorando en voz alta, sobre todo él, nuestros picos románticos como si fuéramos un recopilatorio de éxitos de una gasolinera y estuviéramos llenos de polvo. Hasta nos reímos. Él me hace eso que se llaman bromas internas, que solo tienen sentido en el relato colectivo que formamos como pareja. Cómo vamos a dejarlo. Cómo vamos a dejarlo si nos queremos. Si nos queremos tanto tanto. Cada uno paga su parte y al cabo de una hora y media nos despedimos dándonos un beso largo en la boca, como si no hubiéramos quedado en un bar para dejarlo hace una hora. Él coge el metro porque vive dos paradas más allá de mi barrio.

De camino a casa, me digo: «Cobarde, procrastinadora».

cap-1

 

 

Yaiza y yo estamos en la torre de mi abuela comparando el tamaño de nuestros muslos. Yaiza dice que ha engordado, pero yo no se lo noto. También dice que yo soy muy hija de puta porque siempre estoy delgada sin hacer ningún tipo de esfuerzo. Yaiza y yo nos conocemos desde que somos bebés. Hemos sido niñas y adolescentes a la vez. Nos hemos restregado con cojines alargados y peluches cuando no sabíamos que masturbarse era masturbarse. Lo que quiero decir es que siempre hemos estado juntas. Nuestros padres se conocieron de jóvenes en el barrio: frecuentaban discotecas vestidos con pantalones de campana y polos con cocodrilos bordados. A veces salían por el centro y aparentaban ser pijos. Cuando eran jóvenes, el padre de Yaiza, Jacinto, estaba enamorado de mi madre, pero eso no importa. Los amores prescriben y después todo el mundo hace como si nada. Los amores caducan por el bien de una convivencia pacífica. Si no fuera así, el ambiente sería sofocante. Ahora Mariloles está casada con Jacinto y todos somos muy amigos. En verano hacemos sardinadas.

Ahora también es verano y estamos en la torre, el mismo lugar en el que mi madre pasaba los veranos. Transitamos los mismos espacios que nuestros mayores, siendo otras distintas, y cuando ellos se mueren esos espacios adquieren otra dimensión. Los recuerdos se fabrican ahí: donde el ajuar bordado por mi abuela con las iniciales de mi madre, el bikini rayado que se ponía mi madre cuando tenía mi tipo, la figurita en honor al campesino que hay encima de la tele.

Esta casa es la segunda residencia de mi abuela, opción de veraneo de las familias como la mía. Antes, las familias trabajaban todo el rato para ahorrar un poco, pagarse un piso en propiedad y, con suerte y si se les daba bien, aspirar a una segunda residencia. Todo el mundo quería su terreno con un huerto y, tal vez, incluso piscina, y luego, automáticamente, te convertías en clase media. Ahora todo es distinto. Tengo veinte años. A mi edad mi madre estaba casándose, yo solo reclamo dinero y estar sola en mi cuarto. Toda mi familia sube a la torre. Lo decimos así, pero en realidad solo hay que ir. La torre está cerca, es periférica, a veinte minutos de Barcelona saliendo por la Meridiana. Está al lado de una floristería cercana al cementerio donde los fines de semana hay coches aparcados en doble fila y familiares preparados para saludar a sus muertos. El día de Todos los Santos se forman largas colas. Pasamos con el Seat Córdoba, conduce mi padre, yo siempre miro por la ventanilla, lo hago así desde hace años. Pienso: «Otro día que esa gente tampoco somos nosotros. Otro día que esos muertos tampoco son los nuestros».

—No lloréis por mí. Yo siempre ataúd cerrado. —Es mi padre. La misma frase otra vez. Mi madre niega con la cabeza y se miran como se miran las parejas entre las que ya no existe conexión alguna desde hace treinta años—. Acordaros.

—Acordaos, es acordaos —corrijo la gramática de mi padre como un impulso que no puedo frenar.

En la radio, el boletín semanal habla de violaciones «gravísimas» de derechos humanos en Palestina, con más de mil bajas de civiles. Por supuesto, es mejor que mi padre nos hable de su propio funeral a que mi madre haga comentarios culpables y antisemitas en el coche.

En la torre hay un huerto y habitaciones mal decoradas. Hay restos de las casas de todos mis tíos: cubertería vieja y variada, cojines con bolitas, estampados mal combinados. Nada encaja y eso es parte del encanto, eso dice mi madre. Qué masía ni qué masía. Esto es mejor que nada porque aquí nada es bonito y lo puedes estropear. Las casas son para vivirlas. No somos como esa gente que tienen alfombras o coches y no se pueden ni pisar, a mi madre le encanta decir todo eso. Mi madre odia los coches caros. Mi madre odia a la gente que se preocupa por sus coches caros. Le parece que esa no es forma de vivir. He pasado todos los veranos de mi vida en este lugar. Está lleno de gatos abandonados que no paran de reproducirse por nuestra culpa. Les damos restos de huesos y boles de leche. Los gatos maúll

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos