Litio

Malén Denis

Fragmento

Bajo cero
Bajo cero

Escupías fuego por la boca cuando te conocí. Debería haber intuido el peligro: un chico de dieciséis años sin remera, tomando sorbos de nafta en el medio del campo helado para escupir llamaradas. El pasto grisáceo estaba cubierto de escarcha, a vos te caía, por el surco que dejan tus pulmones en tu pecho pálido, un hilo de kerosene. Brillabas por partes, un Vermeer caprichoso. La noche y la intemperie te quedan bien, algo de leñador que tenés, una actitud de resolver a la fuerza, a hachazos.

Ese invierno intentaron convencerme de que el frío era un estado en la mente. Es una sensación y una sensación siempre es psicológica, lanzó un pequeño Einstein que desconocía el concepto de hipotermia. No quería tener que discutir con un varón, además, hubiera dado todo por dejar de temblar, así que, sentada en un tronco bajo, hacía fuerza para encontrar telepáticamente el calor, hecha un bollo dentro de mi saco azul. Te encantaba ese saco, decías que era del color exacto. Nunca supe exacto respecto de qué.

Cuando caminaste recto hacia mi dirección, juraba que había alguien justo detrás de mí. ¿Estás borracha?, lanzaste mientras tomabas forma humana, rígida. Limpiabas tu pecho con una toalla de mano decorada con un bordado en cursiva y el dibujo de una manzana. Con velocidad magistral, te calzaste un suéter grueso de lana sobre la piel desnuda, seguro picaba, pero no emitiste queja alguna. Un fruncimiento de cejas te dejó la cara en penumbra: No lo hagas más, vos no sos como esas chicas, a vos no te queda bien. Te miraba como Sailor Moon al Señor del Antifaz, como un gatito tierno de Internet, y vos ya conocías esa mirada.

Lo que me cautivó fue tu capacidad de ser definitivo. Yo con suerte tenía el límite de la ropa para determinar que era un ser humano, pero vos ya estabas completo, claramente cortado del fondo por un troquel del cual te habías desprendido hacía tiempo ya, parecías saber mucho de todas las cosas. Y qué honor no ser como «esas chicas», aunque no tuviera idea de quiénes eran. Y qué honor ser elegida para un consejo. La alegría me invadió el cuerpo como un látigo eléctrico.

Tacto
Tacto

El sentido del tacto siempre me dio curiosidad: su funcionamiento. Una vez dijiste que no me puedo dar cuenta de que soy suave porque tengo las palmas de las manos ásperas. ¿Sentís? Me hiciste tocar primero tus manos, jabonosas y frías, como peces, para que tuviera punto de comparación. Las tuyas son como un papel, concluiste. Me costó darte la mano desde ese entonces.

El eje del problema del tacto se da cuando me intento sentir a mí misma, cuando intento evaluar mi propia textura. ¿Cuál es la parte que está percibiendo? ¿Cómo sé cómo me siento de verdad? No es un problema cabal, con el exterior no tengo dudas y este vestido es definitivamente agradable, es una espuma.

Intento hallarme en las compras. Bajo la luz mortuoria del probador no hay forma, soy gris, una refugiada huérfana de la Segunda Guerra Mundial. La necesidad de gastar aparece en estos momentos, con la sensación de que hay que llenar los minutos, las horas, el tiempo-hasta-que. Como siempre, para no llegar tarde terminé llegando excesivamente temprano. Por eso me metí al local, por eso y por el aire acondicionado.

Si bien algo me cautiva en mi imagen de huerfanita famélica, es inviable que alguna vez vaya a usar un vestido celeste, un vestido de chica que va al campo de tus padres y hace ensaladas. Mi mamá decía que en el espejo de casa nos vemos siempre mejor, que hay espejos que tenemos domesticados. Los demás son salvajes, indomables. Espejos que nos devuelven bestialidad.

La réplica del Guernica en el hall. Espero que me abra Delia para buscar las llaves, aunque ya sé que no va a traerlas con ella y que voy a tener que subir. Con la mente ya estoy arriba e imagino la última remodelación. Tiraron una pared para ampliar el consultorio. Doblar en tamaño, más precisamente.

Repaso los cortes geométricos de los cuerpos, siempre encuentro un detalle nuevo: un filo que sale con urgencia de lo que pareciera ser la boca de un caballo enojado. El mismo frío de siempre, la frescura del mármol, catacumba de cerámica oscura. Ascensor: no se habla. Me invita a sentarme y de inmediato me trae un vaso de agua. Se acuerda de mis súbitas bajadas de presión, en verano hay que estar hidratada.

Ya vengo con intuiciones, tu madre entra como una actriz a su living-escena, agita brazos. Querida esto, querida lo otro, esta situación, no querían asustarme, pediste por mí, prefieren que no vaya, Violeta está contenida. Cierta artificialidad que no sabría a qué atribuir, si al léxico, «contenida», o a los movimientos, firmes pero calculados, coreográficos, como si supiera imprimir la dosis esperable de dramatismo. Violeta está con sus papás, no piensa volver, y los gatos tuvieron cría.

Estoy sentada en el borde del sillón y temo dejar una huella de sudor porque las piernas me tocan directamente con el cuero, cuero de verdad. Te imaginás, advierte, que yo a los gatos no me los puedo traer, yo no estoy nunca y no la puedo comprometer a ella (con el mentón señala a Delia), además cambié recién el sillón, dice. Sus pulseras tintinean cuando se acomoda el mechón que le cae al costado izquierdo de la frente, tengo que seguir atendiendo, pero vos te arreglarás ¿no, chiquita? Lo linda que estás, vos avisame cualquier cosa, ¿querés? Sos un ángel.

Antes de despedirme me toma por los hombros, un modo de decir gracias, supongo. Me mira a los ojos sin pestañear y hace una mueca, como si quisiera sonreír con la nariz. La piel de su rostro permanece absolutamente estática, lo cual vuelve su mirada inquietante, por no decir terrorífica, una muñeca que despierta para asustar a los niños. Me invade su aliento impecable, me da náuseas, sostengo la mirada.

Delia me acompaña nuevamente a la planta baja y larga un qué desgracia susurrado, casi que ni dicho para mí. La veo a través del espejo morderse suavemente el pellejo del dedo gordo, de la mano con la que sostiene las llaves con un llavero del Hard Rock Cafe Cancún. Un auto convertible rosado.

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