Despacio

Remedios Zafra

Fragmento

1_el cartel (mi lugar preferido)

1_el cartel

(mi lugar preferido)

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A eso que está al otro lado de este cartel lo llamamos: el otro lado. A lo que está más cerca, lo llamamos Aquí. Y no, no existe la posibilidad de que todo sea una alucinación de quienes queremos irnos.

Este cartel existe y es mi lugar favorito Aquí. Se trata de un cartel azul con letras blancas. Está a las afueras y dice el cartel: Allí, 538 Kilómetros. Es rectangular como la pared de una casa, como un lugar que dispone de suelo y techo, donde sentirse seguro; proviene de la familia de las señales de tráfico y está hecho como ellas de acero galvanizado y de aluminio; pintado «Allí» en blanco metalizado y el fondo con aerosol de color azul cobalto; sujetado por dos postes y semiescondido en primavera por el follaje de los árboles altos.

A pesar de su tangibilidad, ese lugar al que me refiero es para mí más profundo que algunos pensamientos y sensaciones con los que muchos se emocionan y enrojecen sus ojos. Hasta ahora, he ocultado como algo íntimo esta preferencia porque mucha gente de Aquí piensa que las afueras son uno de esos límites que te permiten diferenciar de qué lado de la vida te encuentras y lo que pone en ese cartel apunta al otro lado.

Yo soy inofensiva, lo he sido hasta ahora, pero puedo hacer daño con este tipo de afirmaciones. Y sé que a algunos les dolería escucharlo, que ya no quiero estar Aquí, que me gusta ese lugar porque pone Allí. Esa palabra en letra Arial que protagoniza este cartel: Allí, mi lugar favorito Aquí.

He visto en otras partes señales parecidas, a veces icónicas o con otros mensajes similares: «Madrid», «Barcelona», «prudencia», «aviso», informando de ciudades y distancias, o de cosas que bordean las autovías y las carreteras, el plus ultra del arcén, donde igual podría haber tierra que decorado. Yendo por el camino y a la velocidad establecida a nadie se le ocurre frenar y salir para comprobarlo. Pero lo que pone en esa señal que me gusta sí que existe. «Allí» está al final de esa autovía, justo a quinientos treinta y ocho kilómetros de ese cartel.

Desde hace tiempo quiero marcharme Allí. No piensen por ello que perdí el aprecio por este lugar donde vivo. Que lo mantenga es perfectamente compatible con mi deseo. Este lugar está cargado de recuerdos y personas que me importan y —suavemente— atan Aquí algo mío, pero no lo suficiente como para resignarme a habitarlo toda la vida. Además, creo que el cariño es la peor medicina para lo que a mí me pasa. Ahora es mejor querer de lejos.

Querer de cerca Aquí te convierte cuando menos lo esperas en una foto del mueble bar, en un genérico, aniquilando toda posibilidad de diferir saliéndote de los estantes. Querer de cerca te convierte en esas fotos que la tía abuela tiene en su casa, narrando la repetición de los hitos vitales de la familia (una nueva criatura, una alianza, un rito religioso; una nueva criatura, una alianza, un rito religioso...). Y no me refiero solamente a las fotos amarillentas y coloreadas de nuestros bautizos, comuniones y bodas, con nosotros como protagonistas, sino a las fotos que por defecto vienen en los marquitos que le regalamos o que ella compra en las tiendas de chinos; esos donde aparece: una familia feliz, una mujer rubia, un paisaje de montañas, el rostro de un niño. Fotos que la tía no se molesta en quitar para poner las nuestras porque piensa que, de alguna manera, en ellas ya estamos. Nadie conoce a los protagonistas de esas imágenes, porque no importan sus nombres ni quiénes sean realmente. Ellos sólo son los arquetipos de los familiares que la tía tiene en mente. Aquellos con los que esas personas desconocidas y sonrientes tienen, según ella, algo que ver. Aunque el parecido sea advertido exclusivamente por la tía que en su cabeza reparte a unos y otros en grupos de acontecimientos familiares y en estantes de sobrinos, nietos y primos en función de criterios como el color del pelo o la forma de la cara. Configura así su peculiar altar de fotos que no son nuestras pero donde piensa en nosotros. Yo reposo en algunas de esas fotos, en algún marco de los genéricos, concretamente en el de las mujeres sin más atributo que ser jóvenes y tener el pelo castaño.

A menudo estas fotos se me asemejan a las pequeñas velas rojas que ancianas como la tía ponen en las capillas para pedir por todos los que les importan. Sí, ya sé que entre esas luces que aluden a un conjunto de personas y deseos, también hay algunas, las más intensas, encendidas una y otra vez como luces perpetuas, para pedir por personas que sufren, justo cuando descubrimos de ellas que son irreemplazables o cuando amenaza la posibilidad de pérdida o de uno de esos cambios que Aquí se viven como una pérdida.

Hace poco que mamá encendió una de esas velas para mí. Sé que lo ha hecho porque quiero irme. Y quiero irme porque pienso que Allí las cosas pueden ser diferentes. Sobre todo porque Allí tal vez pueda encontrar un trabajo que me permita salir de esos marcos con foto y disponer de tiempo para mis imágenes y vínculos propios, incluso para teñirme el pelo. Un trabajo que me permita venir Aquí de visita. A ser posible un trabajo de lo mío, lo que sea que mis grados y másters puedan traducirse en un trabajo determinado. Un trabajo que en todo caso me deje tiempo para salir por las tardes a pasear por ese lugar abrumador llamado Allí, a ver las avenidas llenas de gente, parando en los semáforos para observar a las personas que cruzan, sus pieles distintas mientras caminan y se rozan las manos, su aspecto diferente y sus sueños hilvanados a las camisetas, como los míos, dejándolos ver; y sentarme en algún café del centro o con seguridad visitar los sitios que Aquí no encuentro; y, en el trayecto, de nuevo mirar a la gente por la calle, como una masa acompasada y viva hecha de individuos que se pintan la cara y el cuerpo, queriendo vivir juntos pero separados, diferenciándose entre sí. Me gusta eso porque siento que Aquí todos somos muy parecidos.

Pero les mentiría si no reconociera que especialmente quiero irme por esta insoportable ansiedad que siento, una constante que se me ha alojado en el estómago y que se empeña en decidir por mí. Intento describirla y siento que está hecha de una creciente maraña de frustración, a partes iguales, o acaso en la misma parte, con otra de deseos.

Con una lista como ésta no se puede elegir una sola razón. Todas se amontonan y entrelazan con la televisión, mi currículum, Wall Street, los cumpleaños contados en décadas, el Red Bull, la red, mi cuenta bancaria, las oposiciones, mi tarjeta del paro, Twitter, los marquitos de las fotos...

El tiempo no ha pasado en balde y todo se ha ido precipitando, sí, muy deprisa, o quizá he sido yo, cada día más acelerada, sí, seguramente he sido yo. Impacientada por todo, como si llegara tarde antes de saber adónde; mirando a mi alrededor como quien lo sobrevuela, muy rápido, como si del mundo sólo viera los

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