Diario de campo

Rosario Izquierdo Chaparro

Fragmento

1

Entrevista número seis

La entrevistada número seis está contando que su madre le hizo creer desde niña que ella no servía para nada. No se recrea en episodios especialmente crueles ni se demora en la sordidez que haya podido rodear ese trabajo materno de desgaste psicológico. A veces guarda silencios expresivos y a continuación aclara, como si se diera cuenta por primera vez o hablase consigo misma, de que no se lo decía por hacerle daño sino porque la madre estaba enferma, pero que no era mala, lo único es que a mí me costó un poco más de trabajo creerme que yo sí era capaz de hacer otras cosas, no sólo de estar cuidando de ella, de mis hermanos chicos y de mi abuelo, vamos, que me costó un poco más que si a lo mejor hubiera sido mi madre de otra manera. Con este comentario y el silencio brusco y prolongado que le sigue, la entrevistada número seis se revela más hábil que otras mujeres como ella para acercarse a su propia historia con cierto distanciamiento y capacidad de síntesis. Mientras tanto la pequeña grabadora digital, silenciosa, de apariencia inofensiva, abre sobre la mesa que nos separa un surco por el que se cruzan preguntas breves y respuestas de una densidad que no les corresponde. No puedo evitar mirarla en algún momento para asegurarme de que sigue grabando, porque todavía me estoy haciendo con el manejo. Lo hago de reojo, intentando que la mujer no se dé cuenta, pero es inútil: son deslices que hacen que la entrevistada sea todavía más consciente de la presencia del aparato.

Pedí permiso al principio para grabar la entrevista, la conversación sobre trabajo que vamos a tener, dije, y saqué la grabadora. La mujer dejó escapar una risa corta, algo insegura, mientras se sentaba y ya estaba presente el aparato entre quien pregunta y quien responde, comenzando a excavar esa trinchera. Ella lo miró con timidez mientras yo le informaba de nuestra política de protección de datos y cuando dio su consentimiento lo encendí, deseando una vez más lo imposible: que la mujer se olvidase de la grabadora. Ya sé que las confesiones más íntimas e incluso los llantos vienen al final, cuando doy por terminada la entrevista, agradezco la colaboración y desconecto el aparato silencioso. Sé que lo más intenso sucede al apagarse la lucecita roja. Pero preferiría que no sucediera, ojalá no tuviera que suceder: yo no estoy buscando conscientemente esa intensidad porque, como intenté explicar el otro día ante los alumnos del curso de doctorado, no soy psicoanalista, ni periodista, ni practico el sensacionalismo. Una alumna preguntó si era posible que la grabadora actuase entre las entrevistadas y yo como detonante de sus confesiones. Contesté que no. Al revés. La grabadora actúa en todo caso como detonante de sus contenciones, si fuera posible detonar y contener algo a la vez. El detonante de la confesión es la pregunta en sí, la mera pregunta, el hecho de que alguien, por el motivo que sea, muestre interés por cualquier aspecto de la vida de mujeres cuyas opiniones y biografías no suelen interesar a las personas que las rodean, a las del barrio de al lado ni a las que viven más allá, en la ciudad visible, visitada por turistas. Quizá la grabadora dota a la entrevistada número seis de cierta elegancia al contar cómo su madre no supo quererla o educarla, porque la va a frenar, pero a pesar de eso la confesión va a ser rica y abundante, va a desbordar los límites de lo que hemos pedido.

Es cierto que debemos atenernos a unos tiempos y dirigir las respuestas por los derroteros que previamente habíamos marcado. Pero hay que saber escuchar, hay que respetar esa tromba, a la que prefiero asistir con cierto recogimiento antes que con la rígida actitud de marcar límites. Hay que dejar que la gente se exprese, y aprender de ella. Si vais a trabajar con personas en riesgo de exclusión social y a hacerles entrevistas en profundidad es mejor que os olvidéis de recetas inflexibles y reforcéis vuestra capacidad de escucha, dije en ese curso, y creo que fue el único consejo que di. Expliqué que estamos preguntando por el empleo en muchos casos a mujeres analfabetas, o víctimas de sus maridos, o que han sufrido desde niñas violencia dentro de la familia, o todo a la vez. ¿Cómo vamos a impedirles contar eso? Lo que no dije es que bastante hago con permanecer atenta y conseguir que mi cara no muestre la emoción que me causan muchas de esas confesiones. Necesitan contarlo para poder explicarnos por qué no han estudiado, por qué piensan que no sirven para otra cosa más que para limpiar casas, por qué creen que nunca podrán tener un trabajo «normal», como ellas dicen. Quizá sea bueno para ellas verbalizarlo ante una desconocida o quizá da igual, no lo sé, pienso mucho en eso, incluso me alivia creer que el acto de la entrevista pueda tener un efecto terapéutico. El efecto inmediato de ser escuchadas. A lo mejor a mí tampoco me vendría mal que llegase una desconocida abriendo un paréntesis en mi rutina con su grabadora de última generación y me preguntara: ¿y tú qué haces, en qué has trabajado antes, qué esperas del empleo, qué necesitas?

La grabadora evita el desbordamiento total, actúa como el muro de contención de un dique que reconduce solo, a veces sin mi ayuda, las trombas verbales de las mujeres, más rotundas en las de bajo nivel educativo que en las que tienen estudios, porque la pregunta a la que está respondiendo la entrevistada número seis cuando comienza a hablar de su madre no intentaba averiguar nada sobre su madre, claro está, la cuestión era otra y hubiera podido ser satisfecha con una respuesta mucho más breve. La entrevistada número cinco, por ejemplo, que tenía una diplomatura, resolvió pronto esa pregunta aunque luego se alargase en otras: dijo he trabajado en esto y en lo otro y en lo de más allá, y terminó. Sin embargo la misma pregunta se convierte ahora en un traje que se queda demasiado pequeño ante el poder de esa confesión que toma cuerpo, un traje pequeño y de un tejido inapropiado para la delicadeza de lo que contiene. Y habrá un momento en que ella diga, motivada en parte por la presencia de la grabadora: perdone que le esté contando mi vida, o: es mejor que me corte cuando haga falta, porque yo me pongo a hablar y no paro. Es lo habitual. Como habitual es la vocación y la historia laboral de la entrevistada número seis, casi toda mi vida trabajando mucho y cobrando muy poco o sin cobrar, dice. Me cuenta que empezó a limpiar casas con doce años, sustituyendo a su madre cuando ésta no podía. No es la primera historia que escucho en primera persona de niñas que limpian casas o trabajan en bares como algo impuesto por la familia, pero también admitido por los adultos que les pagan y por toda la gente que lo presencia. Alternaba eso con la escuela y con el cuidado de una vecina anciana a la que le habían amputado una pierna, que le pagaba bien a la madre y acabó siendo para ella como una abuela, dice. Mientras tanto llevaba la casa prácticamente sola, hacía la compra y la comida, cuidaba de sus hermanos varones de diez y ocho años y de su abuelo, el cual tenía una depresión profunda y según ella estaba «impedido». Pronto tuvo que dejar los estudios y siguió trabajando, dando a la madre todo el dinero que ganaba. Declara que el cuidado a personas mayores es una vocación para ella, que su sueño era ser enfermera y que se arrepiente mucho de no haber seguido estudiando. Se manifiesta entonces la superficialidad de la pregun

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