El bosque es grande y profundo

Manuel Darriba

Fragmento

Aldea

El viajero trae los zapatos destrozados; los cortes entre los dedos supuran un líquido amarillo. Delante se agrupan los cazadores, olisqueando el aire. La niebla empezó a despejar; deja al descubierto la corteza de los abedules.

—No parece de por aquí —dice un cazador, mirando los pies heridos.

—No soy de aquí —admite el viajero.

—¿Por qué quieres entrar en el bosque? —pregunta otro, con gesto de mando.

El viajero se encoge de hombros.

—Atrás no queda nada —murmura.

—Es un chico de la Ciudad —gruñe un tercero—. Otro más que atraviesa la Garganta.

—Sí —asiente el viajero, bajando la cabeza.

Los cazadores intercambian miradas. El aire del bosque está fresco; trae olores ácidos. El viajero ensancha el pecho y el aire entra como una zarpa. Mete la mano en el morral para extraer los paquetes arrugados. Las cabezas de los cazadores se mueven a la vez; un oleaje de manos ahoga el tabaco.

El viajero esquiva al grupo y entra en el bosque, caminando entre abedules que huelen a niebla.

Los aldeanos son bajos y secos, de piel más oscura que la gente de la Ciudad. Hombres y mujeres visten igual, pantalones de lino y gabanes sucios.

El grupo de aldeanos se detiene en seco.

—¿Quién eres? —pregunta uno de ellos en su dialecto.

El viajero se gira a medias, mostrando el camino que queda atrás. Las mujeres se esconden tras los hombres. Un chico alza un brazo y traza una elipse en el aire.

Es así como imaginan la Ciudad: una gran almendra que lo abarca todo.

El viajero cae al suelo sin sentir su cuerpo. Luces de antorchas brillan en la hierba húmeda. Una mujer grita algo en la oscuridad. Otras ríen.

El anciano se acerca despacio, curvando el cuerpo sobre un bastón torcido. Alza el palo y repasa las costillas del viajero. Éste lo deja hacer.

Luego viene una vieja con un par de zapatos. Los deja en el suelo y dice algo, señalando los pies heridos. El viajero se calza con dificultad.

Más tarde, los chicos lo llevan a una choza vacía. Se sienta en la oscuridad, tiritando; el frío de la noche tiene un borde cortante. Fuera suenan pasos que se alejan y regresan.

Las casas escalan una ladera orientada al este. Vista desde arriba, la aldea es un puzle de callejas y techos de retama.

La luz perfila las montañas; brotan los ruidos del día. Abajo hay una gran caldera de basalto, y alrededor se aprietan los cerros negros. Arriba, muy lejos, se extiende el cielo.

La mañana se abre paso entre los cantos de los gallos. Nubes de humo flotan sobre las casas, entrelazándose. Huele mucho a humedad.

La muchacha entra despacio; no quiere verter el contenido de la taza. El viajero siente dolor al estirar los brazos. Maneja la cuchara con torpeza; el líquido quema.

La chica es muy flaca. Bajo el vestido se dibujan los huesos, abultados como colinas. Saca pan del mandil y lo desmiga en la sopa caliente.

Guardan silencio. Ella pasa la mano sobre la tierra, alisando la superficie irregular. Luego traza con el dedo los lados de un rectángulo. Repite la operación varias veces, hasta que la tierra se llena de rectángulos.

Mira expectante al viajero, que asiente despacio. Ella abre la boca y suspira.

Los chicos lo observan a distancia. Tuercen la vista si él se acerca; muestran los dientes. Pasan los días. La hostilidad se transforma en indiferencia.

Por las tardes da paseos por el bosque. De vuelta a la aldea, se sienta en un rincón y mira a los aldeanos en sus trabajos.

Aprende a buscar comida en los corrales de los cerdos; allí está, revolcada en el barro. Se arrodilla a recoger las sobras frías. Aprende a hacerlo rápido, antes de que aparezcan los perros.

Un día se presenta ante el jefe. Está sentado a la puerta de su choza, tocándose la barba mientras observa la aldea.

—Quiero trabajar —dice el viajero, alzando la camisa para mostrar los músculos.

El jefe lo examina con ojos maliciosos. Guarda silencio; no parece entender.

—Soy fuerte —insiste el viajero, flexionando el brazo—. Quiero trabajar.

El campesino lo despierta antes del alba. Caminan mucho rato para llegar a una gran finca, lejos de la aldea.

El labrador conduce una pareja de bueyes. Varias mujeres lo siguen en silencio, cargadas con cestos y azadas. Alrededor de la finca hay robledales espesos. La tierra es dura y está húmeda.

El arado va abriendo surcos hondos. Las mujeres cavan detrás, siguiendo la estela de tierra. El viajero las imita; pronto le arden las manos y el pecho.

Más tarde cogen semillas y las esparcen por los surcos. Los granos brillan en el aire como perlas.

Comen sentados en círculo sobre la hierba. El viento revuelve las ropas; el vino arranca risas y gritos. Pasa la tarde velozmente.

De noche cae agotado en la choza. El labrador deja queso en el suelo y se marcha. Todo lo demás es silencio.

El matarife es viejo y jorobado; su cara conforma un mapa de arrugas y huesos. Pasa el invierno de casa en casa, matando los cerdos.

La choza en la que vive está deteriorada. Las retamas caen del techo y él no se ocupa de reponerlas. Cubre las grietas con ramas y trapos viejos.

El matarife es curioso y hablador. Mata el tiempo con el viajero; decide enseñarle el dialecto de la aldea.

Conversan en cuclillas junto al fuego. El viento penetra por los boquetes del tejado, llenándoles los ojos de humo.

El matarife usa las palabras como una pantalla para ocultarse.

—¿Desde cuándo el jefe es jefe? —pregunta el viajero.

El jorobado se retuerce en su sitio. Los ojos pícaros y el gancho de la nariz brillan en una cara negra.

—Hace mucho tiempo. Antes fue jefe su padre, y antes el padre de su padre. Este último era un viejo duro.

El viajero menea la cabeza.

—Entonces, el poder pasa de padres a hijos. El jefe se lo entregará a su hijo.

—Se lo entregará a su hijo —asiente el matarife—. Un hombre fuerte. Buen cazador.

El anciano sorprende en el viajero una sonrisa maliciosa. Eso parece molestarlo.

—Será un buen jefe —asegura, agitándose en su cubil mientras atiza el fuego.

El viajero hace un gesto de apatía; mira la hoguera que se aviva, escupiendo chispas a la oscuridad.

—Desconfían de mí —murmura.

—No conocemos a la gente de la Ciudad —dice el matarife con voz grave.

—Los conoceréis —zanja el viajero.

—¿Qué quieres decir?

—Están en el bosque.

El viejo alza la cabeza, como si hubiera oído un ruido tenue.

—Entonces, otros han venido contigo.

—Eso es.

—¿Dónde están?

El viajero tensa los hombros.

—Quién sabe.

Avanza el otoño y se acortan los días. El río d

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos