Canje

Víctor Sombra

Fragmento

cap

 

Michel descolgó el teléfono sin salir de la cama ni encender la luz de la mesilla. Quiso decir «¿diga?», pero lo que salió de su boca fue más bien un quejido que una pregunta, un bulto de aire amasado por el sueño y la sorpresa. Una figura tosca en todo caso si se comparaba con la exquisita dicción de su interlocutor:

—Buenos días, comisario, perdone que le despierte.

—Hola, Guiramonde, ¿qué pasa?

La mejor pronunciación de la comisaría y su secreta referencia durante años para dejar atrás los resabios checos de su francés. Se le hacía raro tratarle de usted. Le recordaba el tiempo en que pensaba que no servía para gran cosa.

—Lo que quiero es que cubra la escena —dijo finalmente Michel—. Lo primero, de hecho, lo único que quiero… —Aunque nuevamente hechizado y somnoliento, dejó hablar a Guiramonde más de la cuenta. Que si el cadáver estaba completamente hinchado, amoratado, enrojecido, que si desfigurado, que si no tenía manos.

—¿Brazos?

—No, manos, perdone que le corrija en este preciso punto, jefe.

Le dejaba hablar por el placer de oírlo, pero todo lo que decía no importaba ahora, al contrario, les estaba retrasando, se dijo, mientras encendía la luz de la mesilla. Las 5.45. Lo único importante era que en treinta minutos, cuando la gente fuera a trabajar y los turistas más madrugadores salieran de los hoteles no quedara ni rastro del cadáver.

—No, no me espere, Guiramonde, si llega el juez levante el cadáver y me pone un mensaje de texto. Yo lo veré en la morgue… Lo que importa es que no esté ni un minuto más a la vista… Eso es. Que acordone la baranda para que no se acerque nadie, y menos nadie del Hôtel des Bergues, ah, y que ponga una barca sin distintivo policial del otro lado del cadáver para que no quede expuesto desde los puentes cercanos… Sobre todo desde el puente peatonal ese…

—El puente des Bergues, jefe, en realidad una pasarela, para ser más preciso. Como sabe cuenta con más de un siglo de antigüedad…

—Lo que sea. Ese pequeño puente. Insista en que fotografíen el cadáver a conciencia antes de sacarlo del agua, luego no volverá a ser el mismo —dijo, y colgó el teléfono antes de exponerse a quedar de nuevo atrapado por las banales catedrales de voz que levantaba su adjunto a cada frase.

Se levantó expectante, temeroso, anticipando el quejido de sus rodillas que tuvo lugar apenas se sentó al borde de la cama. Le pasaba siempre al día siguiente de correr. Era como si la rótula y el fémur, ¿e incluso la tibia?, se negaran a seguir cooperando, pidiesen cada uno ir por su lado, que los dejaran en paz, que no había problema mientras no se los obligase a trabajar juntos y poner en marcha las articulaciones.

Entendía ahora la expresión rodilla de cristal. Un vidrio que sólo pide ser expuesto, permanecer inerte como vasos secándose al sol. Como exponen sus rodillas los ancianos en los pueblos checos en verano, sentados a la puerta de sus casas. Sin embargo, sabía que ese quejido era engañoso. El médico le había confirmado que había actividades más adaptadas a su edad, como la natación, el golf, incluso el ciclismo, pero también que aún era peor no hacer nada. Michel no sabía nadar y la bici le parecía una moto poco desarrollada. En cuanto al golf, quizá fuera un prejuicio de su infancia checoslovaca, pero no alcanzaba a considerarlo deporte sino un pasatiempo para gente más o menos adinerada. Un gasto inútil de tierra, de agua, de tiempo. Además, no estaba dispuesto a dejar sin más algo que había hecho con gusto toda la vida. Resistía, aunque notaba la sonrisa de los jóvenes cuando le veían de golpe ralentizar la carrera, buscar en el borde del césped una superficie más blanda que la tierra y, también allí, avanzar como si pisara huevos.

Cargando con sus rodillas pasó al cuarto al baño. Una ducha caliente acallaría un rato el quejido de sus articulaciones. Se sentó al borde de la bañera dejando que el chorro de agua cayera de plano sobre las piernas. Seguro que sus rodillas no se quejarían igual el año siguiente, cuando recién jubilado cruzase las calles empedradas de Praga, buscando a Dušana en su pastelería favorita o en la biblioteca municipal de la plaza Marianské. Mucho menos se quejarían el día de la inauguración del Museo de la Motocicleta Checoslovaca prevista para el 3 de marzo, cumpleaños de Dušana. Otros se ocuparán entonces de esta ciudad gris e impasible, de los rarísimos aunque siempre inoportunos cadáveres del lago. Lo harán seguramente en un impecable francés, aunque Michel seguía dudando de que Guiramonde tuviera el tipo de incompetencia que se precisaba para substituirle.

El mismo celo perruno de Guiramonde, que le llevaba a insistir en que Michel se acercara inmediatamente al borde del lago, en explicarle de antemano todos los detalles del muerto, le impedía darse cuenta de que el daño principal a evitar en ese momento era la publicidad. Todas sus carreras y explicaciones de devoto investigador no iban a despertar a Jean du Lac. Además, todos los veranos se ahogaba gente. El último, un treintañero africano que la semana anterior había saltado al lago desde una barca alquilada. La diferencia era que se conocía su desaparición, denunciada por los amigos que le acompañaban en la barca. La diferencia era que el suceso tuvo lugar frente a un parque alejado del centro y el cuerpo fue encontrado a cien metros de la ribera y siete metros de profundidad y no a flote, tocando el dique del hotel más lujoso de la ciudad con la punta de un pie o de la nariz, o lo que fuera, a falta de otras extremidades. La diferencia era que al africano lo descubrieron los equipos de salvamento y no unos ricos turistas ingleses que se asomaban al borde del lago para ver amanecer cerca del lugar donde fue asesinada la emperatriz de Austria. La diferencia, sobre todo, era que al joven africano, lo mismo que a Sissi emperatriz, no le faltaba nada. Apareció íntegro, intacto, como debían aparecer los cadáveres en una ciudad alejada tanto de los fundamentalismos religiosos como de los ritos y supersticiones atávicas.

No dejaba de ser chocante que al ir a rememorar la muerte de Sissi los turistas se encontraran con algo tan diferente. En realidad, el de Sissi fue uno de los cadáveres más discretos de la historia. La emperatriz acudió una tarde a tomar el barco que salía enfrente de su hotel. Iba de incógnito, acompañada sólo por su dama de compañía. Un hombre que pareció tropezar le había golpeado en un costado, pero ella, aunque con molestias, había embarcado. Luego se encontró peor y volvieron a tierra, pero hasta que después de muerta le desabrocharon el apretado corsé para desnudarla en la habitación del hotel no se dieron cuenta de que le habían clavado un finísimo estilete.

La aristocracia de la época debió admirarla en muerte tanto como en vida. ¡Qué grandeza! «Hasta para morir, ¡qué discreción, qué limpieza, qué supina elegancia!», se dijo Michel, pero perdía la sonrisa al pensar en el muerto encontrado en el lago, desmembrado e hinchado en distintas partes, entre amoratado y enrojecido y seguro que pestilente a varios metros. A falta de otros datos, la compleja descripción del cadáver no servía más que para agobiarle, por lo que sentándose despacio en el retrete pasó del cadáver a Guiramonde y su posible ascenso.

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