El comensal

Gabriela Ybarra

Fragmento

cap-1

Nota previa

Esta novela es una reconstrucción libre de la historia de mi familia, sobre todo la primera parte, que transcurre en el País Vasco en la primavera de 1977, seis años antes de que yo naciera. Durante los meses de mayo y junio de aquel año secuestraron y asesinaron al padre de mi padre: mi abuelo Javier. Escuché por primera vez la historia a los ocho años. Un compañero de clase en el colegio, nieto del fiscal que había llevado el caso, me explicó cómo su abuelo pescó el cadáver del mío en la ría del Nervión con una red traíña, del tipo que usan los gallegos para capturar boquerones. Años más tarde, la nieta de un médico forense, compañera de clase en otro colegio, me confesó que su abuelo había diseccionado el cuerpo del mío después de que lo encontraran atado de pies y manos y arrollado por un tren cerca de la estación de Larrabasterra. Durante muchos años tomé las dos historias por ciertas y las mezclé con conversaciones escuchadas en casa hasta elaborar una versión propia. Pero en julio de 2012 sentí la necesidad de profundizar en los detalles del asesinato de mi abuelo. Mi madre había fallecido hacía casi un año, y a raíz de su enfermedad, mi padre había empezado a hablar de la muerte de forma extraña. Sospeché que el secuestro podía tener algo que ver. Metí el nombre de mi abuelo en Google y visité hemerotecas. Tomé muchas notas sobre lo que leí: transcripciones literales de noticias y reacciones. Pero las escenas que imaginaba terminaron filtrándose en mi crónica. Lo que cuento en las siguientes páginas no es una reconstrucción exacta del secuestro de mi abuelo ni lo que realmente le ocurrió a mi familia antes, durante y después de la enfermedad de mi madre: los nombres de algunos personajes están cambiados y varios pasajes son fabulaciones a partir de anécdotas. A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender.

cap-2

PRIMERA PARTE

cap-3

I

Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida. Es invisible, pero está ahí. Tiene plato, vaso y cubiertos. De vez en cuando aparece, proyecta su sombra sobre la mesa y borra a alguno de los presentes.

El primero en desaparecer fue mi abuelo paterno.

La mañana del 20 de mayo de 1977 Marcelina puso un hervidor de agua en el fuego. Aprovechando que el líquido todavía estaba en reposo, cogió un plumero y comenzó a desempolvar la porcelana. Un piso más arriba, mi abuelo entraba en la ducha, y al fondo del pasillo, en donde las puertas formaban una U, descansaban los tres hermanos que aún vivían en la casa. Mi padre ya no vivía ahí, pero en una escala entre Nueva York y otro destino había decidido acercarse a Neguri para pasar unos días con su familia.

Cuando sonó el timbre Marcelina estaba lejos de la entrada. Mientras pasaba su plumero por un jarrón chino escuchó que alguien gritaba desde la calle: «¡Ha habido un accidente, abran la puerta!», y corrió hasta la cocina. Miró un instante el hervidor, que ya había empezado a silbar, y deslizó el cerrojo sin asomarse a la mirilla. Al otro lado del umbral, cuatro enfermeros encapuchados se presentaron abriendo sus batas para mostrar las metralletas.

«¿Dónde está don Javier?», dijo uno. Sacó un arma y apuntó a la chica para que les indicara el camino hasta mi abuelo. Dos hombres y una mujer subieron por las escaleras. El cuarto se quedó abajo, vigilando la entrada de la casa y revolviendo papeles.

Mi padre se despertó al sentir algo frío rozándole la pierna. Abrió los ojos y se encontró a un hombre levantando su sábana con el cañón de un arma. Al fondo de la habitación, una mujer repetía que estuviera tranquilo, que nadie le iba a hacer daño. Después la chica avanzó despacio hasta la cama, agarró sus muñecas y las esposó al cabecero. El hombre y la mujer salieron del cuarto, dejando a mi padre solo, maniatado, con el torso descubierto y la cabeza girada hacia arriba.

Pasaron treinta segundos, un minuto, tal vez más. Tras un lapso de duración indefinida, los encapuchados volvieron a entrar en el cuarto. Pero esta vez no venían solos; junto a ellos aparecieron dos de mis tíos varones y mi tía pequeña.

Mi abuelo seguía en la ducha cuando oyó que alguien gritaba y aporreaba la puerta. Cerró el agua, y como los ruidos no cesaban, se enroscó una toalla y asomó la cabeza al pasillo para ver lo que ocurría. Un hombre con el rostro cubierto metía el revés de su codo en la boca de Marcelina; con la mano contraria sujetaba la metralleta que apuntaba al hueco de la puerta abierta. El hombre entró en el baño y se sentó sobre la taza. Agarró a la asistenta por la falda y la obligó a arrodillarse sobre un charco en el suelo. A escasos centímetros, mi abuelo trataba de arreglarse frente al reflejo del arma. Se peinó y se engominó, pero los dedos le temblaban y no pudo trazar recta la raya que atravesaba su cabeza. Al terminar salió del baño, cogió un rosario, unas gafas, un inhalador y un misal. Se anudó la corbata y a punta de metralleta caminó hasta la habitación en la que se encontraban sus hijos.

Los cuatro hermanos lo esperaban maniatados sobre la cama, mirando cómo una mujer sostenía las muñecas de Marcelina. En el silencio se oía el silbido del hervidor.

Cuando terminó de esposar a la asistenta, la mujer bajó a la cocina, colocó el recipiente sobre la encimera y apagó el fogón. Mientras, en el piso de arriba, sus compañeros reorganizaban a los rehenes. Primero les hicieron moverse hacia los lados de la cama hasta dejar un hueco. Luego arrancaron la corbata del cuello de mi abuelo y lo sentaron en el medio.

El más corpulento de los hombres sacó una cámara de una bolsa de cuero negro que colgaba de su cintura y abrió el pasamontañas a la altura del ojo para asomarse al visor, pero ni mi padre, ni mis tíos ni mi abuelo lo miraban. El encapuchado chascó un par de veces los dedos para captar su atención, y cuando al fin lo logró, apretó el botón tres veces.

* * *

Un punto que aún no ha sido aclarado es el paradero de las fotos que hicieron a la familia los secuestradores y las tres instantáneas de Ybarra que se llevaron al abandonar la casa.

«Estoy en disposición de asegurar», afirmaba uno de los hijos, «que no hemos recibido ninguna de las tres imágenes de mi padre como prueba. No sabemos qué habrá sido de ellas, y tampoco de las fotos que nos tomaron a la familia con mi padre momentos antes de llevárselo. En éstas aparecemos los hijos que entonces estábamos en la casa, con él, en grupo y despidiéndonos antes de partir.»

El País, viernes 24 de junio de 1977

* * *

El monte Serantes estaba cubierto por una niebla densa y pesada que se descomponía en chubascos. Los torrentes bajaban por la ladera hasta la ría del

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