Los primeros días de Pompeya

María Folguera

Fragmento

cap-1

1

Tu historia comienza en verano. A la sequedad, que se prolongaba cuando llegó octubre, se sumó una noticia que hacía más difícil respirar, dormir, avanzar, como si la ciudad se hubiera convertido en un desierto. Estaba preocupada porque por primera vez se había abatido sobre el mundo un suceso inevitable, y buscaba la mejor manera de comprenderlo.

El hecho era éste: mi tío Víctor sólo abría un ojo cuando alguien tosía a su lado, cuando un teléfono móvil se disparaba y derramaba su melodía, cuando el señor de la cama de al lado apretaba un botón y el enfermero carraspeaba por el telefonillo.

—Qué quiere.

—Se ha acabado el suero.

—Ahora mismo se lo cambio.

Víctor parpadeaba y volvía a abrir la boca llena de grietas, se hundía otra vez en un sueño caliente, se dejaba adormecer por la fiebre.

—Qué pesados sois. Cómo habláis.

Víctor intentaba alcanzar los últimos rayos líquidos de luz en el hospital, entregado a una tarea de la que desconocíamos los detalles, pero con la que nos aprestábamos a colaborar, sin saber muy bien por qué.

—Mira, Víctor —insistía yo en conversar—, ¿has visto que me he pintado las uñas de color azul? Se llama Electric Blue Shock, este color.

—Es horroroso —respondía él.

Estaba decidido a protestar ante la falta de silencio. Es difícil saber cuándo el que ya sólo fabrica silencio en las laboriosas celdillas de sus órganos quiere o no tomar el ajetreo que le ofrecen los otros, el préstamo del ruido y los planes.

—He comprado este pintaúñas en un chino, ¿has visto?

Yo destilaba ruido para Víctor, sin saber si lo aceptaba por educación o porque de verdad su silencio quería adornarse un momento con mis zumbidos.

Meses antes, Víctor había anunciado una enfermedad sentado en la mesa familiar, y desde ese mismo momento se había impuesto la certeza de que era mejor no hablar de ello. Seguramente ahí empecé a atisbar esta historia. Yo me preguntaba, ¿por qué este disimulo, por qué esta incapacidad para arriesgarnos a aceptar que se muere? El cáncer va pelando a la persona como si fuera una fruta y todos retrocedemos, aceptando la norma, sin saber quién la dictó, de no interponerse entre el cuchillo invisible y aquel que entorna los ojos. Sin embargo, aunque guardé las formas desde el primer momento, y no aflojé y no dije estupideces, y fui madura y me mantuve serena, cuando sucedió y Víctor cayó definitivamente bajo el sol que lo miraba sin parpadear, pensé que esto no iba a quedarse así. Hacía falta una palabra, un intermedio, una conexión para terminar de comprender cómo era esto de ver morir a otro. De todo este Génesis insatisfecho, el libro primero iniciado desde el asombro ante semejante pobreza funeraria, acabarías apareciendo tú. Tú, un punto de sangre entre tu padre y yo. La demostración de que en realidad no tenemos miedo; de que a pesar del miedo estamos dispuestos a morir una y otra vez. ¿Por qué no celebrarlo, entonces?

cap-2

2

Tu padre y yo vivíamos en un antiguo almacén, en lo alto de un edificio de la calle del Carmen. La noche en que la historia continúa subíamos las escaleras hacia nuestra puerta. Al pisar, la madera se hundía ligeramente. Veníamos de despedir a Víctor: primero la cortina hermética había cubierto la ventana del tanatorio y después, abrazados y compungidos, los supervivientes nos habíamos marchado a comer, a una larga velada en un restaurante de mantel blanco. Buscamos consuelo en la carta del menú y estiramos la sobremesa hasta que cayó la tarde, sin otro ritual ni palabra mágica que nos prometiera una restitución. Nos habíamos despedido y yo me había preguntado si nos conformaríamos con esa tristeza sobria, si de verdad estábamos de acuerdo en aquella impotencia y aquella discreción. Por ejemplo, ¿debíamos haber reservado un espacio para Víctor? ¿No habíamos trazado demasiado rápido la nueva distribución de platos y sillas? Allí faltaba una solución para incluir a aquellos a los que ya sólo podíamos ver en las fotos.

Callaba y pensaba en esto mientras subíamos a oscuras, con el móvil en la mano, alumbrando paredes e interruptores inútiles. Nadie más vivía en el edificio. Nunca habíamos visto abrirse ninguna de las puertas que nos salían al paso, todas con un pomo que debió de ser dorado hace tiempo. Nuestra casa estaba en el último piso. Era estrecha y larga: un pasillo en el que se alineaban la cama, el sofá y la tele. En un rincón el dueño se las había arreglado para instalar una pequeña cocina, y en el único cuarto de la casa había logrado encajar el baño que definitivamente le permitiera considerar aquello un espacio habitable, y por lo tanto cobrar un alquiler a los primeros afortunados que la descubrieran. Estábamos orgullosos de vivir en el centro de la ciudad, y del precio barato que pagábamos gracias a que, seguramente, aunque el dueño se hubiera empeñado en hacerla habitable, una inspección por parte de las autoridades competentes no habría estado de acuerdo.

Al entrar, como todas las noches de invierno, nos precipitamos a enchufar el radiador antes de encender la luz siquiera. La casa tenía ventanas a cada lado: en uno la galería de ventanucos gruesos sobre la calle del Carmen, y en otro, la ventana que daba al patio, atravesada por una hendidura que separaba el cristal en dos mitades. Hasta los ventanucos ascendía el murmullo de los que recorrían la calle abrazados a sus bolsas de papel y sus teléfonos móviles, y también la flauta que tocaba una y otra vez las mismas notas de «The sounds of silence». Su dueño se apostaba cada día junto a nuestro portal y cumplía con una jornada de más de ocho horas en las que repasaba el inicio de «The sounds of silence» hasta que ya no lo escuchábamos. Era como si agitara en el aire las cabelleras de Simon y Garfunkel insertadas en un palo, reclamando la colaboración del gentío apresurado que lo rodeaba, de compras, directo al cine, camino al próximo bar. La calle del Carmen era un sendero necesario para atravesar el corazón de la ciudad, que no ofrecía motivos para detenerse ni mucho menos descansar. Del otro lado de la casa, el del patio, de noche sólo nos llegaba silencio, hasta que empezara el día siguiente y se despertara también la cafetería de la planta baja, los únicos ocupantes del edificio aparte de nosotros. Nuestra única relación con ellos consistía en dejar que la freidora de su cocina arrojara efluvios de aceite oscuro hacia la ropa tendida.

Sentados en el sofá, a oscuras, tardamos en quitarnos el abrigo. Nos recuperábamos del trayecto de cinco pisos. La ventana del patio recogía un leve resplandor naranja, como si la luz de las farolas del barrio hubiera rebasado la azotea y se filtrara por la raja de cristal.

—Se ha despegado el cartón —dijo tu padre.

Y era cierto. En el suelo yacía una caja de galletas desplegada y aplanada, con los trozos de esparadrapo vueltos hacia el techo.

—Levántate tú.

—No, levántate tú.

Era nuestro remedio para callar el frío que empezaba a silbar por ese resquicio. Una eficaz

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