Animal doméstico

Mario Hinojos

Fragmento

cap-2

[9 de marzo] Usó la palma de su mano como parabrisas y lo que vio después se parecía a lo de siempre. Primero un árbol; ahora esa verja hecha de palos secos, o esa otra. Una farola, una gasolinera, una pequeña enramada. Siluetas que aparecen al borde del camino y se entrecortan como los fotogramas de una vieja película. Ahora ve una pequeña ranchería, y ve también un último grupo de vaquillas enjutas que pastan racimos amarillos. Cada tanto montones de escombros y de brozas. Entonces la primera anomalía; los retenes junto a la vereda que advierten sobre amenazas muy próximas. La tensión en los que van a su lado, movimientos vaciados de equilibrio, nerviosos, de quien intuye un peligro aproximarse. Recuerda sobre todo los ladridos. El eco continuo de voces animales crece hasta que bloquean la carretera y el primer guerrillero sube a bordo. Vestía overol oscuro y se agarraba a una esas metralletas rusas de las que tanto se habla en las páginas de prensa local. Pronto todo son bufidos y amenazas. Una manada de dogos mallorquines se encarga de vaciar el autobús mientras el resto del escuadrón espera afuera. Me resulta imposible deshacerme de un recuerdo tan violento, dice tratando de revivir la escena. Comenzaron a patear a los que se iban apeando. La gente se amontonaba sobre la acera. Unos contra otros en una especie de abrazo colectivo que buscaba resguardo. El gesto hacía la escena más dramática. Era por los perros. Se movían alrededor del grupo como si fueran pastores intimidando a un ganado enloquecido y en pánico. Todavía los vi someter al conductor. Lo cogieron del cabello por la parte de la nuca y encajaron sendos rodillazos sobre su abdomen. Luego los rociarían con diésel. A él primero; después al autobús: los asientos, el pasillo, las valijas que habían quedado desperdigadas tras la irrupción. El olor acre nos irritó los ojos y los perros parecían alebrestados con la promesa combustible de aquel vaho artificial. Fue entonces cuando comencé a correr. Un impulso sin premeditación. Aceleré hasta pasado el último bloque de viviendas, donde comienzan a aparecer las chimeneas. No volví la vista hasta que me topé con las bodegas del parque industrial y su pestilencia imposible me detuvo. Recuerdo el hedor confuso de esa mezcla, los contornos putrefactos del guano y encima de ellos el emplaste a carburante quemado. Cuando ya vomitaba, escuché a lo lejos la primera explosión. Le siguieron decenas de estallidos más que pronto se volverían una sola nube gris cubriendo el cielo.

cap-3

[Día 2] Ya desde el vestíbulo Mariano advierte la austeridad que predomina en la casa. Una cualidad que contrasta en todo momento con las señales recargadas del exterior. El edificio le parece demasiado vacío como para asociarlo al hábitat de una familia y sí al aspecto higiénico o la neutralidad de un hospital. Esto último contribuye de forma decisiva a que la impresión de las visitas iniciales sea la de acudir a una consulta. Sus cavilaciones son fácilmente atribuibles a las formas y distribución del edificio: la escasez de ornamento; un blanco integrador que cubre todos los muros; perfiles rígidos y angulares que evitan los rincones de mayor laxitud. La vivienda atrae en su belleza material y en su espaciosa disposición utilitaria, pero distancia al huésped; repele la naturaleza orgánica del que trata de ocuparla. Pensándolo de esta forma, toda la casa parece propicia para el desarrollo de las sesiones de terapia. El paciente es capaz de abstraerse del caos de la ciudad aunque, en ocasiones, experimenta la inseguridad de quien se siente fuera de lugar y teme quebrantar un orden al que es ajeno. Mariano se pregunta si existe alguna premeditación y, a su manera, se lo hace saber al terapeuta. ¿Es común que se atienda en una casa?, pregunta. Conozco muchos ejemplos de terapeutas que se instalan en despachos adjuntos a su propia vivienda, le responde el doctor. El paciente vacila pero admite sentirse intimidado por el lugar. En principio es frío pero hay algo que acaba por abrazarlo a uno, dice. Espero que esa impresión no desaparezca en adelante, Mariano, es importante que resulte cómodo para usted. ¿Debo sentarme?, pregunta ahora. El terapeuta asiente y le indica un sofá situado a unos pasos de la ventana. Lo hace con un gesto imperativo, un chasquido de sus dedos que señala el sitio en que debe colocarse. Mariano hace caso sin tener en cuenta el trasfondo despótico que puede intuirse detrás de un ademán de ese tipo. Luego observa el estudio con detenimiento, como ya ha hecho con los otros espacios de la casa que ha debido atravesar. ¿Se sienta siempre ahí?, dice. Por lo general sí, responde Meyer. ¿Hay algo que deba saber? ¿A qué se refiere? ¿Alguna regla?, quiero decir. No hay ninguna, Mariano, nada más allá de su sentido común. Permanecen en silencio unos minutos y es el terapeuta quien lo invita a seguir. ¿Piensa en el incidente del autobús? Todo el tiempo. ¿Y qué es lo que siente? Lo que sentía en ese momento, supongo. Pánico, terror. ¿Terror a qué? A que me maten, a que vengan a buscarme. ¿A buscarle? Había más de veinte personas allí dentro y solamente escapé yo. No sé si los ejecutaron, oí detonaciones pero sobre todo una explosión. Lo demás, bueno, ya se sabe. Hubo muchos otros secuestros similares. ¿Y qué pasaba por su mente en esos momentos? Si le soy sincero deseé con todas mis fuerzas que allá atrás ocurriera una auténtica masacre. Todo ese tiempo, mientras corría, trataba de pensar que si mataban a alguien, a cualquiera, no me dispararían a mí, no les importaría yo. Creo que desde entonces no he podido abandonar esta sensación de alerta, de vigilia permanente; vivo a la espera de que me alcancen los disparos.

cap-4

[Día 3] Hoy he conocido al resto de los habitantes de la casa. Primero a la mucama, que también desempeña labores como secretaria y enfermera. Le llaman Martha y es un chico. Ha hecho especial hincapié en la forma correcta de pronunciar su nombre: marcando la hache como una jota apagada entre vocal y consonante. Dijo que era el apodo de una madrina fallecida en su infancia, y que siempre le había parecido de una elegancia aristocrática. A mí la elección me pareció algo vulgar aunque coherente con el resto de su aspecto. Calza tacones stiletto y un pantalón de tubo que aprisiona las nalgas de manera imposible. Supe después que también puedo llamarlo Fernanda. Simple feminización de su nombre masculino. La madre del terapeuta lo llama muchachita, actitud que sin duda se ha ganado el empeño del joven ayudante. Según me ha explicado después el terapeuta, lo hace con total convencimiento de que se trata de una joven mujer y eso desata la abnegación del chico. La atiende como si fuera parte de su propia familia, dijo el doctor Meyer. No supe mucho más sobre la madre, pero pude intuir que el tema de su enfermedad es un espacio vedado. El doctor hizo una mínima alusión al deterioro de sus funciones intelectuales. Luego pareció p

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