Madre mía

Florencia del Campo

Fragmento

cap-2

I

4 de septiembre de 2012.[1] Madrid.

Había llegado el 28 de agosto a vivir. (¡¿A vivir?!) A menudo distingo viajar de vivir. Qué locura. Viajar de vivir.

No, no me voy de viaje, me voy a vivir.

Pues mira lo que te digo: nunca he viajado muerta.

Pues mira lo que te replico: he visto zombis en los viajes.

Ah, sí, sí. Se llaman turistas.

A vivir. Qué locura.

¿A quién se le ocurre vivir con una madre con cáncer? Léase: a quién se le ocurre pensar en vivir mientras su madre muere de cáncer. O: a quién se le ocurre vivir bajo el mismo techo que su propia madre con cáncer. En esta doble posibilidad de lectura, tal vez, todo.

Madrid. Mucho calor. Vengo de un país donde agosto es helado. Agosto es:

– árboles raquíticos,

– adoquines mojados por lluvias,

– colectivos sin calefacción que saltan sobre los adoquines,

– perros callejeros temblando,

– bares de moda con cafés humeantes,

– bares de barrio con viejos en abrigos que llamamos «campera»,

– bufandas de abuelas en gente grande y

– bufandas de máquina en niños pequeños,

– parques desiertos,

– cielos cerrados,

– manos con guantes,

– labios resecos,

– ansias por un septiembre que traiga primavera.

Paseé por el parque del Retiro. Descubrí Lavapiés. Me apropié de un olor que desde entonces funcionaría como carné de identidad de la ciudad: el del metro.

Y, de pronto, caes internada. Tu cáncer de pulmón ha hecho metástasis en el cerebro. Tu cáncer [...] ha hecho [...]: en el cáncer, vida propia. Voluntad de acción. O acción involuntaria, refleja. Tu cáncer de pulmón refleja voluntad de metástasis en el cerebro. Tu cerebro refleja voluntad de cáncer. No es justo, lo sé, perdóname: solo estoy jugando con las palabras (es la putada de no poder escribir con tu pelo, con tus pómulos..., mamá, mami, madre sin carne).

Me llegaban noticias de tu estado, desde Buenos Aires, permanentemente. Los médicos te dieron entre horas y días de vida. ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Intentar llegar a tiempo, jugarte una carrera? O, tal vez, esperar a que estuvieras muerta.

Horror. Qué espanto de hija.

Qué hija de puta.

¿Muerta?

Sí, dijo «muerta».

¿Por qué muerta?

Porque cree en el cuento del lobo. O en el «me caigo y me levanto cien veces». Lo que no quiere es ir al pedo. A ver si va y no muere. ¡Es que acaba de venir de ahí!

Pues que vaya y venga todas las veces que hagan falta, ¡o que se quede en su país junto a su madre! No te jode...

Ella no vive más en su país, y ya se volvió de la ciudad a la que se había mudado por cuidarla. Ahora necesita instalarse en Madrid.

¡Y la madre se está muriendo!

Como sea, pero un avión no es una ambulancia. Ella no va a ir si de verdad no está muriendo.

A ver si nos entendemos: ¿la quiere muerta? ¿Alguien sabe?

No, no, ella no está diciendo eso: solo dice que una cosa es ir a un velorio y otra muy distinta es ir y que no haya evento.

¡¿Evento?!

«Esta niña habla sola», dijo una vez la abuela en mi infancia. Pensaron en llevarme a un psicólogo. Estoy jugando, abuela, pensé yo. Pero no se lo dije. Si estoy jugando sola, ¿con quién quieres que hable? («querés», ¿con quién querés...? Es un recuerdo de Argentina, no hablaba yo de tú). Estoy hablando con mi hija, solo que vos no la ves porque es mi juego. Abuela, ¿querés jugar conmigo? No se lo pregunté. (A veces de pequeña me quedaba sin palabras, me quedaba sin pelo —cuando mi hermana mayor me los arrancaba en las peleas—, me quedaba sin pómulos —cuando las mejillas reflejaban una buena alimentación y una próspera infancia—, pero sin palabras, niña, abuela, sin palabras me quedaba.) Qué linda mi abuela. A menudo la echo de menos. Cuando veo a las mujeres mayores en el metro de Madrid pienso en ella, siempre. Y quedo demolida. Un recuerdo: una tarde bajando de un taxi. Ella viajaba adelante porque en el asiento de atrás no tenía lugar para estirar las piernas y aliviarlas de la artrosis. Yo me bajé del asiento trasero y a continuación hice lo que hubiera hecho cualquiera: cerré la puerta. Pero resultó que lo que sonó no fue la puerta sino un grito de dolor que se me clavó en la sien. Mi abuela se había asido de ese pedazo de taxi que hay entre la puerta delantera y la trasera. Lo había hecho para poder ponerse de pie y salir del coche. Mi portazo le pilló cuatro dedos. Esa tarde llamamos a una ambulancia porque le subió muchísimo la tensión. Los dedos estaban bien. Me sentí tan culpable que de ese día recuerdo hasta los sonidos. Un recuerdo: algo que no ha sido protegido del todo por el olvido.

Pero allá en Buenos Aires ya todos lloraban tu muerte inminente en los pasillos del hospital. Creo que me dijeron que mi padre quebró en llanto. Que ante las noticias de los médicos, el panorama y la reacción del grupo familiar fueron dramáticos.

En un correo que le envié a un amigo el 5 de septiembre escribí: «Lloro en el metro, no creas que no es romántico». No lloraba por las mujeres mayores, ni por el olor. Lloraba por vos. Sin embargo, no lo recuerdo, lo leo.

(Material [...] de archivo. [...] Material extraño. Material impropio. [...] Al final todo será amnesia.)

Recuerdo.

Recuerdo que estaba como congelada. Se me habían endurecido los rasgos de la cara. No tenía ganas de hablar (a veces de triste me quedaba sin palabras). No podía comer (me quedaba con pómulos en la flacura). El cuerpo se me había encogido como un resorte sobre el que se apoya algo muy pesado. En ese momento yo paraba en una casa de un barrio alejado del centro de Madrid. Después resultó que en ese barrio viví casi un año, pero entonces, en septiembre de 2012, era todavía para mí un escenario ajeno y provisorio.

(Material ajeno que al final me apropio.)

¿Turista?

No, se va a quedar a vivir.

 

 

Había volado a Madrid en un avión de Iberia que despegó de Montevideo. Quince días antes de irme de Uruguay, mi hermana L. fue a visitarme, o más concretamente a visitar a un pibe que había conocido en un chat internacional, o por lo menos del Mercosur. Se hospedó en la casa de mi amigo R., donde yo estaba parando. Le cociné un guiso de lentejas del que sobró como para repartir entre todos los lumpen de Ciudad Vieja. Me cayó tan pesado que acepté con desesperación el analgésico intestinal que mi hermana me ofreció. Intentamos divertirnos, a pesar de que entre ambas había una tensión que nunca hubiésemos deseado. Como un cable de luz de poste a poste. Algo antiestético pero necesario. Largo y frágil, rudimentario y a la vez útil. Una tensión-cable que si se arrancaba iba a ser peor: para enroscarla al cuello, hacerle un nudo y ahorcarse.

Intentamos divertirnos.

Cenamos le

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