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Sara Cordón

Fragmento

cap-1

Media beca

Sara baja la altura de la silla porque Peralta tiene la manía de adaptarla a su tamaño. Una vez acomodada, comienza su jornada como recepcionista en una escuela de escritura creativa situada en la calle Leganitos.

Desde que regresó de Italia, donde terminó la carrera gracias a una beca Erasmus, su perímetro de acción discurre entre el cuarto que alquila en la zona de Usera y la escuela en la que trabaja. A esta existencia limitada hay que añadir las cenas semanales en casa de su familia, además de la aventura que le supone algún viaje en tren de cercanías a su universidad, donde está sacándose la suficiencia investigadora de un doctorado en literatura. Sin embargo, desde anoche algo ha cambiado. Peralta le nota un vigor raro y se sorprende de verla así; con las manos sudorosas en horas laborales, más concentrada que nunca, venga a arrastrar el ratón por la alfombrilla.

—¿Qué coño haces, loca?

—Trabajar.

Pero aunque Sara está tras el mostrador, no llama a los alumnos morosos para reclamarles la mensualidad ni responde los emails de la gente que pide información sobre la escuela. Tampoco está cumpliendo con los deberes que le ha asignado el jefe ni repartiéndose las tareas con Peralta.

Anoche, en el barrio de Cuatro Caminos, cerca de la calle con nombre de general franquista en la que vive su familia, Sara asistió sin querer a la inauguración de Villa Abundancia, una iglesia que se anuncia con citas en la fachada: «Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida (Confucio)». «Desplieguen las alas (Isaías 40,31).» No entiende qué tipo de religión será esa que mezcla proverbios confucianos con versículos católicos pero el caso es que Sara hizo algo que llevaba años sin permitirse: sentarse en un banco y dejar pasar el tiempo. Miró los coches que subían por Bravo Murillo, miró también las palomas, tan grises y tan feas, moviendo el buche hacia delante y hacia atrás. Terminó comprobando todo lo que ha cambiado Cuatro Caminos desde que se ha convertido en uno de los epicentros de la latinoamericanidad madrileña. Su familia la esperaba con la cena lista, pero decidió quedarse allí un rato. Ahora siente que le han crecido alas.

—Joder, pues hoy te veo espídica —insiste Peralta—. ¿Me vas a decir que para registrar alumnos necesitas tener quince ventanas abiertas en el navegador?

Por no irse a casa a mediodía y regresar a la escuela de escritura dos horas después, Sara come casi siempre de táper en el almacén. Luego se vuelve a sentar en la recepción, detrás del ordenador. No importa que esté el jefe, ella aprovecha ese tiempo para dar un poco de charla a los profesores que entran o salen y que, más que profesores, son escritores reconocidos.

Ese día llega Alejandro Zambra a impartir un taller intensivo sobre novela breve. Parece amable, con un poco de grasa en el pelo. Antes de que entre en el aula, Sara le imprime su lista de alumnos y le da un rotulador sin estrenar para que escriba a gusto en el pizarrón. «Treinta alumnos, lo has llenado.» Eso le dice, tomándose confianzas. Al verlo titubeando, respondiendo «sssí, grasssiah» con las dos primeras eses chilenas tan silbantes y una última aspirada, le dan ganas de agarrarlo del brazo y llevárselo al almacén. Nada demasiado erótico; simplemente convidarle a las dos albóndigas y a los colines que le han sobrado del almuerzo. Está segura de que, bien comido, será más receptivo. Entonces podrá preguntarle lo que siempre quiso saber: «¿Cómo lo haces, Alejandro? ¿Cómo lo haces para escribir como si nada esas cosas bonitas y sencillas? Ese verso que me gusta tanto de “mañana hablaremos del mar / mañana cambiaremos el lugar / de esa ventana”, que de primeras parece bobo pero luego no lo es. ¿Cómo te las apañas para ser literariamente agradable, un poco innovador y un poco guay pero sin pasarte, para que todos te queramos cuando te leemos?».

Sara está dispuesta a limpiarle la boca con papel de cocina y darle las gracias por sus libros: «gracccias», con una ce y una ese final muy castellanas. Pero no hace nada de eso. Sólo lo trata con una camaradería excesiva y nunca sabrá si, tras un encuentro con él en el almacén, Zambra se hubiera ido con un poco más de convicción a impartir su clase.

—¿Cómo que clases? Ta-lle-res. Que llevas aquí ya tres años —sale a decir el jefe.

—¿Qué?

—Y le has hablado a Zambra de «alumnos». Eso nos deja fatal. Ellos no son profesores ni tienen alumnos, ergo todos son...

—Talleristas.

—Ta-lle-ris-tas. Y precisamente eso es lo que nos diferencia de otros lugares: que nosotros no enseñamos a escribir, no creemos en esa falacia que venden los demás de que el talento del escritor es enseñable. Nosotros ayudamos a desarrollar la creatividad porque ésta debería ser un pilar fundamental en la formación de una persona. Algo que se ha descuidado enormemente en este país, una carencia que suplimos porque los planes de estudio españoles nunca se han encargado de eso.

—Sí...

—Venga, mujer, y no me respondas con tanto servilismo. ¡Que aquí no hay jerarquías!

Sara ve cómo Peralta se ríe mientras el jefe vuelve al despacho cargado de hombros. El jefe siempre usa ropa holgada: camisa blanca, pantalón negro y zapatones. No queda claro si es estilo maoísta o si trata de parecer un maestro de pueblo de cuando la Segunda República. Lo que sí es seguro es que extraña aquellos años en que pasaba el tiempo leyendo libros políticos por placer.

Sara regresa a su puesto de trabajo tras el mostrador. Apura a un alumno rezagado diciéndole que el tallerista ya está dentro.

—¿Quién?

—El tallerista.

Luego ordena la transferencia a nombre de Alejandro Zambra. Calcula cuánto se está embolsando la escuela y lo que el chileno gana por hora, haciendo algo tan agradecido como hablar de su proceso de escritura.

—Con treinta alumnos ahí metidos durante dos horas, vas a ver cómo en breve hay crisis de papel de culo —le dice Peralta.

Sortean a quién de los dos le toca bajar a comprar el jabón de manos, el ambientador y el papel higiénico para la escuela.

Le toca a Peralta.

Se lo dice a la abuela. No que han abierto una iglesia muy rara en Cuatro Caminos ni que ha conocido a uno de los escritores que más admira. Lo que le cuenta es que ha tomado una decisión: pedirá una beca para profesionalizarse como escritora: si hace lo que le gusta no tendrá que trabajar ni un día de su vida.

—Y, oyes, Saruquera, ¿tú estás segura de que eso de «escritor profesional» es una colocación?

La abuela, que siempre la ha llamado Saruquera, la mira por encima de las gafas. Sara le da un beso en la cabeza. A menudo extraña sentir a la abuela cerca y salir de la casa familiar con restos de laca Nelly en los labios.

El jefe pasa varias semanas diciendo que necesita encontrar con urgencia profesores para los cursos de verano y, en cambio, a Sara, que siempre está tan disponible, no le deja impartir ninguno.

—Yo sé que escribiste las novelitas esas para niños y, bueno, te doy la razón en que has tomado muchos talleres aquí y conoces la dinámica, pero lo que buscamos son autores de impacto.

Entonces ella le pide permiso para faltar la mañana del miércoles y,

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