Realidad

Sergio Bizzio

Fragmento

Realidad

Si lo que sigue va a leerse como una novela, entonces conviene decir ya mismo que los terroristas entraron al canal con un lugar común: a sangre y fuego.

Eran las once de la noche del último domingo de febrero. Hacía calor y los policías de guardia, un hombre y una mujer, fumaban en el hall de entrada, del lado de afuera. La mujer tenía la mano izquierda apoyada en una de las pesadas hojas de vidrio de la puerta; la mano derecha del hombre, enganchada con el pulgar al cinturón, rascaba la ingle sin disimulo. Más que hablar, buscaban qué decir, pero lo hacían en voz alta, así que ningún silencio los incomodaba. La calle estaba desierta; muy raramente salía o llegaba alguien a esa hora: el canal —líder de la televisión argentina— se mantenía con vida en base a una dieta de programas en lata. El tono de la conversación de los guardias combinaba con las obligaciones comerciales de la emisora que custodiaban: era pausado, familiar y de relleno. Finalmente el hombre y la mujer arrojaron las colillas a la vereda con un tincle simétrico y giraron para entrar. El hombre empujó la hoja de la puerta, cediéndole el paso. La mujer dijo gracias, y se desplomó con la espalda agujereada. Ninguno de los dos alcanzó a entender qué era lo que pasaba, pero el hombre tuvo un segundo más para extrañarse por no haber oído la ráfaga que la había matado. La oyó después, como con delay: se dio vuelta y recibió un disparo en el estómago, tres en el pecho y dos en el cuello y cayó de espaldas sobre la espalda de la mujer. Inmediatamente nueve hombres saltaron sobre sus cuerpos. Uno de ellos agarró los cadáveres por las piernas, los arrastró hacia adentro y cerró la puerta mientras los ocho restantes, abriéndose en abanico, avanzaban corriendo por los pasillos del canal.

Durante esa carrera murieron dos personas más: un empleado de limpieza (que vio venir hacia él a alguien armado con una ametralladora e hizo un movimiento confuso con un balde) y uno de los guardias de seguridad de la puerta opuesta a la que habían usado los terroristas para entrar, al otro lado de la manzana. Cada uno de ellos tuvo a su asesino. Al empleado de limpieza lo mató el más joven. Al guardia de seguridad el que mejor conocía el canal, un argentino de origen sirio que en los últimos meses había participado de todos los programas con público en vivo, para lo cual había hecho colas larguísimas e indignantes, más que nada por lo que tuvo que oír. La primera vez que entró se limitó a permanecer sentado en la tribuna, aplaudió herejías inconmensurables y al final se retiró con los demás. La segunda vez se deslizó fuera del estudio, en dirección a los baños. Enseguida notó lo fácil que era andar por ahí sin que nadie le preguntara nada. Entró al bar, salió, caminó por los pasillos, subió una escalera, bajó por otra, recorrió los alrededores de los estudios de grabación y, ya con un primer boceto mental del lugar, reapareció en la tribuna del programa. Sus excursiones por el canal se hicieron cada vez más largas y atentas. En cierta ocasión encontró, abandonada sobre un mueble junto a un libreto enrollado como un tubo, una réplica ligera de una de las armas de Star Wars —el aniquilador de androide de batalla— con telémetro, lanzadardos y gatillo de disparo continuo. La agarró y se paseó un buen rato allá y aquí llevándola en una mano sin despertar ni la más mínima inquietud, quizá porque imitaba a la perfección el paso arrastrado y harto de los utileros del canal. Nunca había visto tanta televisión. Fue una vez con barba, otra afeitado, otra con el pelo largo, otra con el pelo corto teñido de rubio, cuidando no llamar la atención del guardia al que acababa de matar. Al final de cada día iba a su casa, agarraba un lápiz y un papel y, con pulso fotográfico, dibujaba las instalaciones del canal. Fue él quien determinó que el mejor lugar para mantener a los rehenes era el bar: un pozo de cemento pintado de verde, con una única puerta, sin ventanas, al que se accedía por un angosto pasillo de seis metros de largo. Ahí adentro los teléfonos celulares no tenían señal. Lo había comprobado en dos ocasiones, con tres celulares distintos. El bar ofrecía la ventaja extra de que al tener una única salida los rehenes podían ser vigilados sin necesidad de «anular» a ninguno de los militantes, metiéndolo con ellos; quien fuera designado para esa tarea podía apostarse al final del pasillo, que daba a un hall de distribución, y hacer dos cosas a la vez: custodiar a los rehenes y dominar el paso por el hall. Él mismo se ofreció para esa tarea. Alguien le dijo que no, o que eso era algo que verían después. En principio necesitaban que se mantuviera codo a codo con el líder, no tanto por su preparación, que era más bien escasa, como por su idioma: era uno de los únicos dos integrantes del comando que hablaba español. Se llamaba Sufjan Zenith. Tenía veintinueve años.

El otro se llamaba Saymaz Ommar y tenía treinta y ocho. Las edades de los demás integrantes del comando oscilaban entre los treinta y los cuarenta, excepto el líder, que daba la impresión de ser bastante mayor. Ommar, como los otros, conocía el Corán al dedillo, y se iba recitando ciertos versículos en su avance por el subsuelo, pero pateaba las puertas de las oficinas de producción con la furia de un fanático al que imprevistamente se le esfuman pasajes sustanciales. La voz del líder le llegaba con claridad desde la planta alta, o así le parecía a Ommar. Estaba en lo cierto: el líder se desplazaba a toda velocidad por los pasillos y sus órdenes y amenazas (incomprensibles pero indudables) eran prácticamente lo único que se oía.

Los trabajadores nocturnos del canal que todavía no habían visto a los terroristas se paralizaron al captar el contrapunto de los gritos del líder con las patadas de Ommar. Enderezaron las espaldas, giraron lentamente las cabezas y nadie tuvo la sensación de que «algo raro pasaba» sino más bien su confirmación. Los silencios, las pausas entre ruidos mínimos (una silla que cae, un llanto ahogado), imperceptibles en condiciones de trabajo normales, dio un rápido e inconfundible sentido al panorama: eso era, sin duda, el terror, su puesta en escena sonora. Nadie levantaba la silla, nadie intentaba calmar al que lloraba. Algunos, unos pocos, creyeron que se trataba de un incendio y se lanzaron escaleras abajo o escaleras arriba, según donde estuvieran, en busca de la salida, donde fueron inmediatamente capturados. En los primeros diez minutos desde el comienzo del asalto los terroristas habían tomado quince rehenes. Media hora después el número ascendía a veintidós. A las doce de la noche ya eran cuarenta.

Los terroristas abandonaron el subsuelo y un sector del primer piso para fortalecer sus posiciones en el resto del canal. La policía ya había rodeado el edificio y mientras el líder y Zenith, que oficiaría de traductor, se preparaban para establecer un primer contacto con el exterior, Ommar, en la planta baja, hizo un descubrimiento que excedía la consideración de imprevistos del grupo. Había un reality en el aire.

—¡Ommar! —oyó que lo llamaban.

En ese preciso momento Ommar estaba a punto de

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