Komatsu PC-340

Javier Mestre

Fragmento

Uno

Dejé el coche tras cruzar por un hueco en una barricada de barreras de hormigón que aislaba, mal, la zona de guerra en el tramo oeste del tráfico interminable de valientes, o víctimas, que aún se atrevían a utilizar los restos de la M-30 de Madrid. Eran obras de las que arrasan el mundo en el plazo establecido, de modo que se amontonan los cadáveres de las cosas por todas partes, e igual que el sepulturero se acostumbra al cementerio, yo no reparaba en tanta destrucción cuando me dirigía hacia la entrada del túnel. Ponerme los auriculares a la salida del coche, aparcado en una tormenta de polvo, anclado en un océano de estruendos, era para mí un acto reflejo. No concebía deambular por aquel campo de batalla espantoso sin la protección auditiva que me separaba un poco de la sensación de peligro y me proporcionaba un humor casi místico ante la experiencia de tan magna gesta de la lucha contra la naturaleza y contra las cosas. Andaba como flotando porque no escuchaba mis propios pasos. Las orejeras menguaban el ruido, pero no lo eliminaban por completo, de tal forma que me convertían en una especie de falsa astronauta que pasea por un planeta devastado.

Era sábado y me tocaba descanso. Pero la empresa no paraba nunca y me llamó el encargado de la sección, Mejías, un experimentado maestro de obra de origen extremeño de unos cincuenta años, cabeza grande, barriga amplia pero dura como la piedra, una expresión en los ojos de severa bondad. Era un trabajador manual, sin estudios, pero sabía mucho más que yo. Llevaba años y años organizando a cientos de obreros en megaproyectos de obras públicas y me facilitaba las cosas una barbaridad porque señalaba cada tarea que me correspondía como jefa de producción. Chica, tienes que auscultar esos pilotes; oye, chica, basta de remolonear, te toca revisar los nuevos forjados; qué pasa, chica, ¿estás de vagar?, hay que espabilar con los mallazos... Así se comunicaba siempre conmigo, chica esto, chica lo otro. Y me daba una cierta confianza porque no había reproche en sus solicitudes, aceptaba con naturalidad que aprendiera de él aunque yo fuera la ingeniera y él un maestro sin más títulos que los años de brega.

La remodelación de la M-30 era un proyecto de obras públicas de dimensiones desconocidas hasta el momento en España. El frente de batalla formaba una atronadora serpiente de polvo amarillo que envolvía Madrid de este a oeste por la cara sur. Casi tres mil obreros trabajaban allí las veinticuatro horas de cada jornada, también los fines de semana y los días de fiesta. Se contabilizó una media de dos mil quinientos viajes diarios de más de quinientos vehículos pesados que sacaban del escenario de operaciones la materia extraída durante la excavación de los túneles. Se utilizaban ciento doce mil metros cúbicos de hormigón por mes, transportados por ciento ochenta mil camiones, o lo que es lo mismo, treinta y tantos camiones por hora. Operaban un centenar y pico de pantalladoras, decenas de pilotadoras, miles de máquinas variadas entre camiones de tres ejes, grúas, sillas elevadoras, bañeras de movimiento de tierras, excavadoras de todas las marcas y tamaños. En el Bypass Sur, dos tuneladoras gigantescas, Tizona y Dulcinea, las mayores fabricadas por el hombre hasta el momento, horadaban una conexión directa de la M-30 a la altura de Santa María de la Cabeza con la autovía de salida haciaValencia, por debajo de barrios enteros de casas de vecinos, parques, avenidas y líneas subterráneas de metro y ferrocarril.

Como jefa de producción, me enfrentaba a un desafío descomunal, que en cualquier otro proyecto sería responsabilidad de un jefe de obra, un peldaño por encima en el escalafón. Construíamos uno de los falsos túneles que iba a unir las proximidades del estadioVicente Calderón con el puente de Praga. Bajo mi supervisión funcionaban cuatro pantalladoras y dos pilotadoras. Esas máquinas eran claves en el proyecto de soterrar la autovía y construir el túnel urbano más largo del mundo, doce kilómetros desde la avenida de Portugal hasta la avenida del Mediterráneo. Las pantalladoras son híbridos de grúa y excavadora con una cuchara bivalva especial que hace agujeros rectangulares de dimensiones controladas para forjar in situ las pantallas laterales de hormigón que sostienen, en los tramos menos delicados, la bóveda de los falsos túneles. Las pilotadoras son una especie de supertaladradoras que excavan cilindros de las dimensiones precisas como para cuajar en su interior los pilotes que sostienen el techo en los tramos más comprometidos. Por cierto, decimos que son falsos los túneles que no se excavan por completo bajo el suelo, sino que consisten en una gran zanja que quedaría al descubierto si no hubiera sido tapada previamente con una losa de hormigón armado que, a su vez, se cubre de tierra para, por ejemplo, intentar hacer jardines, la manta bajo la que se esconde la mugre del tráfico rodado.

En mi sector operaban, calculo, por lo menos cien trabajadores, de los cuales una décima parte pertenecían directamente a la UTE y el resto se repartían entre media docena de subcontratas que subcontrataban a su vez tareas a otras empresas menores que volvían a subcontratar en una cadena donde se perdía por completo el control de los últimos eslabones. Mi cometido era supercomplejo, porque por un lado tenía que planificar y controlar los suministros de materias primas y equipos y las adjudicaciones presupuestarias a las empresas, y por otro, debía vigilar el desarrollo de las obras determinando la corrección del seguimiento de los trazados, la buena factura y seguridad de las estructuras construidas y, en general, el cumplimiento de las previsiones del proyecto. Mi desempeño era, por tanto, extenuante y, aunque en principio libraba los fines de semana, dado que las obras no se detenían nunca, estaba expuesta a que una llamada telefónica me pescara de nuevo y me arrastrara al campo de batalla a cualquier hora de cualquier día.

Recuerdo con claridad aquel sábado. El encargado me había avisado de una importante infiltración de agua en un tramo con bóveda armada sobre pilotes que ya estaba completamente gunitado, un charco del copón, me dijo, ven enseguida. Así que caminaba rápido hacia el desastre, aunque una parte de mí se resistiera a entregar al proyecto mi escaso tiempo de ocio. Un nutrido grupo de obreros pasó a mi lado sin fijarse, polvo, prisa y agotamiento, en que yo era una mujer. Todos, ingenieros, encargados, capataces, maquinistas, ferrallistas, soldadores, peones, todos vivíamos agotados por la presión de liquidar de una vez la pesadilla. «¿Quién va a recoger todo esto cuando se acabe?», me preguntaba yo con fingida ingenuidad. Saludé con la mano a Mejías, que me miró con cara de lo siento pero te tenía que avisar. «Adelántate tú —me dijo—, ahora voy yo.» Ricardo, el jefe de obra, también estaba avisado, pero acababa de caer enfermo, hepatitis A, por lo menos quince días de baja, y de momento no había quien lo sustituyera. Me tocaba a mí tomar las riendas de la situación, con toda mi inexperiencia. «Tú llámame si tienes dudas, Viqui —me había dicho el viernes—, pero creo que eres una ingenie

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