Una belleza vulgar

Damián Tabarovsky

Fragmento

Una belleza vulgar

1

De repente, el campo. La ciudad. Una hojita se suelta de un árbol en la calle Thames al 2100. Cien metros de una vereda, cien de la otra, una cuadra en una dirección, en otra, en todas las direcciones posibles. La calle corre de este a oeste, pero eso no tiene la menor importancia: el sol ya giró detrás de los edificios. Son torres que dan sombra, sol y sombra a algunas ventanas, a las copas de los árboles, a los techos de los autos estacionados, de los autos que pasan, las bicicletas, la senda peatonal borrada, los pasos de los transeúntes. En total once árboles, cinco de la mano par, seis de la impar. Son plátanos de cuarenta, cincuenta años, quizás más. Las raíces levantan las veredas, como si una fuerza concéntrica se desplegara desde el interior de la tierra. El plátano español, el más difundido en la calle Thames, es un híbrido, como casi todo en esta ciudad. De gran porte, perfectos para el arbolado de alineación y de buena adaptación al ambiente urbano, llegaron a Buenos Aires a fines del siglo XIX. Cuando fueron plantados, las casas que sombreaban no tenían más de dos pisos, pero en la actualidad muchas formaciones se encuentran en calles angostas, con alta circulación de vehículos y repletas de edificios altos, causando trastornos como el ya mencionado levantamiento de veredas, y otros como la invasión de ramas secas en las bocacalles, las alcantarillas y los sumideros. Por lo general enferman de oídio, afección fúngica tratable mediante pulverizaciones. Es habitual ver, una o dos veces por año, a empleados del gobierno de la ciudad podando los plátanos, recogiendo las ramas secas, fumigando los canteros. Los uniformes de los empleados cambian según cambian los gobiernos, las gestiones. En la época de Ibarra vestían de naranja y negro: a un grupo de diseñadores gráficos se le ocurrió que el naranja y negro podrían ser colores pregnantes, cálidos y contenedores (colores progresistas) y de golpe los uniformes de los empleados públicos, las camionetas de la guardia de auxilio, los formularios administrativos, la página web y los avisos publicitarios se volvieron naranja y negro. Telerman, en su breve interinato, no tuvo tiempo de cambiar la paleta de colores, pero sí el eslogan. Reemplazó el abstracto GobBsAs por un positivo Actitud Buenos Aires, que remitía desconsoladamente al eslogan del canal I-Sat, o aún peor, a una pésima canción de Fito Páez («es solo una cuestión de actitud»). Más tarde, el gobierno de Macri no pareció preocuparse por estas cuestiones, ni por ninguna otra, por cierto. Once plátanos que los habitantes de la calle Thames odian. Las hojas recién nacidas de los plátanos están cubiertas de pelitos minúsculos que se desprenden a principio de la primavera, y los frutos tienen unos pelos de color marrón que ayudan a la dispersión de las semillas. Ambos desprendimientos causan irritación en los ojos, molestia que afecta por igual a alérgicos y no alérgicos. La herencia española sobre la calle de nombre inglés todavía causa estragos (aunque Thames no refiere al Támesis, es el apellido de un tal José Ignacio Thames, un cura que firmó el acta de la independencia el 9 de julio de 1816).

Pero hoy no es primavera, o tal vez sí, poco importa, es un día cualquiera, como todos (todos los días son un día cualquiera), y tampoco hay empleados del gobierno de la ciudad podando los plátanos; tan sólo una hojita que acaba de soltarse de una rama, en el resplandor silencioso del viento que asoma. ¿Qué significa soltarse? ¿Qué historia se engendra en ese acto? Soltarse no supone saltar, crecer, nacer, irrumpir; al contrario, implica interrumpir: la tradición es suspendida en el momento mismo en que se realiza. Se suspende la ficción fundadora, o mejor dicho, la fundación por la ficción. Suelta (ahora sí), librada a su suerte, sin ninguna institución que la proteja, ningún habla que la legitime, ninguna voz que la autorice, la hojita se desengancha del pasado, es decir, del futuro; cabalga por la sintaxis rota de la rama (rama como linaje, descendencia, casta, cepa, dinastía) hasta flotar en el vacío del aire. Flota, pero para arriba. ¿No es raro? No, sencillamente es el viento. Llega el viento y trastoca todos los planes. A esa altura nadie repara en la hojita: son muchas las hojas que se sueltan (¿cómo esconder un elefante en la calle Florida? En el medio de otros cien elefantes) y además el viento suelta otras imágenes: pasos que se apuran, cigarrillos que se apagan, persianas que se bajan. Es la pequeña odisea anónima de la hojita que se suelta. El milagro infinitesimal, la célula más pequeña, la nadería más insignificante. La hoja se va a soltar, va a flotar un rato, y va a caer al suelo. ¿Qué sentido tiene contar otra vez la misma historia, contarla como si fuera la primera vez? Pero la hojita es desmemoriada, es amnésica, no recuerda nada. No crea la novedad por primera vez, sino que la crea al crear lo que ya había sido creado, escribe por primera vez lo que ya había sido escrito. Vaya situación: un historicismo paradójico o un vanguardismo historicista. Bajo el designio de la paradoja, el aprendizaje tiene más que ver con el olvido que con el recuerdo, la creación más con la desmemoria que con la conciencia, y la ética —la gran coartada de la memoria— más con el cambio que con la preservación. Y entre medio, claro, la hojita. Y el viento, el viento que sopla.

Levantan una persiana. Había sido bajada por el viento (la correntada ejerciendo presión contra el vidrio) pero ahora ya pasó, el viento cesó. Es un amplio dos ambientes. En el living hay dos sillones, una mesita ratona, un velador de pie, un póster de Klimt, otro de Magritte. Los sillones son negros. Uno es un Wassily de 74 centímetros de altura, 79 de ancho, y 71 de profundidad. En realidad no es un original Wassily, sino uno falso, una copia del diseñado por Breuer pero sin la calidad de terminación del original, una réplica comprada por Internet. El otro es un LC-3 de Le Corbusier, también falso. ¿Pero qué sería tener un Le Corbusier verdadero? ¿Un auténtico Breuer? En la impersonalidad del diseño se esconde ya la imposibilidad de distinguir la copia del original, la industria de la artesanía. Original significa simplemente más caro, esa es toda la diferencia.

En la otra habitación hay una cama de dos plazas, un televisor, una mesita de luz, un placard. Cada pieza tiene una ventana. No se ven libros. Se ve, en cambio, una persona. Un hombre. Raúl Segrei. Hace poco que vive en la calle Thames, antes vivía en Devoto. Vivía con su madre y su padre, un médico importante del Sanatorio Güemes, amigo de Favaloro. Raúl quería ser policía (en el placard hay un revolver que nunca usó. O mejor dicho, sí: en un año nuevo tiró un par de tiros al aire, para festejar). Segrei nació en 1966, así que terminó la escuela secundaria en pleno 1984, con la vuelta a la democracia y la moda de los derechos humanos. Era una escuela pública en Devoto. Un día vino una especialista en orientación vocacional. Los chicos de quinto año de Devoto charlaban con ella sobre su futuro inminente (entrar a la universidad, heredar la empresa de papá) cuando de repente Segrei dijo: «Yo quiero ser policía».

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