Los seres que me llenan

Mikel Izal

Fragmento

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EL AGUJERO

Estoy en un bar minúsculo, ubicado cerca del puerto y lejos de todo. Los tablones de madera medio podrida que forman las paredes y el techo de esta pequeña cabaña en el fin del mundo no ayudan a ahuyentar el olor a pescado, fresco y menos fresco, que llega, poderoso, de la lonja más cercana. Huele a sal y a humedad y a madera y a muerte. Me gusta este olor. Perfume complejo, difícil de entender por una mente sana.

Este bar tiene una pequeña barra, con un tirador de cerveza, algunas botellas de alcoholes baratos de alta graduación, barriles de un vino tan peleón como la clientela que lo frecuenta y algunos vasos, limpios pero desgastados por el uso y la falta de fondos para el lujo superfluo del reemplazo. Un taburete alto desportillado junto a la barra y dos sillas bajas desparejadas que acompañan a un medio barril seccionado horizontalmente, a modo de mesa. Ese es todo el mobiliario. Tampoco cabría más. Decoran las paredes algunos aperos de pesca que nunca vieron el mar y cuya vejez se debe simplemente al paso del tiempo y el aburrimiento.

Este no es un bar cualquiera, en este bar hay un agujero. No se aprecia a simple vista, está oculto bajo una trampilla de madera, delante del inodoro, en la pequeña cabina que hace las veces de aseo, justo donde un hombre situaría los pies para orinar. Dicha trampilla se abre mediante un dispositivo accionado por un botón situado detrás del fregadero, dentro de la barra del bar. Pero lo peculiar, lo extraño de este agujero, es que lo que cae por él no vuelve a ver la luz del sol.

Dogma inquebrantable.

Al lado del botón de apertura hay un pequeño monitor. La imagen que arroja pertenece a una cámara de vídeo, minúscula, del tamaño de un alfiler, situada en el techo del baño y que apunta a la trampilla. El coste de todo este dispositivo supera el precio que alguien en su sano juicio pagaría por el bar entero.

Yo soy el dueño de este bar y de su agujero.

 

Son las siete de la mañana y fuera del bar un frío cortante abofetea las caras de los obreros que se dirigen a sus puestos de trabajo. Dentro del bar la temperatura es más soportable, pero sigue siendo necesario un buen jersey. La niebla, siempre madrugadora, inunda la estancia y se filtra invisible por las rendijas entre los tablones de las paredes. Fuera es de un blanco espeso, dentro apenas cierta humedad que aluniza en la piel.

Entran los dos primeros clientes. Los conozco bien, son muchos años soportando a los hermanos Bissot. En realidad, los soporta todo el barrio, pero yo especialmente. Soy el cubo de basura donde vomitan su odio hacia el mundo y cagan su mierda diaria. Gentuza de los de navaja por si acaso y que provocan el obligado cambio de acera de la gente de bien.

Desde hace meses me he convertido en el confidente de Bernard, el mayor de los hermanos. Entre tequila y tequila —la cerveza no basta—, me cuenta sus planes de ocio, que rara vez entran dentro de la legalidad. Pequeños hurtos en las embarcaciones donde tienen el poco juicio de contratarlo, putas y alcohol en cantidades sobrehumanas, rotura de cráneos por simple diversión, alguna breve visita a la cárcel y un largo etcétera de aventuras miserables. Este patán me confía secretos que no le cuenta ni siquiera a su hermano. ¿Por qué? No lo sé, quizá todos necesitemos un cerebro ajeno, lo más alejado posible de nuestro entorno, en el que descargar nuestra conciencia o alardear de su ausencia.

Anoche Bernard hizo algo horrible, más horrible que todo lo que había hecho hasta el momento, y está a punto de contármelo.

 

Tras cuatro tequilas, los hermanos ya están como buscaban estar cuando entraron por la puerta. El pequeño, Pete, golpea el vaso de chupito con fuerza contra la barra y nos hace saber que se mea como, según él, se meó una tal Lucy Parker en la boca de su hermano Bernard. Tambaleándose, enfila el camino al baño mientras Bernard le grita que aquella Lucy nunca se meó en su boca. «¡Por muchas veces que se lo pedí!», añade.

Rompen a reír. A carcajadas. Yo sonrío. Es su humor y debo respetarlo. Debo sonreír y aguantar sus embestidas.

Veo por el pequeño monitor del fregadero cómo Pete entra en el servicio. No orina. Comienza a masturbarse sentado sobre la tapa del váter.

Devuelvo mi atención a Bernard, que me insta, en voz baja, a acercarme a su rostro y a su aliento etílico. Está completamente ebrio. Me susurra al oído.

—Por fin lo hice. Me he cargado a ese bastardo de Francis.

Francis es o era, si es cierta su confesión, la obsesión de Bernard. Paradójicamente, Francis no conocía la existencia de Bernard, al menos no más que cualquier otro vecino temeroso de los hermanos Bissot. Bernard era un cero a la izquierda en la vida de Francis, no pertenecía a su constelación de estrellas, y sin embargo Francis era el centro del universo de Bernard, el sol brillante alrededor del cual giraban todos sus odios y frustraciones.

La obsesión de Bernard comenzó una noche en las fiestas de Primavera, en el puerto. Como cada año, nuestro mundo infecto se lavaba la cara y se disfrazaba con luces de atracción de feria, algodones de azúcar y música tan barata como la felicidad de sus vecinos. No necesitamos mucho despliegue de talentos para reírle las gracias al payaso de turno.

Sobre las tablas de madera húmeda y salada del embarcadero bailaba con pasos ágiles y sonrisa perpetua Katy Pearson. Una rubia sentencia de muerte en tacones. Bernard la observaba fumándose un pitillo, apoyado en su vieja furgoneta. La observaba y se enamoraba, aunque él nunca usaría semejante palabra. La deseaba como nunca había deseado nada en su vida. No estaba bebido. Sorpresa. De hecho, nunca había estado tan sobrio. Peinado, afeitado, perfumado, con su mejor camisa y los vaqueros tan limpios como era molecularmente posible. Casi parecía un hombre de provecho.

Expulsó el humo de la última calada, metió tripa, sacó pecho y echó a andar en dirección a Katy, repasándose el pelo engominado por última vez, decidido a cambiar su vida, a ser mejor persona. Para todo eso la necesitaba a ella. Aquel era su plan de huida. Así podría escapar de sí mismo. A falta de un par de pasos para alcanzar su objetivo, Francis irrumpió por primera vez en la vida de Bernard. Se coló en el retrato de familia, en primer plano, protagonista, tapando a Bernard, extirpándolo de cuajo, arruinando su plan maestro.

Aquella noche Francis tomó la mano de Katy unos segundos antes de que pudiera hacerlo Bernard, y ya no la soltaría nunca más.

Después de aquello, en varias ocasiones Bernard se intentaría acercar a la belleza rubia, pero sin lograr generarle el más mínimo interés. Katy era feliz con Francis, y nada ni nadie parecía poder cambiar eso. A partir de aquel momento Bernard odió a Francis con la potenci

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