País de Jauja

Edgardo Rivera Martínez

Fragmento

jauja

Ya estabas de vacaciones, en esos meses de lluvia pero también de días claros, en que podrías hacer lo que te viniese en gana. No más profesor Vásquez con sus ecuaciones interminables, ni viejo Calle con sus historias de megaterios, ni las tremebundas clases del cura Wharton, autor del único y vergonzoso 07 de toda tu vida de estudiante. No más, en fin, las soporíferas enseñanzas de Pantacha Camarena, patrono de todos los chancones del Perú. Tres meses de libertad y de proyectos. Por algo tu madre te dijo, a la hora de la cena: «Feliz, ¿no?». «Por supuesto, mamá». «No tan dichoso, porque a lo mejor tiene un curso aplazado por ahí», observó tu tía Marisa, aguafiestas como siempre. «Yo estudié con ahínco…». «En todo caso tu señora madre tiene algunas tareas adicionales que encomendarte…». «¿Qué tareas?». «Nada que te alarme, hijo». «No pienso ir a las novenas con la tía Grimanesa, como el año pasado, y que conste…». «Deja en paz a doña Grimanesa», dijo tu madre, «porque la pobre ya no está para eso». «¿Ya no te gusta ir a la iglesia, sobrino?», inquirió meliflua tía Marisa, recordando sin duda la cara aburrida y furiosa con que acompañabas, por orden de tu progenitora, a esa viejísima parienta. «Je, je», se rió Abelardo. Tu madre anunció: «Además de ayudar en la casa, y hacer compras y barrer los patios, como siempre, hay para ti otras cosas más gratas. Serás alumno de Mercedes Chávarri». «¿Quién es? ¿Una profesora de matemáticas?». «No creo que sepa de números, porque otra sería su suerte», comentó tu tía. «Entonces, ¿de quién se trata?». «Ella toca el piano y da lecciones, ¿no te he dicho?». «Creo que sí…». «Y como te gusta la música…». «Pero mamá, ¿y las clases contigo?». «Sabes bien que es ya muy poco lo que te puedo enseñar, mientras que Mercedes ha tenido maestros en Lima y es una profesional. Y como he ahorrado unos centavos con ayuda de tu hermano…». Magnífica noticia, en verdad, y que no habías esperado. «No olvidemos», observó tu tía Marisa, «que Merceditas recibió de niña algunas lecciones de papá, de modo que no es tá mal que, en reciprocidad, seas ahora su discípulo». «El abuelo era organista…». «Pero también sabía tocar el piano», precisó tu madre. «Además», añadió tu tía, «ella es toda una belleza y una joya su marido». «Es una buena persona, y la escuché tocar en una velada y lo hizo muy bien», comentó Abelardo. «Y su esposo también es músico, tenor por más señas, y canta que es un primor, sobre todo por las noches…». «Ah, ya sé», dijiste, acordándote del bueno de Carlitos Baylón, al que conocías de vista. «Y a propósito», dijo tu madre, «¿a qué se dedica, exactamente, ese caballero?». «Unas veces», respondió Abelardo, «se presenta como “maestro constructor”, y otras como “arquitecto”». «Pero, ¿vive de eso?». «Se encarga de pequeños trabajos…». «Y es el engreído de su señora esposa, a quien Dios y su santa madre protejan», dijo tu tía. «¿Por qué lo echas todo a risa?», protestaste. «Pero volviendo a lo inmediato, di Laura qué más va a hacer este joven, para que esté debida y oportunamente informado». «También tendrá que acompañarme al mercado los domingos». «Gratísima obligación, sobrino». «Oh, no le quitemos al muchacho la alegría de las vacaciones…». «No se trata de eso, hermana…». «Consíganme un trabajo, madre, y así no tendrás que dedicar tanto tiempo a la costura». «Veré por ahí», dijo Abelardo, «pero no es fácil en estos tiempos». «Podrías ayudar en el taller, jovencito», dijo tu tía. «Espero que no sea necesario», señaló tu madre. «Pasando a otra cosa», dijo tu hermano, «repetiremos la experiencia pedagógica del año pasado». «¿A qué te refieres?». «Hacer que leas, y para eso he escogido unos títulos que ojalá sean de tu agrado». «¿Qué más puedes pedir, sobrino?». «Yo no he pedido nada, tía». Ella sonrió y dijo: «En todo caso, habrá materia para las misteriosas libretas que vas llenando con anotaciones día a día, si los ojos no me engañan». «Eso es asunto suyo, Marisa». Abelardo pretendió no haber escuchado y prosiguió: «Se trata, para comenzar, de la Ilíada, obra que también le di a leer a Laurita cuando tenía tu misma edad, o sea quince años». «Pronto voy a cumplir dieciséis». No era mucho trabajo, después de todo, y las lecciones de música podían resultar estupendas si doña Mercedes era tan buena como aseguraban. Y en cuanto a la lectura, en buena hora, mientras no te endilgaran cosas aburridas. Habló tu madre: «Pero ahora di, Claudio, qué tienes en mente». «Pues darle mucho a la música, y descansar, salir con los amigos, ir de paseo y esas cosas. Y escribir a mi hermana, y ver qué haremos cuando llegue». «Pero Laurita vendrá solo por unos días». «Lo sé». «¿Y qué más?». «Y claro que me interesan mucho las clases de piano, aun que esa señora sea muy fea». «No dije que fuera fea, sino una belleza», precisó tu tía. «Y podré estudiar con ella nuevas sonatas de Mozart». «No sé si le gustará Mozart», dijo tu madre, «pero en lo de acompañar aires de ópera, lo hace de maravilla». «¿Y nunca toca música ligera esa talentosa dama?», quiso saber tu tía. «No, Mercedes ha sido muy estricta, y nunca he sabido que tocara un tango o un bolero…». «Pero supongo, mamá, que tú y yo seguiremos recogiendo y transcribiendo huaynos, para no abandonar lo que comenzamos en las vacaciones de julio, ¿no?». «Lo tengo presente, hijo». «Acuérdate que ha pasado tiempo desde la última vez en que lo hicimos…». «Pero fue por tus exámenes y por el trabajo acumulado en el taller…». «Este caballero y su señora madre viven en dos mundos musicales muy diferentes», dijo tu tía. «Me parece muy bien», dijo Abelardo, «ese esfuerzo de recopilar nuestra música». «A mí también, lo cual no me impide ver otras facetas del asunto», aclaró Marisa. «¿Qué facetas?». «Lo hacemos porque nos gusta, y no porque pretendamos imitar a un Valle Riestra o un Alomía Robles», explicó tu madre. «Uno nunca sabe, hermana». Tú guardabas silencio, mientras tanto, y tratabas de imaginar cómo serían las sesiones con doña Mercedes Chávarri, cuya figura ya recordabas. Sí, esa señora vieja de cara melancólica, que tu madre te había presentado hacía buen tiempo. Te sacó de tu distracción la voz de tu tía: «Oye, creo que tu mamá omitió algo…». «¿Qué?». «Nos olvidamos de nuestras tías, las viejitas de los Heros». «Apenas si las conozco, y ya me parece bastante con haber soportado a doña Grimanesa el año pasado. Y además tengo que visitar a tía Rosita». «Tu tía Rosa goza de buena salud, a Dios gracias», dijo Marisa, «y por suerte tiene la vida holgada y sin preocupaciones. Y cada vez que vas a su casa vuelves con un regalo. En cuanto a tía Grimanesa, está ahora en su mundo y nadie le importa un comino, y menos tú. Esas ancianas, en cambio, van de mal en peor, y deben sentirse muy solas». «¿Y qué debo hacer?». «Visitarlas de vez en cuando, que nosotras nos encargaremos del resto». «No te pesará, porque son personas fuera de lo común», comentó Abelardo. «Ya hablaremos», dijo tu madre levantándose de la mesa y retirándose a la cocina. «Personas muy especiales», reiteró tu hermano. «¿Y tengo que conversar con ellas? ¿Acaso no fue suficiente con los trisagios de doña Grimanesa?». «Olvida eso, por favor, y piensa que las señoritas de los Heros nos necesitan», apuntó tu tía. «Pero, ¿n

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