Las fotografías de Frances Farmer

Iván Thays

Fragmento

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FRANCES FARMER CUMPLE 25 AÑOS

El comienzo de esta historia es una máquina de escribir eléctrica. Mi padre la compró en un remate de cosas usadas en el Ministerio de Agricultura. Hasta entonces yo era un escritor de lapicero. Era gris, fría al tacto, con un zumbido constante. Un animal de apariencia temible, un rinoceronte, una coraza, una bestia burocrática fuera de su hábitat. Escribí mis primeros cuentos ahí. Mi padre al fin había asumido que no podía contar conmigo. Yo prefería pasar mis fines de semana solo en casa, leyendo o escribiendo, calentando la comida en el microondas, antes que ir a la playa, al club o cualquier otro plan similar. Cuando dejaron de insistirme para que los acompañe a cumpleaños y parrilladas de los tíos, a almuerzos en familia de sábados o domingos, a excursiones para conocer lugares cercanos o visitar tiendas que no me interesaban, me convertí en un escritor profesional. No en un lector, pues eso siempre lo fui, ni en un escribidor, pues desde los ocho años redactaba furiosamente en cuadernos de cien páginas blancas que compraba en la tienda del papá de mi amigo Benjamín, sino en un hombre solo frente a una seria máquina de escribir eléctrica, intentando capturar una emoción, un gesto, la voz de un personaje, un olor, una anécdota, una atmósfera.

Por aquella época me identificaba mucho con las mujeres que exhibían su dolor con pasión, a gritos. Escuchaba a Janis Joplin y leía a Alejandra Pizarnik. También aprendí origami. Me pasaba horas doblando papeles de colores para hacer pajaritos de alas plegadas. A veces dibujaba un ave de cola larga y penacho, con un breve pico, una especie de faisán, como marca de agua o huella de mi paso impresa en las últimas páginas de los libros o en las hojas de mis cuadernos universitarios. Leí un verso de Dylan Thomas que decía “una muchacha loca como los pájaros” y me apropié de él. Era mío. Lo copiaba en la carpeta de la universidad, en las paredes del baño, en mi sucia mochila negra con un plumón de tinta indeleble color plata. También encontré una frase en un libro sobre mitologías nórdicas de W. B. Yeats y la plagié: “tan sosegado que parecía triste”. Jamás he escrito algo —ni siquiera este breve prefacio— sin que esa frase brote naturalmente entre los párrafos; el único objeto personal que llevo conmigo desde la adolescencia y ha sobrevivido a todas las mudanzas.

Por más que he analizado una y otra vez mi carta natal, debo aceptar que ningún planeta en ella anuncia que tengo la posibilidad de dedicarme a la escritura. No nací para ser escritor, aunque es lo único que haya hecho desde los ocho años. Esa carta natal es coherente, sin duda, con el poco deseo de escribir que llevo en los últimos años. Sin embargo, también es verdad que he escrito y publicado libros, varios libros. ¿Cómo interpretar eso? ¿Un error astrológico? No. Es un regalo. Un regalo inesperado. Agradezco la posibilidad de haber escrito y publicado en contra del destino o la fatalidad. Suelo ser autocrítico con todo lo que hago, y mis libros (editados o no) son los primeros en pasar por la guillotina, pero ahora he aprendido a aceptar su existencia ya no con angustia sino con agradecimiento, como quien recuerda con cariño a una persona con la que compartió horas de espera en un aeropuerto, o aquel gato con heterocromía que alguna vez se introdujo en mi casa por la azotea, alimenté y cuidé por unas semanas, hasta que un día dejó de venir.

Este libro se reeditó en 1999 con un extenso prólogo. Al final de este digo algo que considero una gran verdad: este no es el libro que hubiera querido escribir, pero sí el libro que quería leer a los veinte años. Ahora, en el 2017, Las fotografías de Frances Farmer, mi primer libro publicado, cumple 25 años de vida. En aquel prólogo que he mencionado antes, y que acompaña también esta edición, escribí con detalle el origen de este libro y por ello no necesito volver a contar la historia. Este libro está lleno de errores y dudas, y fue editado en una imprenta por un joven que me llamaba “ingeniero” y que dejó sus huellas dactilares manchadas en algunas páginas, pero lo único que me ha dado desde que se publicó es alegrías inesperadas en forma de viajes, amigos y lectores. Le debo mucho. No debería decir nombres, porque es poco elegante olvidar a alguien, pero no puedo dejar de mencionar a algunas personas claves. Ricardo Sumalavia, mi primer lector y mi primer editor; Carlos Calderón Fajardo, que acogió este libro como un proyecto propio y no solo lo presentó —una noche de octubre en Barranco— sino que se lo envió personalmente a varios amigos suyos con su recomendación; a Fernando Vivas, que publicó en Caretas la primera entrevista que me hicieron en la vida y me contó historias de Hollywood por horas en el café Haití; a Mario Bellatin, que me mencionó generosamente en medio de una entrevista que le hicieron en la revista Somos y despertó la curiosidad por mi obra; y a Marcial Moro, un caballero que nunca conocí, pero publicó un fragmento y una nota muy amable sobre mí en la leída página que tenía en El Dominical. También a Anahí Barrionuevo, mi editora en la segunda edición dentro de la colección de libros de Adobe Editores. Y a Jerónimo Pimentel, mi actual editor. La vida de los libros es muy extraña. La vida misma es extraña, desde luego, nunca buena ni mala sino original como dice Zeno. Las fotografías de Francer Farmer ha tenido una vida original y, dentro de lo que cabe, muy feliz.

Iván Thays

2017

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