Rosa candida

Auður Ava Ólafsdóttir

Fragmento

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Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Capítulo Veinticuatro

Capítulo Veinticinco

Capítulo Veintiséis

Capítulo Veintisiete

Capítulo Veintiocho

Capítulo Veintinueve

Capítulo Treinta

Capítulo Treinta y uno

Capítulo Treinta y dos

Capítulo Treinta y tres

Capítulo Treinta y cuatro

Capítulo Treinta y cinco

Capítulo Treinta y seis

Capítulo Treinta y siete

Capítulo Treinta y ocho

Capítulo Treinta y nueve

Capítulo Cuarenta

Capítulo Cuarenta y uno

Capítulo Cuarenta y dos

Capítulo Cuarenta y tres

Capítulo Cuarenta y cuatro

Capítulo Cuarenta y cinco

Capítulo Cuarenta y seis

Capítulo Cuarenta y siete

Capítulo Cuarenta y ocho

Capítulo Cuarenta y nueve

Capítulo Cincuenta

Capítulo Cincuenta y uno

Capítulo Cincuenta y dos

Capítulo Cincuenta y tres

Capítulo Cincuenta y cuatro

Capítulo Cincuenta y cinco

Capítulo Cincuenta y seis

Capítulo Cincuenta y siete

Capítulo Cincuenta y ocho

Capítulo Cincuenta y nueve

Capítulo Sesenta

Capítulo Sesenta y uno

Capítulo Sesenta y dos

Capítulo Sesenta y tres

Capítulo Sesenta y cuatro

Capítulo Sesenta y cinco

Capítulo Sesenta y seis

Capítulo Sesenta y siete

Capítulo Sesenta y ocho

Capítulo Sesenta y nueve

Capítulo Setenta

Capítulo Setenta y uno

Capítulo Setenta y dos

Capítulo Setenta y tres

Capítulo Setenta y cuatro

Capítulo Setenta y cinco

Capítulo Setenta y seis

Capítulo Setenta y siete

Notas

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Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

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Dedicado a mi madre

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«He aquí que os he dado toda hierba que da simiente, que está sobre la haz de toda la tierra; y todo árbol en que hay fruto de árbol que da simiente.»

 

(Génesis 1, 2)

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Uno

 

Como me voy del país y es difícil prever cuándo volveré, mi padre, de setenta y siete años de edad, quiere convertir nuestra última cena en algo memorable y cocinar algo sacado de la carpeta de recetas manuscritas de mamá, algo que ella habría podido cocinar en una ocasión parecida.

—He pensado —dice— hacer eglefino empanado y de postre natillas de chocolate con nata montada.

Voy a recoger a Jósef en el Saab, que ya tiene diecisiete años, a su alojamiento asistido, mientras papá intenta averiguar lo de las natillas de chocolate; está preparado desde hace rato en la acera y es evidente que se alegra de verme. Se ha puesto la ropa de los domingos porque es mi despedida, lleva la última camisa que le compró mamá, violeta con mariposas estampadas.

Mientras papá rehoga la cebolla y los trozos de pescado están ya preparados sobre el lecho de pan rallado, salgo al invernadero a buscar los esquejes de rosal que me pienso llevar. Papá viene detrás de mí con las tijeras, en busca de cebolletas para el eglefino, Jósef sigue silencioso sus pasos, aunque no llega a entrar en el invernadero desde que se rompieron los cristales con las tormentas de febrero, cuando se hicieron añicos muchísimos cristales, así que se queda fuera, delante de la entrada, y se dedica a mirarnos. Papá y él llevan chalecos parecidos, de color marrón nuez con cuadraditos amarillos.

—Tu madre solía ponerle cebolletas al eglefino —dice papá, y le cojo las tijeras y me inclino sobre el arbusto siempre verde de un rincón del invernadero, corto unas hojas y se las doy. Yo soy el único heredero del invernadero de mamá, como papá suele recordarme con frecuencia, aunque no es un invernadero de cultivo en plan industrial, no se trata de trescientas cincuenta tomateras ni cincuenta plantas de pepino lo que ha pasado de madre a hijo; en realidad solamente las rosas, que se cuidan solas sin necesidad de dedicarles excesiva atención

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