Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Segunda parte
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Notas
Sobre la autora
Créditos
Grupo Santillana
Para Jeanne Wilmot Carter
Así, despacio, despacio, vino ella,
y despacio se acercó a él.
Y lo único que dijo cuando llegó:
«Joven, creo que te estás muriendo».
Balada de Barbara Allen
Primera parte
1
Inocentemente. Así comenzó. Cuando Katya Spivak tenía dieciséis años y Marcus Kidder sesenta y ocho.
Por la Ocean Avenue de Bayhead Harbor, Nueva Jersey, en medio del espeso letargo de final de la mañana, Katya paseaba en su silla al bebé de diez meses de los Engelhardt y llevaba de la mano a la hija de tres años, Tricia, por delante de la sucesión de tiendas deslumbrantes y maravillosas por las que era famosa la avenida —Bridal Shoppe, Bootery, Wicker House, Ralph Lauren, Lily Pulitzer, Crowne Jewels, Place Setting, Pandora’s Gift Box, Prim Rose Lane Lingerie & Nightwear— cuando, mientras se detenía a contemplar el escaparate de Prim Rose Lane, sonó una voz inesperada en su oído:
—¿Y si pudieras escoger, si pudieras cumplir tu deseo?
Lo que advirtió fue la pintoresca expresión, tu deseo. Tu deseo, como en un cuento de hadas.
A sus dieciséis años, era demasiado mayor para creer en cuentos de hadas, pero sí creía en lo que podía prometer una agradable voz masculina que le preguntaba cuál era «su deseo».
Con una sonrisa se volvió hacia él. En Bayhead Harbor, siempre era conveniente empezar con una sonrisa. Porque a lo mejor conocía a esa persona, que había estado siguiéndola, manteniéndose a su altura en la periferia de su visión, sin adelantarla como hacían otros peatones cuando se entretenía delante de los escaparates. En Bayhead Harbor, donde todo el mundo era tan cordial, lo natural era volverse hacia un desconocido con una sonrisa, y le desilusionó un poco ver que el desconocido era un hombre mayor, educado, de cabello blanco, con chaqueta de algodón a rayas de color melón maduro, camisa informal blanca, impecables pantalones blancos de pana y zapatos náuticos también blancos. Tenía los ojos de color azul acero, con unas arrugas causadas por décadas de sonreír. Como una figura romántica en un musical de los viejos tiempos de Hollywood —¿Fred Astaire? ¿Gene Kelly?—, incluso se apoyaba en un bastón de ébano tallado.
—¡Bueno! Estoy esperando, querida. ¿Cuál es tu deseo?
En el escaparate de Prim Rose Lane había expuestas unas prendas tan íntimas y sedosas que parecía muy extraño que cualquiera que pasara pudiera verlas, y todavía más inquietante que otros pudieran darse cuenta. Katya estaba observando una camiseta de encaje rojo y unas bragas a juego —de seda, sexis, ridículamente caras—, que llevaba puestas un elegante maniquí rubio y delgado con un rostro bello y vulgar, pero lo que señaló fue un camisón de muselina blanca con un ribete de satén, de estilo victoriano, en un maniquí que representaba una chica con trenzas.
—Ése —dijo Katya.
—¡Ah! Un gusto impecable. Pero no estarías mirando otra cosa, ¿verdad? Como he dicho, querida mía, puedes elegir.
Querida mía. Katya se rió, vacilante. Nadie hablaba así; en la televisión, en el cine, quizá. «Querida mía» se utilizaba como algo pintoresco y cómico. «Qué joven eres y qué viejo soy yo. Si lo reconozco y hago una broma, ¿saldré ganando?»
Se presentó como «Marcus Kidder, residente veraniego de toda la vida en Bayhead Harbor». También eso lo dijo en un tono jocoso, como si el nombre de Kidder fuer