Charlotte

David Foenkinos

Fragmento

libro-5

 

1

Charlotte aprendió a leer su nombre en una tumba.

Así que no es la primera Charlotte.

Antes existió su tía, la hermana de su madre.

Las dos hermanas están muy unidas, hasta una tarde de noviembre de 1913.

Franziska y Charlotte cantan juntas, bailan y ríen también.

Y es algo que nunca resulta extravagante.

Hay pudor en esa forma de practicar la dicha.

Quizá tiene que ver con la personalidad de su padre.

Un intelectual rígido, aficionado al arte y a las antigüedades.

Opina que nada hay que importe más que una mota de polvo romano.

La madre es más dulce.

Pero de una dulzura rayana en la tristeza.

Su vida ha sido una secuencia de dramas.

Resultará de gran utilidad enumerarlos más adelante.

De momento, quedémonos con Charlotte.

La primera Charlotte.

Es guapa, con una melena larga y negra como las promesas.

Con la premiosidad comienza todo.

Poco a poco, lo va haciendo todo más despacio: comer, andar, leer.

Algo en ella se va refrenando.

Seguramente se le ha infiltrado la melancolía en el cuerpo.

Una melancolía devastadora, de la que no se regresa.

La dicha se convierte en una isla en el pasado, inaccesible.

Nadie nota que surge esa premiosidad en Charlotte.

Qué insidioso es todo.

Comparan a ambas hermanas.

Una sonríe más que otra, sencillamente.

Como mucho, de tanto en tanto, comentan que se ensimisma largos ratos.

Pero la noche se va adueñando de ella.

Esa noche que hay que esperar, para que pueda ser la última.

Es una noche muy fría de noviembre.

Cuando todos duermen, Charlotte se levanta.

Coge unos cuantos efectos personales, como para un viaje.

La ciudad parece en pausa, cuajada en un invierno precoz.

La muchacha acaba de cumplir dieciocho años.

Se encamina deprisa a su destino.

Un puente.

Un puente que adora.

El lugar secreto de su negrura.

Hace mucho que sabe que será su último puente.

En la noche negra, sin testigos, salta.

Sin la mínima vacilación.

Cae al agua helada y convierte su muerte en un suplicio.

Encuentran su cuerpo al alba, varado en una orilla.

Tiene partes totalmente azules.

Despiertan a sus padres y a su hermana con esta noticia.

El padre se queda cuajado en el silencio.

La hermana llora.

La madre lanza alaridos de dolor.

Al día siguiente, los diarios recuerdan a la joven.

Que se mató sin la mínima explicación.

A lo mejor así es el colmo del escándalo.

La violencia sumada a la violencia.

¿Por qué?

Su hermana considera ese suicidio como una afrenta a su unión.

Casi siempre se siente responsable.

No vio nada, no entendió la premiosidad.

Ahora sigue adelante con el corazón culpable.

2

Los padres y la hermana no asisten al entierro.

Destrozados, se meten en la madriguera.

También están un tanto avergonzados seguramente.

Hay que huir de la mirada de los demás.

Así transcurren unos cuantos meses.

Con la imposibilidad de participar en el mundo.

Una prolongada etapa de mutismo.

Hablar es correr el riesgo de evocar a Charlotte.

Está oculta detrás de cada palabra.

Sólo el silencio puede sustentar el avance de los supervivientes.

Hasta el momento en que Franziska pone un dedo en el piano.

Toca una pieza, canta bajito.

Los padres se le acercan.

Y dejan que los pille por sorpresa esa manifestación de vida.

El país entra en guerra, y puede que valga más así.

El caos es el decorado que le va bien a su dolor.

Por vez primera, el conflicto es mundial.

Con Sarajevo caen los imperios del pasado.

Millones de hombres corren apresuradamente hacia su fin.

La lucha por el porvenir transcurre en túneles largos excavados bajo tierra.

Franziska decide entonces hacerse enfermera.

Quiere cuidar a los heridos, curar a los enfermos, revivir a los muertos.

Y sentirse útil, por supuesto.

Ya que vive a diario con la sensación de haber sido inútil.

A su madre la asusta esa decisión.

Y llegan tensiones y peleas.

Una guerra dentro de la guerra.

Todo en vano; Franziska se alista.

Y está cerca de las zonas de peligro.

A algunos les parece valiente.

Sencillamente, le ha perdido el miedo a la muerte.

En plena refriega, conoce a Albert Salomon.

Es uno de los cirujanos más jóvenes.

Es muy alto y está muy concentrado.

Uno de esos hombres que, incluso cuando están quietos, parecen tener prisa.

Dirige un hospital de campaña.

En el frente, en Francia.

Tras morir sus padres, la medicina le hace las veces de familia.

Su tarea le obnubila, nada le distrae de su misión.

No parece hacerles mucho caso a las mujeres.

Apenas si se ha percatado de la presencia de una enfermera nueva.

Aunque ésta no deja de sonreírle.

Afortunadamente, un acontecimiento modifica la historia.

En plena operación, Albert estornuda.

Le moquea la nariz, debe sonarse.

Pero tiene las manos ocupadas en examinarle las tripas a un soldado.

Entonces Franziska le da un pañuelo.

En ese preciso instante la mira, por fin.

Un año después, Albert echa mano de todo su valor.

Ambas manos, sus manos de cirujano.

Y va a ver a los padres de Franziska.

Éstos se muestran tan fríos que se queda parado.

¿A qué venía yo?

Ah, sí…, a pedirles a su hija… en ma… trimonio…

¿Pedirnos qué?, refunfuña el padre.

No quiere por yerno a esa espingarda.

Seguro que no es digno de casarse con una Grunwald.

Pero Franziska insiste.

Dice que está muy enamorada.

Nunca hay seguridad de algo así.

Pero no tiene nada de caprichosa.

Desde que murió Charlotte, la vida quedó reducida a lo esencial.

Los padres acaban por ceder.

Se fuerzan para mostrar cierta alegría.

Para reanudar su relación con la sonrisa.

Llegan incluso a comprar flores.

Hace tanto que no se ven colores en el salón…

Es una forma de renacimiento mediante los pétalos.

No obstante, a la boda van con cara de funeral.

3

Ya desde los primeros días, Fra

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