Las buenas personas

Nir Baram

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Primera parte: Prolegómenos de un gran acontecimiento

Berlín, otoño de 1938

Leningrado, otoño de 1938

Berlín, invierno de 1939

Leningrado, invierno de 1939

Segunda parte: El hombre artificial

Leningrado, otoño de 1939

Berlín-Varsovia, verano de 1939-invierno de 1940

Leningrado-Sochi, invierno de 1939-1940

Varsovia, verano de 1940

Tercera parte: El mundo es un rumor

Brest, octubre de 1940

Lublin, enero de 1941

Brest, diciembre de 1940

Lublin, febrero de 1941

Brest, febrero de 1941

Lublin, febrero de 1941

Brest, marzo de 1941

Lublin, marzo de 1941

Brest, abril de 1941

Brest, mayo de 1941

Alemania, 1941

Brest, junio de 1941

Agradecimientos

Notas

Notas de la conversión

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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Primera parte
Prolegómenos de un gran acontecimiento

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Berlín, otoño de 1938

 

Personas que conocen a otras personas. Todas las historias son lo mismo. Hasta que no exhales el último aliento, el veredicto de tu soledad no será definitivo. Ves el mundo atestado de gente, así que te sientes tentado a creer que tu soledad se va a esfumar sin el menor esfuerzo. ¿Resulta difícil, acaso? Una persona se acerca a otra, a ambas las ha maravillado El ocaso de los dioses y la última representación de Hauptmann; las dos han comprado todos los volúmenes de Thompson Broken-Heart Solutions (El corazón es la epidemia del siglo XX), de manera que nace una alianza entre ambas. Pero eso no es más que una ilusión muy útil para el Estado, para la sociedad y para el mercado. Gracias a ella, hasta los solitarios más asociales compran ropa, acciones, coches y se ponen elegantes para ir al baile.

Se encontraba apostado en la ventana y desde allí la vio envuelta en el abrigo de piel que llevaba puesto el día que salió de aquella casa por última vez. No se había marchado por voluntad propia, ya que el mundo exterior no le ofrecía nada. Pero ellos ya no disponían de dinero para seguir teniéndola empleada. Le dieron la carta de libertad y le regalaron un abrigo blanco de piel que, entre tanto, había adquirido un tono pardo. Toda despedida es una oportunidad para volver a nacer: quizá suceda algo bueno, puede que surja otro trabajo, o que el caparazón de la soledad se resquebraje.

Se acercaba con sus pasitos cortos —había subido un poco de peso, la señora Stein—, unos pasitos que parecían decir siempre, «no miréis, no tengo nada que merezca ser visto». Y la historia le estaba ahora dando la razón: los últimos acontecimientos que se habían producido en Berlín les habían dado a los judíos como ella más que buenos motivos para buscar el amparo de las sombras.

Sus ojos escudriñaron las partes del cuerpo de ella que quedaban al descubierto: el rostro achatado que las gélidas ráfagas de viento habían enrojecido, el delicado cuello cuyo esplendor chocaba siempre cruelmente en aquel cuerpo chaparro, como la simiente de una belleza que con unas circunstancias de vida distintas hubiera podido germinar. Su soledad era absoluta, eso saltaba a la vista. Estaba seguro de que excepto por lo que tocaba al tema de las compras del día a día, la señora Stein apenas había hablado con nadie durante los últimos años.

Un coche se detuvo junto a ella. Había dos hombres sentados en los asientos delanteros. Ella no los miró, pero cada movimiento de su cuerpo revelaba que era consciente de la presencia de ellos. Con un gesto distraído se apartó un rizo gris de la frente mientras seguía avanzando despacio hasta el otro lado de la valla. Thomas siguió el coche con la mirada hasta que este desapareció entre los demás vehículos de la calle. Al cabo de un instante, la señora Stein volvió a asomar y a él le pareció que había advertido su presencia en la ventana.

¡Cuánto había lamentado su madre que la señora Stein tuviera que irse! Porque la señora Stein era un miembro más de la casa y llenaba los espacios vacíos, como el de la hermana que su madre nunca tuvo, por ejemplo, hasta que se vieron forzados a resignarse a que su madre no tuviera hermana y la despidieron. Y es que cuando la renta anual que su madre había heredado se vio mermada por la inflación, y su supervivencia empezó a correr verdadero peligro, llegaron a la conclusión de que los lazos de sangre son los lazos de sangre, y con esa convicción se puso fin a todo el asunto.

Se oyó el golpear de unos nudillos en la puerta.

—Hola, Frau Stein —dijo Thomas.

Ella hizo una inclinación de cabeza y la gravedad de su mirada lo forzó a echarse a un lado. Por un instante los ojos de ambos se encontraron: los años no habían aplacado la animosidad que había entre ellos.

Por un momento se sintió complacido ante el oprobio por el que ella estaba pasando, el que aparecía en la prensa, en las leyes, en los carteles de las calles. De cerca también pudo apreciar

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