Soliloquios / Ciudad de fuego

Edgardo Rivera Martínez

Fragmento

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Índice

Portadilla


El zapote está en pie (Obertura, muchos años después)

Quién es quién


I. Isidoro Villar y otros hombres de caminos, según Sansón Carrasco

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II. Conversación con Isidoro Villar


III. Debajo de la línea equinoccial


¡Ni una lágrima por Isidoro Villar! (Epílogo)


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EL ZAPOTE ESTÁ EN PIE

(Obertura, muchos años después)

Ni pencas ni cactus ni chopos espinudos, solo el legendario, el siniestro (y, no obstante, martirizado) Zapote de Dos Piernas mantiénese en pie, desprovisto sí de copa y de ramaje desde el cual, por ejemplo, se pueda ejecutar por ahorcamiento a algún insurrecto o paria de la tierra; solo resiste (y acaso resistirá unos cincuenta o cien años más) el tronco alto, grueso y sarmentoso, y con todo, compacto y firme, asentado sobre dos extremidades macizas, arborantes retorcidas y nudosas, cuyas raíces —luego que la semilla errante por un azar estallase de vida— debieron abrirse paso, hundiéndose, escarbando con todas las uñas y garras y sed y furia hasta encontrar alguna napa freática que alimentó, que alimenta (que seguirá alimentando) a este árbol extraviado e indómito y condenatorio de la barbarie de los poderosos. Es posible con algún esfuerzo arrancar con las simples manos tirajos y bandas de corteza que son chamizas calcinadas y crujientes, pero torrentadas de savia mantienen al zapote en pie, ya que aquí y allí brótale la resina, la preciosa goma de este árbol, que más me pareció, Deyanira, el pus de un cuerpo llagado, leproso, lenta y pacientemente corroído desde adentro, pero negándose y luchando por no morir.

Y este árbol (¿o es pertinente decir exárbol, como se dice exhombre?) es el único signo de vida en tres leguas a la redonda, pues (el zapote) se levanta sobre un páramo de tierra muerta, una planicie yerta, blancopardusca como un vasto osario reducido a polvo, y yo como si caminara por una capa insustancial me hundía con mis botines hasta media pierna, pero no había por qué temer la mordedura de alguna víbora: ni el macanche ni la cascabel, ni tampoco lagartijas e iguanas se aventuran a atravesar en busca de alimento este paraje hostil; no temor, aunque sí inquietud, me producía el vuelo majestuoso, tolerante y estoico de una cuadrilla de gallinazos que escoltaban mi laboriosa marcha desde que me adentré por el fogoso descampado; inquietud, no zozobra ni miedo, pues además de estar protegido por mi recio sombrero de paja y de llevar en mi limeta suficiente agua, me he venido convirtiendo en estos últimos años en buen caminante, de modo que de encalavernarme (esto era inevitable) sabría hallar de nuevo el derrotero que me conduciría al final de mi peregrinaje, comenzado dos meses atrás.

La tierra en razón de su ingravidez (no de su color) tiene la consistencia de la ceniza, imagina un polvo estéril, inmundo y malsano que aquí llamamos yucún, y el espesor del manto —de los sucesivos mantos— debe ser de tal naturaleza que en las épocas de las grandes lluvias y aun de los diluvios, como los del año veinticinco, los aguacerales y turbonadas, te decía, no han logrado penetrarlo, y así el baldío pestilencial resultó victorioso esterilizando los limos y todo elemento de germinación, en cambio los espacios fronterizos, las arenas, dunas y médanos se cubren de verdor, de inmensos pastizales que alimentan el ganado por siete años, y crecen arbustos de algarrobos, oberales, vichayos, zapotes, faiques, tornando más opresivo el contraste con el dilatado erial, siempre del color de huesos pulverizados, y el polvo funesto ondula hasta hacer impenetrable la vista más allá de cinco, diez o veinte metros, según la hora del día y la velocidad y la dirección de los vientos. Y por esta nubarada pertinaz —emergía yo del paso de un viento atorbellinado— y sin antes haberlo divisado desde la lejanía, fue que me encontré a unos cuantos pasos, casi hasta chocar, con el Zapote de Dos Piernas donde cincuentitantos años atrás fuera fusilado y luego colgado el hombre de caminos Isidoro Villar.

¿Por qué, Deyanira, al referirte la historia de los míos omití contarte la vida del bandolero Isidoro Villar? ¿Por vergüenza? ¿Por sentimiento autopunitivo? ¡Pero si en el fondo la vida de Isidoro Villar me enorgullecía hasta la casi fatuidad! Pero no, acaso temía tu rechazo, la aprensión, la desconfianza, la condena moral, pensando Me despreciará, no querrá ser amiga del descendiente de un vulgar asaltacaminos, un hombre con las manos manchadas de sangre, y ladrón, un desvalijador de indefensos caminantes, y seguro violador de mujeres... Sin embargo, viéndote dormir (pronto amanecería) me dije, me repetí, que justo tú amabas la rebeldía, pues luego de contarme la tenebrosa historia de tu linaje (un linaje que habría oprimido y ultrajado a los Villar de haber establecido sus feudos en la vasta región de los médanos) me incitaste a contar la historia de los de mi sangre, una sangre, una vieja sangre agraviada desde el mismo momento de su fundación. Entonces me prometí contarte a la noche siguiente, cuando reanudáramos nuestra plática, la gesta sangrienta de Isidoro Villar.

Pero de nuevo me faltó valor y no me atreví, diciéndome Mañana, lo haré mañana, en la noche, sin falta, tío, denme coraje, abuelos, viejos padres míos; y tanta era mi duda y confusión que no reparé o no di importancia a tu distracción, al intensísimo resplandor de tus ojos, luego de que te acompañara dos o tres veces a hacer enigmáticas llamadas por teléfono. Y al llegar la noche yo retomé la historia (ahora te contaba de la huida de Primorosa, del año de la peste, de la partida de Santos Villar y sus hermanos en busca de la hermana deshonrada, para terminar trabajando de peones en los muelles de Guayaquil y luego en la construcción del Canal de Panamá); después, en la primera madrugada, llegó la hora de dormir y tú te rehusaste a ocupar mi catre, diciéndome que la relación entre varón y mujer (¡y eras apenas una chiquilla de diecisiete años!) debía de ser de absoluta igualdad y que, por lo tanto, en esta noche te correspondía dormir en el sillón, y antes de quedarme dormido te alcancé a ver fumando cigarro tras cigarro, con las piernas estiradas sobre la silla, sin sospechar que esta sería la última imagen que guardaría de ti: al despertar tú ya no estabas y en mi mesa de trabajo me dejaste la nota (que aún conservo) en la que me decías adiós, adiós, comunicándome que debías retornar a tu tierra, donde, comandados por Pedro Asto (el indio que te hubiese cargado en sus brazos cuando eras una guagüita), los comuneros y siervos de las inmensas haciendas de tu familia se habían sublevado y asesinado atrozmente a tu abuelo, cuya cabeza la habían llevado en procesión delirante de harawis de dolor y guerra hasta San José y luego

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