Fábula asiática

Rodrigo Rey Rosa

Fragmento

libro-5

 

El último domingo que pasó en Tánger, después de dar una plática sobre la nueva novela mexicana en el Salón del Libro, visitó el barrio de Suani, en la parte baja de Harún-er-Rashid. Iba en busca de un viejo amigo marroquí, artista y contador de cuentos, quien negaba conocer el año preciso de su nacimiento, alrededor de 1940, y a quien no había visto desde hacía casi tres décadas.

Tienes que visitar a Mohammed —le había dicho unos días antes, cuando hacía escala en París, un artista mallorquín con quien acababa de entablar amistad—. ¿Hace cuánto que no lo ves? ¡Es una lástima! Si lo encuentras, dale mis saludos.

La casa estaba en una callecita ascendente, la número once de aquella nueva y laberíntica medina, una entre tantas casitas de tres o cuatro pisos y paredes pintadas de blanco y celeste y, últimamente, alguna que otra también de rojo Marrakech.

¿Hace mucho tiempo, no, amigo?

Mohammed se llevó la mano a los labios antes de estrechar la del otro, luego se tocó el corazón.

Veinte años.

Un poco más.

Veintiséis.

El tiempo ya no existe —dijo Mohammed Zhrouni—. El mundo enloqueció.

En la sala, en el segundo piso, caminaron sobre alfombras sintéticas. Mohammed le ofreció asiento en una de las m’tarbas alineadas a lo largo de las paredes, y luego, con parsimonia, se sentó del otro lado de la mesita circular en el centro de la sala y se descalzó para colocarse a lo largo de su propia m’tarba. Suspiró con placidez.

Hamdul-láh.

Rahma, la segunda esposa de Mohammed (la primera había muerto años atrás) entró a servirles el té. Parecía joven todavía, su piel era clara, muy pecosa, y tenía el pelo rojizo de las rifeñas y ojos grandes y furtivos.

Hablaron un rato, como lo dictaba la etiqueta marroquí, de sus respectivas familias: todo estaba muy bien —aunque Mohammed era bastante pobre, y en su vejez había sido visitado por una serie de enfermedades.

Fátima, la hija mayor de Mohammed, se había ido con su esposo a vivir en Almería, desde donde, de vez en cuando, le enviaba un poco de dinero.

El segundo hijo, Driss, vivía en Tánger.

Un bicho malo —dijo Mohammed, y luego se rio—. No se deja ver. Tiene un taller mecánico en el camino de Achakar.

Estuvieron un rato en silencio, saborearon el té de menta, muy dulce, preparado por Rahma. Mohammed dijo que ya no bebía café, y también había dejado el kif, Hamdul-láh.

¿Recuerdas a John?

El otro asintió. Cómo no iba a recordarlo.

John Field, el artista y crítico norteamericano que pasó la segunda mitad de su vida en Tánger, había sido amigo y protector de ambos. A lo largo de los años había regalado a Mohammed papel y tinta china y luego lienzo y pintura para que desarrollara sus dotes de artista, además de sacarlo de apuros económicos de vez en cuando, como si hubiera sido un hijo o un pariente cercano; al otro le había proporcionado contactos en el mundo editorial para ayudarle a abrirse camino como escritor y traductor.

Bueno. Gracias a él mi hijo Abdelkrim está en problemas.

¿Problemas?

Mohammed se pasó una mano por la quijada, cubierta por una barba gris de pocos días. El otro escuchaba.

Abdelkrim, hijo de Rahma y Mohammed, no tenía veinte años todavía, pero era muy inteligente, y se había ido a vivir a los Estados Unidos.

Voy a pedirte un favor, amigo.

Sí, Mohammed.

Mohammed cerró y abrió los ojos.

No te preocupes, no voy a pedirte dinero —dijo.

Se puso de pie y cruzó la pequeña sala para llegar hasta una cómoda pintada de blanco y decorada con herrajes dorados. Abrió un cajón y extrajo una bolsa de plástico negra, cuyo contenido —varios casetes de audio y una tarjeta de memoria—, sin decir palabra, desplegó sobre la mesita redonda entre las m’tarbas, mientras el visitante lo observaba.

Yo no tengo amigos que sepan escribir —dijo por fin Mohammed, los ojos fijos en los casetes—. ¿Qué soy yo? Ualó. Nada. ¡Y tampoco quiero ser nada! Cuando tengas tiempo, amigo, oye lo que cuento ahí —miró al otro, volvió a mirar los casetes—. Tú puedes hacer libros. Escribe este, si quieres.

¿Es la historia de Abdelkrim? —el otro quería saber.

Sí. Pero también es algo más. ¡Es muchas cosas más!

Claro —dijo el otro. Quería saber qué había en la tarjeta.

No sé lo que es, de verdad. Abdelkrim se la mandó a Driss. Driss me la trajo a mí. Yo no sé nada de estas cosas.

El visitante tomó la tarjeta entre dos dedos, le dio la vuelta, volvió a ponerla en la mesa.

¿Puedes ver lo que hay ahí? —preguntó Mohammed.

Pueden ser fotos —dijo—, quién sabe. ¿No tienes computadora?

No, no —Mohammed se rio—. Nunca he tocado una.

Él se quedó mirando los casetes y la tarjeta, que Mohammed volvió a meter con parsimonia en la bolsa para entregárselos.

Báraca l-láh u fik, Mohammed. Shukran b’sef.

Agradecía, sobre todo, la confianza que Mohammed le mostraba.

La shukran. Al-láh wa shib.

En Casabarata, la gran yoteia tangerina, todo seguía como treinta años atrás. Vendedores de todas las edades ofrecían sus mercancías sin ansiedad, haciendo gala de un lujo que por tradición se permitían: el del tiempo sin medida. Apilados entre pasillos bajo toldos de lámina o de caña, los productos del nuevo siglo (desde smartphones y lámparas led, pasando por cortadores de verdura de quíntuple filo, hasta lavabos o inodoros de fibra transparentes o de colores) convivían con cosas intemporales y cosas del pasado: máquinas de escribir, encendedores de mesa, saleros y pimenteros, zapatos y cinturones, espejos y marcos para fotos, valijas y mochilas, jarrones…; y los compradores en potencia examinaban la mercancía sin aparente interés. No tardó mucho en encontrar una grabadora Sony de casetera doble en buen estado. La tomó de lo alto de una torre torcida de grabadoras similares. Pidió al vendedor que la probara; un viejo casete de Oum Kalzoum sonó sin dificultad.

Grabadora al hombro, salió a la calle polvorienta, donde la gente pululaba a aquella hora. A pocos pasos de una mezquita en construcción encontró un taxi para volver a su hotel, donde lo primero que hizo fue comprobar que la grabadora siguiera funcionando. Después de tomar una cena ligera en el café de la esquina, volvió a su habitación. Organizó las cintas, que estaban numeradas, y se metió a la cama con la grabadora, dispuesto a escuchar.

libro-6

El futuro de Abdelkrim

libro-7

I.

Después de dar a luz a Abdelkrim, Rahma se puso muy enferma —dijo la voz de Moh

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