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Roberto Bolaño
A. G. Porta

Fragmento

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La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura alemana, a la edad de diecinueve años. El libro en cuestión era D’Arsonval. El joven Pelletier ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía (compuesta por El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o ese vacío o esa dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada a su extrema juventud, no restó un ápice del deslumbramiento y de la admiración que le produjo la novela.

A partir de ese día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada aquella lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano entusiasta y dio comienzo su peregrinaje en busca de más obras de dicho autor. No fue tarea fácil. Conseguir, aunque fuera en París, libros de Benno von Archimboldi en los años ochenta del siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara múltiples dificultades. En la biblioteca del departamento de literatura alemana de su universidad no se hallaba casi ninguna referencia sobre Archimboldi. Sus profesores no habían oído hablar de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le sonaba de algo. Con furor (con espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez minutos que lo que le sonaba a su profesor era el pintor italiano, hacia el cual, por otra parte, su ignorancia también se extendía de forma olímpica.

Escribió a la editorial de Hamburgo que había publicado D’Arsonval y jamás recibió respuesta. Recorrió, asimismo, las pocas librerías alemanas que pudo encontrar en París. El nombre de Archimboldi aparecía en un diccionario sobre literatura alemana y en una revista belga dedicada, nunca supo si en broma o en serio, a la literatura prusiana. En 1981 viajó, junto con tres amigos de facultad, por Baviera y allí, en una pequeña librería de Munich, en Voralmstrasse, encontró otros dos libros, el delgado tomo de menos de cien páginas titulado El tesoro de Mitzi y el ya mencionado El jardín, la novela inglesa.

La lectura de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la opinión que ya tenía de Archimboldi. En 1983, a los veintidós años, dio comienzo a la tarea de traducir D’Arsonval. Nadie le pidió que lo hiciera. No había entonces ninguna editorial francesa interesada en publicar a ese alemán de nombre extraño. Pelletier empezó a traducirlo básicamente porque le gustaba, porque era feliz haciéndolo, aunque también pensó que podía presentar esa traducción, precedida por un estudio sobre la obra archimboldiana, como tesis y, quién sabe, como primera piedra de su futuro doctorado.

Acabó la versión definitiva de la traducción en 1984 y una editorial parisina, tras algunas vacilantes y contradictorias lecturas, la aceptó y publicaron a Archimboldi, cuya novela, destinada a priori a no superar la cifra de mil ejemplares vendidos, agotó tras un par de reseñas contradictorias, positivas, incluso excesivas, los tres mil ejemplares de tirada abriendo las puertas de una segunda y tercera y cuarta edición.

Para entonces Pelletier ya había leído quince libros del autor alemán, había traducido otros dos, y era considerado, casi unánimemente, el mayor especialista sobre Benno von Archimboldi que había a lo largo y ancho de Francia.

 

Entonces Pelletier pudo recordar el día en que leyó por primera vez a Archimboldi y se vio a sí mismo, joven y pobre, viviendo en una chambre de bonne, compartiendo el lavamanos, en donde se lavaba la cara y los dientes, con otras quince personas que habitaban la oscura buhardilla, cagando en un horrible y poco higiénico baño que nada tenía de baño sino más bien de retrete o pozo séptico, compartido igualmente con los quince residentes de la buhardilla, algunos de los cuales ya habían retornado a provincias, provistos de su correspondiente título universitario, o bien se habían mudado a lugares un poco más confortables en el mismo París, o bien, unos pocos, seguían allí, vegetando o muriéndose lentamente de asco.

Se vio, como queda dicho, a sí mismo, ascético e inclinado sobre sus diccionarios alemanes, iluminado por una débil bombilla, flaco y recalcitrante, como si todo él fuera voluntad hecha carne, huesos y músculos, nada de grasa, fanático y decidido a llegar a buen puerto, en fin, una imagen bastante normal de estudiante en la capital pero que obró en él como una droga, una droga que lo hizo llorar, una droga que abrió, como dijo un cursi poeta holandés del siglo XIX, las esclusas de la emoción y de algo que a primera vista parecía autoconmiseración pero que no lo era (¿qué era, entonces?, ¿rabia?, probablemente), y que lo llevó a pensar y a repensar, pero no con palabras sino con imágenes dolientes, su periodo de aprendizaje juvenil, y que tras una larga noche tal vez inútil forzó en su mente dos conclusiones: la primera, que la vida tal como la había vivido hasta entonces se había acabado; la segunda, que una brillante carrera se abría delante de él y que para que ésta no perdiera el brillo debía conservar, como único recuerdo de aquella buhardilla, su voluntad. La tarea no le pareció difícil.

 

Jean-Claude Pelletier nació en 1961 y en 1986 era ya catedrático de alemán en París. Piero Morini nació en 1956, en un pueblo cercano a Nápoles, y aunque leyó por primera vez a Benno von Archimboldi en 1976, es decir cuatro años antes que Pelletier, no sería sino hasta 1988 cuando tradujo su primera novela del autor alemán, Bifurcaria bifurcata, que pasó por las librerías italianas con más pena que gloria.

La situación de Archimboldi en Italia, esto hay que remarcarlo, era bien distinta que en Francia. De hecho, Morini no fue el primer traductor que tuvo. Es más, la primera novela de Archimboldi que cayó en manos de Morini fue una traducción de La máscara de cuero hecha por un tal Colossimo para Einaudi en el año 1969. Después de La máscara de cuero en Italia se publicó Ríos de Europa, en 1971, Herencia, en 1973, y La perfección ferroviaria en 1975, y antes se había publicado, en una editorial romana, en 1964, una selección de cuentos en donde no escaseaban las historias de guerra, titulada Los bajos fondos de Berlín. De modo que podría decirse que Archimboldi no era un completo desconocido en Italia, aunque tampoco podía decirse que fuera un autor de éxito o de mediano éxito o de escaso éxito sino más bien de nulo éxito, cuyos libros envejecían en los anaqueles más mohosos de las librerías o se saldaban o eran olvidados en los almacenes de las editoriales antes de ser guillotinados.

Morini, por supuesto, no se arredró ante las pocas expectativas que provocaba en el público italiano la obra de Archimboldi y después de traducir Bifurcaria bifurcata dio a una revista de Milán y a otra de Palermo sendos estudios archimboldianos, uno sobr

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