El Tercer Reich

Roberto Bolaño
A. G. Porta

Fragmento

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20 de agosto

Por la ventana entra el rumor del mar mezclado con las risas de los últimos noctámbulos, un ruido que tal vez sea el de los camareros recogiendo las mesas de la terraza, de vez en cuando un coche que circula con lentitud por el Paseo Marítimo y zumbidos apagados e inidentificables que provienen de las otras habitaciones del hotel. Ingeborg duerme; su rostro semeja el de un ángel al que nada turba el sueño; sobre el velador hay un vaso de leche que no ha probado y que ahora debe estar caliente, y junto a su almohada, a medias cubierto por la sábana, un libro del investigador Florian Linden del que apenas ha leído un par de páginas antes de caer dormida. A mí me sucede todo lo contrario: el calor y el cansancio me quitan el sueño. Generalmente duermo bien, entre siete y ocho horas diarias, aunque muy raras veces me acuesto cansado. Por las mañanas despierto fresco como una lechuga y con una energía que no decae al cabo de ocho o diez horas de actividad. Que yo recuerde, así ha sido siempre; es parte de mi naturaleza. Nadie me lo ha inculcado, simplemente soy así y con esto no quiero sugerir que sea mejor o peor que otros; la misma Ingeborg, por ejemplo, que los sábados y domingos no se levanta hasta pasado el mediodía y durante la semana sólo una segunda taza de café –y un cigarrillo– consiguen despertarla del todo y empujarla hacia el trabajo. Esta noche, sin embargo, el cansancio y el calor me quitan el sueño. También, la voluntad de escribir, de consignar los acontecimientos del día, me impide meterme en la cama y apagar la luz.

El viaje transcurrió sin ningún percance digno de mención. Nos detuvimos en Estrasburgo, una bonita ciudad, aunque yo ya la conocía. Comimos en una especie de supermercado en el borde de la autopista. En la frontera, al contrario de lo que nos habían advertido, no tuvimos que hacer cola ni esperar más de diez minutos para pasar al otro lado. Todo fue rápido y de manera eficiente. A partir de entonces conduje yo pues Ingeborg no confía mucho en los automovilistas nativos, creo que debido a una mala experiencia en una carretera española, hace años, cuando aún era una niña y venía de vacaciones con sus padres. Además, como es natural, estaba cansada.

En la recepción del hotel nos atendió una chica muy joven, que se desenvuelve bastante bien con el alemán, y no hubo ningún problema para encontrar nuestras reservas. Todo estaba en orden y cuando ya subíamos divisé en el comedor a Frau Else; la reconocí de inmediato. Arreglaba una mesa mientras le indicaba algo a un camarero que, a su lado, sostenía una bandeja llena de botellines de sal. Iba vestida con un traje verde y en el pecho llevaba enganchada la chapa metálica con el emblema del hotel.

Los años apenas la habían tocado.

La visión de Frau Else me hizo evocar los días de mi adolescencia con sus horas sombrías y sus horas luminosas; mis padres y mi hermano desayunando en la terraza del hotel, la música que a las siete de la tarde comenzaban a esparcir por la planta baja los altavoces del restaurante, las risas sin sentido de los camareros y las partidas que se organizaban entre muchachos de mi edad para salir a nadar de noche o ir a las discotecas. ¿En aquella época cuál era mi canción favorita? Cada verano había una nueva, en algo semejante a la del año anterior, tarareada y silbada hasta la saciedad y con la que solían cerrar la jornada todas las discotecas del pueblo. Mi hermano, que siempre ha sido exigente en lo musical, seleccionaba con esmero, antes de comenzar las vacaciones, las cintas que habrían de acompañarlo; yo, por el contrario, prefería que fuese el azar quien pusiese en mis oídos una melodía nueva, inevitablemente la canción del verano. Me bastaba con escucharla dos o tres veces, por pura casualidad, para que sus notas me siguieran a través de los días soleados y de las nuevas amistades que iban festoneando nuestras vacaciones. Amistades efímeras, vistas desde mi óptica actual, concebidas sólo para ahuyentar la más mínima sospecha de aburrimiento. De todos aquellos rostros apenas unos cuantos perduran en mi memoria. En primer lugar, Frau Else, cuya simpatía me conquistó desde el primer instante, lo que me valió ser el blanco de las bromas y chirigotas de mis padres, quienes incluso llegaron a burlarse de mí en presencia de la mismísima Frau Else y de su marido, un español cuyo nombre no recuerdo, haciendo alusiones acerca de unos pretendidos celos y de la precocidad de los jóvenes, que consiguieron ruborizarme hasta las uñas y que en Frau Else despertaron un tierno sentimiento de camaradería. A partir de entonces creí ver en su trato conmigo un calor mayor que el dispensado al resto de mi familia. También, pero en un nivel distinto, José (¿se llamaba así?), un chico de mi edad que trabajaba en el hotel y que nos llevó, a mi hermano y a mí, a lugares que sin él no hubiéramos pisado nunca. Cuando nos despedimos, tal vez adivinando que el próximo verano no lo pasaríamos en el Del Mar, mi hermano le regaló un par de cintas de rock y yo mis viejos pantalones vaqueros. Diez años han pasado y aún recuerdo las lágrimas que de pronto se le saltaron a José, con el pantalón doblado en una mano y las cintas en la otra, sin saber qué hacer o decir, murmurando en un inglés del que mi hermano constantemente se burlaba: adiós, queridos amigos, adiós, queridos amigos, etcétera, mientras nosotros le decíamos en español –idioma que hablábamos con cierta fluidez, no en balde nuestros padres llevaban años pasando sus vacaciones en España– que no se preocupara, que el próximo verano volveríamos a estar juntos como los Tres Mosqueteros, que dejara de llorar. Recibimos dos postales de José. Yo contesté, a mi nombre y de mi hermano, la primera. Luego lo olvidamos y de él nunca más se supo. Hubo también un muchacho de Heilbronn llamado Erich, el mejor nadador de la temporada, y una tal Charlotte que prefería tomar el sol conmigo aunque mi hermano estaba loco de remate por ella. Caso aparte es la pobre tía Giselle, la hermana menor de mi madre, que nos acompañó durante el penúltimo verano que pasamos en el Del Mar. Tía Giselle amaba por encima de todo el toreo y su voracidad por esta clase de espectáculo no tenía límites. Imborrable recuerdo: mi hermano conduciendo el coche de mi padre con entera libertad, yo, a su lado, fumando sin que nadie me dijera nada, y tía Giselle en el asiento trasero contemplando embelesada los acantilados cubiertos de espuma bajo la carretera y el color verde oscuro del mar, con una sonrisa de satisfacción en sus labios tan pálidos, y tres pósters, tres tesoros, en su regazo, que daban fe de que ella, mi hermano y yo habíamos alternado con grandes figuras del toreo en la Plaza de Toros de Barcelona. Mis padres, ciertamente, desaprobaban muchas de las ocupaciones a las que tía Giselle se entregaba con tanto fervor, al igual que no les resultaba grata la libertad que ella nos concedía, excesiva para unos niños, según su manera de ver las cosas, aunque yo por entonces rondaba los catorce. Por otra parte siempre he sospechado que éramos nosotros quienes cuidábamos de tía Giselle, tarea que mi madre nos imponía sin que nadie se dier

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