Llámame por tu nombre

André Aciman

Fragmento

libro-4

 

«¡Luego!» Una palabra, una expresión, una actitud.

Nunca había escuchado a nadie utilizar «luego» para despedirse. Me resultó arisco, seco y despectivo, dicho con la velada indiferencia de alguien a quien le daría igual no volver a verte o no saber nada de ti.

Es el primer recuerdo que tengo de él y aún hoy puedo oírlo. «¡Luego!»

Cierro los ojos, pronuncio la palabra y vuelvo a estar en la Italia de hace tantos años, caminando por la acera arbolada y viéndole salir del taxi con una camisa azulada de estampado ondulado, con los cuellos bien abiertos, las gafas de sol, un gorro de paja y mucha piel a la vista. De repente me da la mano, me entrega su mochila, saca el equipaje del maletero del taxi y me pregunta si mi padre está en casa.

Puede que todo comenzase precisamente allí y en aquel instante: la camisa, las mangas remangadas, los pulpejos redondeados de su talón que se escapan de las alpargatas desgastadas, ansiosos por probar la cálida gravilla del camino que lleva a nuestra casa y preguntando con cada zancada por dónde se va a la playa.

El huésped de este verano. Otro pelmazo.

Entonces, casi sin mediación y ya de espaldas al coche, agita el envés de la mano que le queda libre y suelta un despreocupado «¡luego!» a otro pasajero que había en el coche, con quien probablemente había compartido el pago de la carrera desde la estación. Ni siquiera dijo un nombre o hizo una bromilla para suavizar la abrupta despedida. Nada. Le despachó con una palabra: brusca, audaz y franca. No había forma de que le hubiese podido molestar.

Observa, pensé yo, así es como se despedirá de nosotros cuando llegue el momento. Con un brusco y chapucero «¡luego!».

Mientras tanto, tendremos que soportarle durante seis largas semanas.

Estaba francamente intimidado. Era uno de los inaccesibles.

Bueno, podría intentar que me gustase. Desde su barbilla redondeada hasta sus pulidos talones. Y después, tras unos días, aprendería a odiarle.

Esta era la misma persona cuya foto de la solicitud había resaltado meses antes como promesa de unas afinidades instantáneas conmigo.

Acoger a huéspedes durante el verano era la manera que tenían mis padres de ayudar a profesores universitarios jóvenes a revisar un manuscrito antes de su publicación. Todos los veranos durante seis semanas debía dejar libre mi habitación y mudarme a un cuarto del pasillo mucho más pequeño y que había sido de mi abuelo. En los meses de invierno, cuando estábamos en la ciudad, se transformaba en un cobertizo, almacén y ático a tiempo parcial, donde se rumorea que mi abuelo, mi tocayo, aún rechina sus dientes en su sueño eterno. Los residentes estivales no tenían que pagar nada, se les otorgaba un uso libre de toda la casa y podían hacer básicamente lo que les apeteciese siempre y cuando dedicasen más o menos una hora al día a ayudar a mis padres con la correspondencia y papeleos varios. Se convertían en parte de la familia y, después de unos quince años haciendo esto, nos habíamos acostumbrado a recibir una tonelada de postales y regalos, no solo en Navidad, sino todo el año, de gente que estaba en deuda emocional con mi familia y que solía desviar sus itinerarios cuando venía a Europa para pasarse por B. durante un día o dos con sus familias y darse un paseo nostálgico por sus antiguos refugios.

Era común que durante las comidas hubiese dos o tres invitados más, unas veces familiares o vecinos, otras compañeros de clase, abogados, médicos, personas ricas y famosas que se acercaban a ver a mi padre de camino a sus casas de verano. En ocasiones, incluso abríamos nuestro comedor a parejas de turistas ocasionales que habían oído hablar de la vieja casa de campo y simplemente deseaban pasarse por allí a echarle una ojeada y se quedaban encantados cuando les invitábamos a comer y les pedíamos que nos contasen algo de su vida, mientras que Mafalda, a la que se informaba en el último momento, cocinaba su especialidad más novedosa. A mi padre, reservado y tímido en privado, lo que más le gustaba era rodearse de valiosos expertos en cualquier campo para mantener largas conversaciones en varios idiomas, mientras el caluroso sol estival y unas cuantas copas de rosatello daban entrada a la tarde con su inevitable letargo. Denominábamos a ese cometido la labor del almuerzo y, al poco tiempo, también se unían a él la mayoría de nuestros invitados de seis semanas.

Quizá todo comenzase poco después de su llegada, durante una de aquellas comidas tremendas, cuando se sentó junto a mí y me di cuenta de que, aparte de un ligero bronceado conseguido durante su breve estancia en Sicilia a comienzos de aquel verano, el color de las palmas de sus manos era igual de pálido que la suave piel de las plantas de los pies, la del cuello o la del envés de sus antebrazos, que no habían estado expuestas tanto al sol. Lucían casi de un rosa claro, tan brillante y suave como la parte inferior del estómago de un lagarto. Íntimo, casto, implume, como el rubor en la cara de un atleta o el atisbo de la aurora en una noche tormentosa. Me dijo cosas sobre él que nunca hubiese sabido cómo preguntar.

Puede que comenzase durante aquellas interminables horas después de comer cuando todo el mundo holgazaneaba en traje de baño por la casa, cuerpos espatarrados en cualquier lugar matando el tiempo hasta que alguien sugería ir a las rocas a darse un baño. Los parientes, primos, vecinos, amigos, amigos de amigos, colegas, o básicamente cualquiera al que le apeteciese llamar a nuestra puerta para pedir que le dejásemos utilizar nuestra cancha de tenis, todo el mundo era bienvenido a gandulear, nadar o comer y, si permanecían el tiempo suficiente, a utilizar la casa de invitados.

O quizá comenzó en la playa. O en la cancha de tenis. O durante nuestro primer paseo juntos el primer día que estuvo aquí cuando me pidieron que le enseñase la casa y los alrededores y, una cosa llevó a la otra, me las arreglé para llevarle más allá de las viejísimas puertas de hierro forjado y llegamos hasta el interminable solar vacío que llevaba hacia las vías del tren abandonadas que solían conectar B. con N.

—¿Hay alguna estación abandonada en algún lugar? —me preguntó mientras observaba entre los árboles bajo un sol abrasador, con la intención probable de formular una consulta típica que se debe hacer al hijo del dueño.

—No, nunca hubo una estación. El tren simplemente paraba cuando se le solicitaba.

Le llamaba la atención el tren; las vías parecían muy estrechas. Había gitanos que vivían en ellas ahora. Llevan habitando ahí desde que mi madre venía a veranear aquí cuando era niña. Los gitanos han transportado dos vagones descarrilados más hacia el interior. ¿Quería ir a verlo?

—Quizá luego.

Una indiferencia educada, como si se hubiese percatado de mi inoportuno entusiasmo por darle coba y se estuviese alejando de mí sumariamente.

Me dolió.

En lugar de eso me dijo que quería abrirse una cuenta en uno de los bancos de B. y luego hacer una visita a la traductora al italiano a quien su editor en Italia había adjudicado su libro.

Decidí llevarle allí en bici.

La conversación sobre ruedas no mejoraba la que habíamos tenido a pie. Por el camino paramos a por algo para beber. La bartabaccheria estaba completamente a oscuras y vacía. El dueño fregaba el suelo con un fuerte pr

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