La tierra desnuda

Rafael Navarro de Castro

Fragmento

libro-3

1. Bajo un sol de injusticia

Que los hijos sean o no un seguro de vida, no está del todo claro, pero en Celama sabemos que los hijos son manos que vienen, bocas también.

LUIS MATEO DÍEZ, La ruina del cielo

Corren los años treinta del siglo pasado. Corren hacia el desastre. Pero estas montañas no lo saben. Ni lo saben ni se lo imaginan. Es un asfixiante mediodía de agosto. La señora Josefa sube por el camino de la Solana. No le da tiempo a llegar a su cortijo. No alcanza, siquiera, a apearse de la mula. Bajó al pueblo antes que el sol para vender sus hortalizas y volver a subir antes de que el aire se hiciese irrespirable. Pero se entretuvo charlando con las comadres. La canícula la alcanza en las rampas más duras del camino. Aún no llega a los treinta pero aparenta más de cincuenta y está preñada de nueve meses.

Resuenan voces lejanas, de otros tiempos. Se pisan las huellas de un pasado que es presente. El arado traza carriles mil veces repasados. La fisonomía del valle es la fisonomía del esfuerzo, la suma de una fatiga sobre otra fatiga. El tiempo detenido, la paciencia infinita. No se oye ni una queja, ni un lamento, solo un leve crujido de huesos. Es la tierra que se despereza hasta el infinito.

El valle se asfixia, se ahoga, busca el aire y no lo encuentra, boquea, ensaya una inmovilidad obligatoria, se pospone, mete el hocico debajo de las piedras, clama por un soplo que no llega, se estanca entre las sombras, dormita y sueña. Se trata de un paisaje bucólico y pastoril, donde el tiempo discurre plácidamente y la vida es tan dura como los cantos que jalonan el camino.

Reina en las huertas una quietud de cataclismo. El valle parece desierto, abandonado, como si las gentes hubiesen huido precipitadamente de algún desastre. El aire, inmóvil y ardiente, se niega a entrar en los pulmones. Ni un grito, ni una risa, ni un ladrido. Solo el zumbido de las moscas y los cascos de la mula golpeando contra los guijarros.

El comadreo es muy propenso a truculencias y dramatismos. En el pueblo ya se han encargado de meterle el miedo en el cuerpo con historias sanguinolentas de final incierto. Pero la Josefa no tiene miedo. O, dicho de otro modo, el miedo es una sensación esquiva, huidiza. Está ahí, en alguna parte. Va y viene. Aparece y desaparece como esos dolores que le atormentan las entrañas. La soledad es, sin embargo, una presencia física palpable. Como el hambre al hambriento se le impone, sin poder ahuyentarla. La Josefa se siente sola. No se trata de que allí no haya nadie. No se trata de que, en caso de necesidad, alguien pueda acudir en su auxilio. Se trata más bien de un sentimiento general, difuso, como si de alguna manera se diese cuenta de que el trámite es demasiado valioso, demasiado importante, para compartirlo con una mula vieja y testaruda. Tal vez sienta que si está sola en este momento crucial es que está sola irremediablemente.

Arde el sol por encima de los árboles achicharrados. Con un pañuelo, que alguna vez debió de ser blanco, la Josefa espanta las moscas y se seca el sudor que le chorrea por debajo del sombrero. Otro sudor de otra índole le recorre la espalda. Es un sudor frío. De vez en cuando un dolor agudo se le enzarza entre los huesos y la mujer se aferra a las crines con todas sus fuerzas. Luego, el dolor pasa y ella abre la boca en busca del aire que le falta. Con el vientre cubierto de espuma, la mula, que sube con desgana, como si contara sus propios pasos, pierde las manos en un socavón del camino y, quizá por eso, o porque ya tocaba, la Josefa no puede aguantar más. Allí mismo se desahoga sin más ceremoniales. De medio lado sobre la montura, da a luz al que va a ser su primer y último hijo varón, un niño enclenque y esmirriado, de rasgos desmedidos, que empieza a chillar con la fuerza de un seísmo. Un alarido atraviesa el valle sembrando los campos de añicos de silencio. La Josefa arrea la mula, tira la vara que había machacado entre los dientes y, con una mano roja de sangre, se desabrocha los botones de la camisa empapada. Aparece una teta redonda y blanca, luna llena poco acostumbrada a la luz del sol, y el llanto cesa como por ensalmo. Si hay algo que esta mujer sabe hacer es saciar el hambre ajena. Podría alimentar a la humanidad entera con la savia de sus entrañas. El niño, por su parte, tampoco necesita muchas lecciones. Diminuto entre esos pechos, mama sin dificultades, con la naturalidad de un bostezo. Poco a poco se le van cerrando los ojos que traía bien abiertos y, acunado por el movimiento de la mula, se queda dormido, inconsciente, envuelto en los olores que van a cimentar su memoria: el sudor, la leche, la sangre y el cuerpo de una mujer.

Unos cincuenta metros por debajo de los Peñoncillos, con una inmovilidad aparente, pasa la acequia de los Habices. Vista desde arriba parece un espejo con forma de culebra. Hasta allí baja la Josefa después de acomodar al niño en un serón de esparto. Con el cuenco de las manos se lleva el agua a la boca y después al cuello, al pecho, a la cabeza y a la nuca. La mujer se estremece. A pesar del calor, el agua baja helada de las montañas. Le cuesta volver a subir hasta el cortijo. La distancia es corta pero la pendiente fuerte. Tiene que pararse varias veces para recuperar el aliento, dejar en el suelo el cubo, que es de hojalata pero parece de plomo. Las sombras se achican, se esconden bajo los árboles escasos. El sol ya no puede subir más. Cae de tal manera que si la tierra no es plana terminará por serlo. Hasta las montañas se vencen de tanto peso. La mujer se acuerda de los hombres que están en el tajo. La que estarán pasando con la que está cayendo. Por fin llega a la puerta del cortijo. A cubierto bajo la higuera, limpia el cuerpo de su hijo con un trapo que humedece en el cubo. El niño ni se inmuta. Ni el frío del agua ni el fuego del aire ni el choque de ambos sobre su piel parecen molestarle. Nadie diría que acaba de aterrizar en esta tierra en llamas. Cuando ya está limpio, la Josefa lo deja bajo la protección de la higuera, al cuidado de los gatos, y marcha hacia los corrales, donde la reclaman una multitud de bocas. Al menos allí hará más fresco.

La siega vino temprana aquel verano. Una vez terminada, desde primeros de agosto, en los Habices y en la Hoya de la Terrera, ciento quince hombres y veinte mulos se partieron el lomo durante cuarenta días. Entre ellos estaba el José, que acababa de ser padre, pero aún no lo sabía. Para no variar, los jornales eran de miseria. Los trabajos correspondían a la ley de laboreo forzoso con la que el nuevo gobierno republicano pretendía poner a producir las tierras baldías de los terratenientes. El decreto formaba parte de la recién estrenada reforma agraria. Pero una cosa era aprobar unas leyes en el congreso y otra, muy distinta, aplicarlas en los campos. Desbrozaron, removieron piedras, levantaron muros y paratas, araron y dejaron la tierra lista para acoger la semilla. La Hoya era una sartén donde el aire no corría. Un sudor oscuro, teñido de tierra y polvo, los cubría de la cabeza a los pies. Abajo el peso de las piedras ardientes, arriba un sol inmisericorde. Una pregunta se repetía en todas las cabezas. ¿A quién se le ocurre hacer esto en pleno mes de agosto? Cuando al anochecer llegaban a sus casas derrengados, con la manos desolladas y ampollas en los pies, volvían a oír la misma pregunta, ahora en boca de sus mujeres. Pero ¿a quién se le ocurre? ¿Qué necesidad hay? ¿No podríais espe

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