Trilogía de Freddie Montgomery

John Banville

Fragmento

libro-4

 

Su señoría, cuando me pida que se lo cuente a los miembros del jurado en mis propios términos, diré lo siguiente: me tienen encerrado como a un animal exótico, último superviviente de una especie que consideraban extinta. Deberían dejar pasar a las masas para que me viesen: el devorador de la muchacha, esbelto y peligroso, andando de aquí para allá en mi jaula, mientras mis terribles ojos verdes parpadean más allá de los barrotes; tendrían que darles algo con que soñar cuando por las noches están bien abrigados metidos en sus camas. Cuando me detuvieron, se arañaron con tal de echarme un vistazo. Estoy convencido de que habrían pagado por ese privilegio. Gritaron insultos, esgrimieron sus puños amenazadores y mostraron los dientes. Fue irreal, aterrador pero cómico verlos allí, apiñados en la acera como extras cinematográficos, jóvenes con gabardinas de tres al cuarto, mujeres con la bolsa de la compra y uno o dos personajes silentes y canosos que permanecían inmóviles, voraces, atentos a mí, pálidos de envidia. En aquel momento un guardia me cubrió la cabeza con una manta y me empujó al interior del coche patrulla. Reí. Había algo irresistiblemente gracioso en la forma en que la realidad, trivial como de costumbre, satisfacía mis peores fantasías.

A propósito de aquella manta, ¿la trajeron aposta o siempre llevan una en el maletero? Ahora estas cuestiones me preocupan, les doy vueltas y más vueltas. Debí de dar una imagen interesante, apenas entrevista, instalado en el asiento trasero cual una momia mientras el coche se deslizaba a todo gas por las calles húmedas bañadas de sol, dándose aires de importancia.

Luego este sitio. Lo primero que me impresionó fue el ruido. Una barahúnda ensordecedora, gritos y silbidos, risotadas, disputas, sollozos. Pero también existen momentos de calma, como si de súbito cayera un gran temor o una profunda tristeza que nos dejara sin habla. Igual que agua estancada, el aire pende inmóvil en los pasillos. Está salpicado por un sutil hedor a fenol, que recuerda al osario. Al principio me figuré que era yo, quiero decir, que ese olor era mío, mi contribución. ¿Puede que lo sea? La luz del sol también es rara, incluso fuera, en el patio, como si le hubiese ocurrido algo, como si le hubieran hecho algo antes de dejarla caer sobre nosotros. Tiene un tinte ácido, alimonado, y se presenta en dos intensidades: o es insuficiente para ver o nos abrasa los ojos. No me referiré a los diversos tipos de oscuridad.

Mi celda. Mi celda es. ¿Para qué insistir?

A los detenidos les asignan las mejores celdas. Como debe ser. Al fin y al cabo, podrían declararme inocente. Oh, no debo reír, duele demasiado, sufro una punzada espantosa como si algo presionara mi corazón…, supongo que el peso de la culpa. Dispongo de una mesa y de lo que aquí llaman un butacón. Incluso hay un televisor, aunque apenas lo enciendo ahora que mi caso está sub iudice y en las noticias ya no hablan de mí. Las instalaciones sanitarias dejan mucho que desear. Salpicaduras: ¡qué adecuada, la expresión! Intentaré conseguir un sodomita…, ¿o quiero decir un neófito? Un sujeto joven, cimbreante y bien dispuesto, que no sea muy quisquilloso. No me resultará difícil. También quiero hacerme con un diccionario.

Por encima de todo, me molesta el olor a semen que hay en todas partes. Este sitio apesta.

Admito que tenía expectativas irremediablemente románticas sobre el modo en que aquí discurrirían las cosas. Me figuré que sería una especie de celebridad, aislada de los demás presos en un ala especial, en la que recibiría a grupos de personas serias e importantes con quienes hablaría largo y tendido sobre las grandes cuestiones del momento, impresionando a los hombres y fascinando a las mujeres. ¡Qué penetración!, exclamarían. ¡Qué agudeza! Nos dijeron que era una bestia insensible y cruel, pero ahora que lo hemos visto y oído…, ¡vaya, qué sorpresa! Y aquí estoy, adoptando una pose elegante con mi perfil de asceta vuelto hacia la luz que se cuela a través de la ventana con barrotes, tocando un pañuelo perfumado y con una ligera sonrisa forzada. Jean-Jacques, el asesino culto.

No es así, no es así bajo ningún concepto, pero tampoco valen otras etiquetas. ¿Dónde están los disturbios en el comedor, las fugas en masa y ese tipo de cosas que el cine ha hecho tan familiares? ¿Qué hay de la escena en el patio de ejercicios, en la cual matan al chivato con un vidrio mientras un par de pesos pesados barbudos montan una gresca para desviar la atención? ¿Cuándo comenzarán las peloteras entre pandillas? Lo cierto es que aquí dentro la vida es como fuera, pero más intensa. Estamos obsesionados por el bienestar material. Hace siempre demasiado calor, parece que estamos en una incubadora, pero son infinitas las quejas por corrientes de aire, fríos súbitos y pies helados durante la noche. La comida también cuenta, escarbamos en busca de algún bocado sustancioso en nuestros platos de gachas, olisqueamos y suspiramos como si asistiéramos a una convención de gourmets. Después del reparto de paquetes corre la voz como reguero de pólvora: «¡Psss! ¡Le han enviado un pastel casero!». Francamente, parece el internado, con su mezcla de tristeza y comodidad, el deseo embotado, el ruido y, en todas partes, sempiterno, ese aire masculino, gris, tibio y viciado, tan peculiar.

Me han dicho que era distinto cuando los políticos estaban aquí. Solían subir y bajar por los pasillos, sujetos de brazos y piernas, ladrándose en un irlandés arrabalero, cosa que provocaba gran júbilo entre los delincuentes comunes. Entonces todos se pusieron en huelga de hambre o algo parecido, los trasladaron y la vida recobró la normalidad.

¿Por qué somos tan sumisos? ¿Se debe a lo que, según dicen, ponen en el té para adormecer la libido? Tal vez tenga que ver con las drogas. Su señoría, sé que a nadie, ni siquiera al ministerio fiscal, le gustan los chivatos, pero me considero obligado a informar a la justicia del activo comercio de sustancias prohibidas que tiene lugar en esta institución. Hay tíos, quiero decir carceleros, implicados y puedo proporcionar sus números siempre y cuando se me garantice protección. Se consigue de todo: estimulantes y somníferos, tranquilizantes, caballo, crack, lo que uno quiera… No creo que usted, su señoría, esté familiarizado con esa jerga abyecta, jerga que he aprendido desde mi ingreso aquí. Como puede figurarse, son en general los jóvenes los que se dedican a ello. Es fácil reconocerlos trastabillando por los pasillos como sonámbulos, con la sonrisilla desilusionada y embotada de los que están realmente colgados. Sin embargo, algunos no sonríen, parece desde luego que no volverán a sonreír. Son los perdidos, los desahuciados. Tienen la mirada extraviada, la expresión vacía y preocupada, de la misma forma que los animales heridos apartan enmudecidos su mirada de nosotros, como si fuéramos meros fantasmas de ellos mismos, cuyo dolor se sufre en un mundo que no es el nuestro.

Pero no, no son solo las drogas. Ha desaparecido algo esencial, nos han arrancado la esencia. Ya no somos del todo humanos. Viejos presidiarios, sujetos que han cometido delitos impresionantes se pavonean por la cárcel cual señoras mayores, pálidas, dulces, con pecho de paloma y anchas de caderas. Riñen por los libros de la biblioteca, algunos incluso tejen. Los jóvenes también tienen pasatiempos, se me acercan furtivamente en la sala de recreo, con sus ojo

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