Todo arde

Nuria Barrios

Fragmento

libro-3

0. El robo

Asomó el hocico y olisqueó el aire. Las oscuras aletas de su nariz se dilataron al sentir el humo de las pipas, su tenue olor amargo. Los fogonazos de los mecheros se alternaban con el crujido de las caladas y aquel sonido, el exhalar del fuego, el inhalar de los fumadores, se repetía rítmica, incesantemente, como si fuese la respiración febril del propio cuarto. Sin dejar de olfatear, el cachorro sacó la cabeza gris de entre los pliegues del saco de dormir. Aunque hacía calor, temblaba. La línea blanca que partía en vertical su frente descendía entre los pequeños ojos azules, se abría en torno a la trufa y caía alrededor de la boca.

El saco se encontraba bajo la mesa desportillada que utilizaban los vigilantes, a escasos metros de la puerta de acceso, una plancha de hierro con tres gruesos cerrojos que estaba cerrada. Lagrimeando, el cachorro se puso en pie. En el suelo, salpicado por sus excrementos, había dos botellas de plástico recortadas: una contenía pienso y la otra, agua. Con andares tambaleantes, tropezó con esta última y el líquido se derramó sobre el piso de cemento, dejando una huella oscura como un charco de orina. Sin prestar atención, el animal emergió de la penumbra de su refugio. La repentina luz blanca le hizo parpadear y se detuvo, indeciso.

El fumadero era una estancia amplia y sin ventanas, bien iluminada por los tubos fluorescentes del techo. El cachorro se estiró y contempló el caminar acelerado de quienes se dirigían al fondo del cuarto, hacia el ventanuco por donde se despachaba la droga. Llegaban con tanta prisa que parecían arrastrar con ellos el humo de la gran hoguera que llameaba de día y de noche a la entrada del fumadero de los Culata. Aún vacilante, el perro avanzó unos pasos. Ninguna mano lo frenó, ningún pie lo obligó a volver al saco de dormir y, balanceando los hombros igual que un fanfarrón, se unió a los que marchaban a comprar su dosis.

Aunque no debía de tener más de tres meses, se le marcaban ya los músculos futuros. La línea blanca que dividía su rostro bajaba por el cuello y se abría sobre el ancho pecho. También era blanco el final de las patas arqueadas, con cuatro dedos anchos y bien definidos que remataban las uñas, curvadas y de un rosa pálido. Aquellas pinceladas blancas y rosas en el robusto cuerpo gris le daban un aire al mismo tiempo infantil y pendenciero. Fue esquivando las piernas que se cruzaban en su camino. Nadie pareció reparar en él.

De pronto se quedó inmóvil y, con la frente arrugada, irguió la cabeza para olfatear. Los triángulos invertidos de sus orejas vibraron. En una esquina, arrumbados contra la pared, había dos sofás sin patas, unidos de tal manera que formaban una L. Sentado en uno de ellos, un hombre vestido con el mono de una empresa de mudanzas daba fuego a una pequeña pipa metálica. Una alta llamarada rodeó la cazoleta mientras él inhalaba. A continuación, la limpió, colocó sobre ella una diminuta piedra de color beis polvoriento y le dio fuego otra vez. Tan absorto estaba que no advirtió cómo se inclinaba hacia él la chica que se hallaba en el sofá vecino. Tampoco reparó en el cachorro, que se aproximaba con el rabo alzado como una antena.

El hombre apartó la pipa de la boca y los párpados se le cerraron mientras el cuerpo se le vencía hacia delante. Para no caer, apoyó los antebrazos en los muslos y su cabeza se abatió sobre el pecho. En la mano derecha sostenía la pipa y en la izquierda una bolsita de plástico. Aunque aparentaba estar dormido, sus dedos ejercían sobre la pipa y la bolsa una presión leve, pero suficiente para retenerlas. La joven permanecía alerta, las aletas de su nariz temblando de deseo, pendiente de las manos del hombre, que se abrían y se cerraban apenas, como medusas flotando en aguas turbias.

De improviso, la pipa se precipitó al suelo. El sonido metálico sobresaltó a su dueño, que entreabrió los párpados con esfuerzo. Se inclinó a recogerla y volvió a incorporarse trabajosamente. Los ojos se le cerraron de nuevo, pero el cuerpo desmadejado no encontró el equilibrio anterior y los brazos se desplomaron a los costados. Esta vez fue la bolsita lo que cayó; se abrió en el aire y un pálido polvo se desprendió del plástico. Las partículas blancas flotaron durante un segundo antes de aterrizar a los pies del sofá. El cachorro olfateó el suelo con ansia.

—¡Quita!

El animal alzó la cabeza. Sus ojos, dos botones azules prendidos en los extremos del rostro, le daban un aire de triste desamparo. La chica se había levantado de un salto y se erguía sobre él; su larga melena castaña le caía sobre la cara, ocultándola.

—¡Largo! —ordenó, y le dio un puntapié.

Gruñendo, el perro retrocedió con el plástico entre los dientes. Su rostro se había convertido en una máscara feroz. Arrugaba el hocico, mostrando los colmillos diminutos y afilados, y todo su cuerpo parecía vibrar, dispuesto para la pelea. La joven lo miró dubitativa antes de acuclillarse.

—Ven, chiquitín —dijo con repentina dulzura y extendió hacia él una mano con la palma hacia arriba. Llevaba un blusón rosa que tenía flores de vivos colores bordadas en el escote.

El cachorro arqueó el lomo y gruñó con mayor fiereza, pero ella cerró suavemente el puño, como si guardase algo dentro. Su brazo moreno parecía una rama seca.

—No tengas miedo, ven —insistió con voz cantarina—. Mira lo que tengo para ti.

El animal vaciló un instante; luego sus músculos se aflojaron, ladeó la cabeza y se aproximó a olisquearla. Ella lo apresó por el cogote, le abrió a la fuerza las mandíbulas y le arrebató la bolsita. Soltó al animal y, con avidez, estiró el plástico y lo lamió.

—No has dejado nada, cabrón —rezongó.

El perro se había tumbado y se mordisqueaba una de las pezuñas delanteras. Con un movimiento rápido, antes de que pudiera huir, la joven se apoderó de él, lo colocó en su regazo y le pasó los dedos por el hocico seco y levemente azulado con tanta fuerza que el sorprendido animal aulló. Ella lo sujetó por debajo de las patas delanteras, y lo mantuvo suspendido en el aire.

—¡Hostia, si eres una señorita! —giró al perro a un lado y a otro, sonriendo—. ¡Una señorita muy guapa! —un destello de codicia le atravesó los ojos—. Una pitbull… Tú debes de valer un dineral.

El animal lanzó una dentellada al aire intentando escapar del cepo de aquellas manos huesudas, pero la chica no aflojó la presión. Alzó la vista hacia la salida y, al comprobar que no había ningún vigilante cerca de la puerta, su corazón comenzó a latir más deprisa. Echó una ojeada al ventanuco enrejado por donde se vendía. Aquella noche despachaba una prima de los Culata, pero la fila que se había formado la ocultaba. Los clientes se pegaban siempre a los barrotes como si sus cabezas fuesen limaduras de hierro arrastradas por un campo magnético. Aunque era difícil que la gitana pudiese atisbarla, la joven se sentó en el sofá dando la espalda al ventanuco. Con dedos temblorosos, abrió una bolsa de rayas de vivos colores que había sobre el asiento y metió al cachorro dentro. El animal rompió a ladrar, pero ella le cerró el hocico con una mano por fuera de la tela. A su lado, el hombre del mono seguía dormitando con la cabeza inerte sobre el pecho. La joven se puso en pie y, sujetando la bolsa entre los brazos, se dirigió a la salida.

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