Calle del Perdón

Mahi Binebine

Fragmento

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1

 

 

 

 

Subida a una banqueta coja delante del espejo del aseo, era tan chiquitaja que solo me veía un amago de cejas, la parte superior de la frente y la cinta elástica que reprimía los rizos rebeldes. Fuera de mi campo visual florecía la pelambrera de fierecilla que mi madre aborrecía. En cuanto me acercaba a ella, su mano, como si la atrajese un imán, se dirigía hacia esos tizones que en vano se afanaba en atusar. Lo que aparentaba ser cariño era en realidad la batalla cotidiana de mi progenitora contra el desorden natural de las cosas. Pero la naturaleza, tozuda y obstinada, volvía por sus fueros invariablemente. En cuanto ponía un pie en la calle, me libraba de la diadema y volvía a ser la niña rizosa y regordeta de la calle del Perdón. A menudo me he preguntado por qué a mi madre le molestaba tanto mi melena. ¿Veía en ella alguna maldición? ¿El anticipo de mi futuro de réproba? Quizá. Sea como fuere, me miraba como se mira a un extraterrestre náufrago de un planeta desconocido. Por más que rebuscaba entre sus ancestros y los de Padre, no encontraba el menor atisbo de algún antepasado que me pudiera haber legado semejante pelaje, y de propina ¡rubio!

Por mi parte, tampoco me identificaba con la tribu en la que había nacido y en cuyo seno había padecido una infancia difícil y oprimida. Mis padres, además de tener un carácter agresivo y taimado, vivían un mundo taciturno, triste, carente de fantasía y mortalmente aburrido. En ese entorno solo había un toque de alegría: las Santas Escrituras bordadas con hilo de oro en la alfombra de oración que colgaba de la pared del salón. Antes incluso de saber leer, me gustaba dejar que se me trastocase la vista siguiendo los arabescos que se entrelazaban sobre el terciopelo. Aparte de eso, el color gris dominaba todo lo demás: paredes, cortinas, rostros y muebles. Hasta el pelo del gato. Un gris polvoriento que adoptaba todas las tonalidades de lo deprimente. Y para completar ese panorama, en casa reinaba de la mañana a la noche un silencio lúgubre. Si hubiera podido, Padre habría mandado callar a los gorriones. De la música ya ni hablemos. Padre solo encendía la radio a la hora en punto de las noticias. Entonces, una voz grave soltaba con tono monocorde los pormenores de las gloriosas acciones regias, tras las que venía, siempre y como siempre, una amalgama de catástrofes, guerras y naufragios.

Sin embargo, como tan bien se les da a los niños con sus padres, yo me había adaptado a los míos, a la indigencia de sus sentimientos y a su fealdad. Gracias a una alquimia misteriosa, había conseguido crear una burbuja en la que me refugiaba en cuanto el entorno exterior se volvía tóxico. Resguardada en mi burbuja, dejaba que me llevara el soplo de los ángeles. ¿A que os sorprende que una bandada de ángeles disfrazados de mariposas se llevara por el cielo, muy arriba, a una niña metida en su burbuja? Puedo entenderlo. Lo cual no significa que yo no viera, igual que os veo a vosotros, a esas criaturas celestiales que alzaban el vuelo desde los cuentos fantásticos que me contaba Serghinia. Decía que su misión en la tierra consistía en señalarles el camino a los artistas.

Por cierto, ¿os he dejado claro que yo era una artista?

Desde muy pequeña he sabido descifrar el lenguaje de los ángeles; por eso pude alcanzar por mis propios medios el país de los sueños y las mariposas. Un país encantador y encantado, hecho de chispas, de escalofríos, de hoyuelos risueños y de todos los colores del arco iris. Frente al rigor seco y austero de los míos, allí encontré la gracilidad de lo curvilíneo, la danza de la voluta, la elegancia frágil, la finura y la sutileza de los seres que andan de puntillas.

En aquel país reinaba una diosa: Serghinia, nuestra vecina. Luego os contaré la historia fabulosa de esta artista en cuya casa (ahora ya puedo decirlo sin miedo) conocí la felicidad. Esa mujer fue mi familia, mi amiga y mi refugio.

 

 

De pie delante del espejo del aseo en la casa primorosa de Serghinia, apoyándome en los dedos de los pies, alcanzaba a verme los lóbulos de las orejas, un poquitín separadas, que adornaban los zarcillos de plata maciza que mi madre solo me dejaba llevar los días de fiesta. La imagen implacable que me devolvía el espejo daba fe del alcance de los daños: una carita embadurnada de pintalabios chillón y brillante, del que no se libraba ni un pedacito de piel, que solía ser tan blanca; un «rojo furcia», como habría dicho mi madre, uno de esos bermellones que tanto me fascinaban en los labios carnosos de Serghinia. La palabra furcia cobraba una dimensión particular en mis oídos vírgenes cuando la pronunciaba mi madre. Fur-cia. Restallaba con la majestuosidad de una mujer liberada, reivindicaba el albedrío de menear el culo en público con una chilaba de seda ceñida y enarbolaba a cielo abierto el estandarte llameante de la insumisión.

Pero más allá, al fondo del espejo, donde el alicatado blanco se detenía al filo de la puerta entornada, mientras yo miraba mi maquillaje culpable con los ojos como platos, apareció el rostro luminoso de Serghinia. Bajo las cejas exageradamente fruncidas, sus ojos relucientes me reñían apenas y me perdonaban a medias. Vino hacia mí con los brazos abiertos, preocupada, temiendo que me cayese.

—¡Pollito mío! ¡Esa banqueta no se tiene de pie! ¡Al final te vas a llevar un coscorrón!

Y a la velocidad del rayo sentí cómo mi cuerpecillo se hundía en las abundantes carnes de su abrazo.

—Déjame que te enseñe a convertirte en princesa, amor mío. El pintalabios, como su nombre indica, está pensado para pintarse únicamente los labios. No la frente, ni los pómulos, que ya los tienes bastante encarnados de por sí, ni mucho menos esos párpados sanguinolentos que te hacen parecer una bruja sacada directamente de un cuento de miedo. Pero tú no eres una bruja, ¿verdad, cariño? Entonces, pon mucho cuidado, como cuando coloreas con Aida y Sonia. No te salgas del contorno de ninguna manera. ¿Entendido?

—Sí, Mamyta.

—Buena chica. Y ahora refriégate bien esa carita ¡y tráemela aquí para que me la coma!

Mamyta era el mote que le habían puesto a Serghinia Aida y Sonia, sus hijas gemelas. De modo que a mí también me gustaba llamarla así, pero con variantes: Mami, Mya, Maya, Mamyta. Cada sílaba de ese breve apodo incluía su carga de cariño. Exhalaba el aroma almizclado de su pecho reconfortante, la cascada de su risa y los sonoros besos que te dejaban en los mofletes un estampado tan bonito.

 

 

Si hubiera tenido la mala pata de que mi madre me pillara en ese estado, delante del espejo del aseo, encaramada a una banqueta coja, con la gandura remetida en las bragas y la cara maculada de pecado escarlata, habría sido el fin

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