La media distancia

Alejandro Gándara

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Nota del autor
Crisis I
Crisis II
Crisis III
Crisis IV
Crisis V
Crisis VI
Crisis VII
Crisis VIII
Crisis IX
Crisis X
Crisis XI
Crisis XII
Crisis XIII
Crisis XIV
Crisis XV
Crisis XVI
Sobre el autor
Créditos
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Nota del autor

Cuando empecé a escribir la novela necesité agarrarme a algo y, por esa razón, me encontré utilizando los nombres de personas que había conocido y olvidado hasta el punto de que sólo sus nombres me parecían reales.

Ese recurso sólo pretendía estimular mi imaginación y en ningún caso retratar la identidad real que pertenecía a esos nombres. Mi intención era cambiarlos más tarde.

Atrapado por el ardid, y con la novela ya enfilada, descubrí que esos nombres estaban atados a la historia que yo les iba dando y que otros nombres, valga la presunción, significaban otra novela. El nombre se queda en la conciencia del personaje, como la primera lengua se queda en la de los políglotas, en ese teatro de sombras en el que la claridad de la vida busca su perfil.

Mi ingenuidad me llevó a creer que los personajes de ficción pueden prescindir del nombre debido cuando, como es obvio, nadie se atreve a tanto en el mundo real.

Valga todo ello como recuerdo de esos amigos, ya perdidos cada cual en su distancia.

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Crisis I

Ya lo veo venir. A Lucio voy a tenerlo a la espalda toda la mañana. Yo siempre le he visto cara de loco. Cree que es Batainen y que en los metros finales se lleva a todos por delante. En realidad, no es tan rápido, pero le gusta creerlo, y eso complica los entrenamientos. A quien más me complica es a mí: los dos sabemos que el curso que viene sólo habrá beca para uno. ¿Haría lo mismo, incluso si no hubiera un motivo? Creo que haría lo mismo; es esa cara de loco la que no quiero que pase por delante de mí. Por el ranking me daría igual, y por la beca quizá también; pero no por la cara. Quiero tenerla detrás, sufriendo, y que no pase por ella ese regocijo de triunfador, que también es de loco.

Ahí viene otra vez. Ni siquiera el calentamiento es una tregua para él. ¿Por qué no le dejo pasar? ¿Estoy tan loco como él? Por lo menos tan loco. Y yo tampoco tengo un motivo excelente. Hace dos temporadas que no tengo un motivo. Fue en Vigo, en las pistas del Celta. A veinte metros, nos emparejamos tres. Uno de Barcelona, el del Celta y yo. Entonces me puse a mirarles. El de Barcelona me vio con el rabillo del ojo, rápidamente, como si me dirigiera un insulto. El sprint final es una cosa muy seria, parecía decirme, muy seria, y te advierto que tú también estás implicado. Yo lo sabía, pero no podía dejar de mirarles. Iban por la calle de fuera y su boca era sólo un rictus fláccido, y sus ojos una neblina llorosa, y su cuerpo un enramado a punto de quebrarse. ¿Qué hacía yo mirándoles?

Tengo la impresión de que aquellos veinte metros duraron una eternidad. Una eternidad de diálogos, gestos, vacilaciones y pensamientos atropellados, al unísono. Quedaba el público de la tribuna, puesto en pie. Quizá jaleaba o amenazaba o reía, pero yo veía estatuas ensombrecidas con voz ajena. Sólo les pertenecía aquella rigidez que se limitaba a presenciar y acaso a exigir. Me imaginé que al final de la prueba todos seríamos convertidos en estatua. De pronto, mis piernas flaquearon, tropecé con el bordillo y caí sobre la calle de saltos. Me sonreí al pensar que no sería convertido en estatua. Los ojos de Barbeitos miraron inquisitivamente, mientras permanecía en el suelo. No se atrevió a preguntar por la sonrisa y me miró con desencanto.

Al principio, había otras cosas. Pero no estoy seguro de no inventarlas para poder decirlas. ¿Y si desde el principio no hubiera nada, ninguna justificación para diez años de kilómetros y de cansancio y de yogures? ¿Estoy seguro de no ser algo más que mis dos piernas? Creo que también les pasa a otros. Un día descubren que su existencia la tienen concentrada en el estómago, en la retina, en el cerebro. Me pregunto si cada uno de ellos es verdaderamente algo más, algo designable por la totalidad. O si la desgracia consiste en una división que el tiempo acentúa, hasta pensar que la división no existe.

Ahora tengo la disculpa de la Filosofía y los estudios. Sé que en el otro extremo hay algo que también es mío. En el otro extremo de la competición y del miedo. Si eso cambia verdaderamente las cosas, no quiero preguntármelo hoy. Lo poseído es lo que importa, y estoy lejos de poseer el Latín y la Lógica. Mis dos piernas, en cambio, son realmente mías. Pero ¿mis dos piernas son «realmente» mías? Después de lo de Vigo, esta pregunta tiene un sentido.

El Lucio llega a codazos. Parece mentira, el tío. Un día se los va a hinchar a alguno. No me engaña: se está midiendo, quiere saber cómo ruedo esta mañana. Un poco de pesadez y las series de quinientos no hay quien las acabe. Quiere saber si puede apostar a fondo después, delante de Barbeitos. Está indagando, incluso, si la última serie podría ser suya. Si pasa, hoy va a por mí con todas las de la ley. Si no pasa, me va a dejar machacado, y ya puedo ir celebrando una siesta de dos horas en defecto de la clase de Lógica. Tampoco tengo la obligación de llevar siempre la cabeza. Barbeitos lo entenderá. De sobra conoce el estado de mi rodilla. Cinco meses de zapato lastrado, sentado en el plinto, una hora de extensiones, mil repeticiones, pensando «ésta para Lucio», «ésta para su madre», «ésta...».

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