La Casa Gris

Josefina Aldecoa

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Junio 1950
1. La llegada
2. La mañana
3. El mediodía
4. La tarde
5. La noche
6. El domingo
7. Una carta
Julio
1. Sábado, 1 de julio
2. Miércoles, 5 de julio
3. Domingo, 9 de julio
4. Jueves, 13 de julio
5. Lunes, 17 de julio
6. Viernes, 21 de julio
7. Martes, 25 de julio
Agosto
1. Sábado, 5 de agosto
2. Miércoles, 9 de agosto
3. Domingo, 13 de agosto
4. Jueves, 17 de agosto
5. Lunes, 21 de agosto
6. Viernes, 25 de agosto
7. Martes, 29 de agosto
Septiembre
1. La mañana
2. El mediodía
3. La tarde
4. La noche
5. El domingo
6. Una carta
7. La despedida
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
Junio 1950

Junio 1950

1 La llegada

1. La llegada

TERESA

El jardín tiene un paseo largo. El paseo es blanco, de losas grandes y lisas, recién lavadas. A la derecha, hay una carretilla. A la izquierda, sólo césped.

La Casa, agobiante y oscurecida por el tiempo, el humo y las lluvias, se me viene encima al avanzar por el paseo. La puerta es negra, de madera muy gruesa. Tiene un llamador antiguo de posada o convento, que evidentemente no se usa, porque bajo el llamador hay un timbre negro, rodeado de un brillante cerco dorado.

—No me espera nadie. He llegado demasiado pronto. ¿Puedo ver a Miss Dudley?

Las maletas pesan mucho, tiran de mis hombros. Tengo las manos rojas y doloridas. A lo largo del viaje, mover estas maletas ha sido mi gran pesadilla.

La puerta de la Casa se cierra tras de mí. Una nueva puerta se abre. En la biblioteca hay una blanda penumbra de cortinas, alfombras y divanes. Los libros, adormecidos en los estantes, llenan de silencio la habitación. Sobre la chimenea un cuadro grande, de tonos verdes y grises, extiende un torbellino de agua y niebla a su alrededor. Es un puente sobre el Támesis. Mejor dicho, una extraña perspectiva del río desde un pilar del puente.

Son las siete y media de la tarde y seguramente nadie viene a la biblioteca a estas horas. Sobre las mesas pequeñas y redondas de los rincones, las revistas y los periódicos del día se entremezclan en desorden.

El silencio, los sillones oscuros, profundos y tentadores para mi cansancio, la tumultuosa bruma de la pintura sobre la chimenea, todo llega hasta mí, me envuelve y me adormece en estos lentos minutos de espera. El sillón más cercano me atrae y me hundo en él con las manos en los bolsillos de la gabardina. Dejo caer la cabeza hacia atrás. Ya estoy aquí. Y ahora... la puerta se abre con suavidad. Me levanto, la mujer que ha entrado sonríe y me tiende la mano. Tiene los ojos y el pelo grises, es delgada y viste un traje de lana marrón.

—¿Miss Dudley?

—¿Teresa? —pregunta ella a su vez.

Concentro en el inglés todas mis fuerzas.

—He venido antes de lo que pensaba. Afortunadamente todo se arregló bien, al final.

—Me alegro mucho, porque estábamos necesitando su ayuda. ¿Quiere venir conmigo?

Las dos maletas y el bolso esperan mi último esfuerzo. Miss Dudley se empeña en coger una. El ascensor alivia mis manos. Cuarto piso.

MISS DUDLEY

Al bajar las escaleras, Lucila va pensando en la cena. Ha sido un día agotador de caras nuevas, problemas de alojamiento, sonrisas a todo el mundo. Al llegar al segundo piso, Lucila se asoma a la ventana del descansillo.

«Es preferible bajar andando —piensa por millonésima vez—. Subiendo y bajando en ascensor se pierde este minuto mágico ante la ventana abierta».

Del río viene un aire fresco, con una olorosa mezcla de humo y árboles mojados. Desde la ventana, abierta en la fachada principal de la Casa, se ve el puente. Lucila se ajusta las gafas montadas al aire y se apoya un momento en el alféizar de ladrillo.

Después de diez años de vida rutinaria en la Casa, Lucila sigue encontrando nueva e inesperada la ventana del segundo piso. El pelo gris, escaso y corto, rizado sin gracia en las puntas, se le alborota levemente.

Pasa un remolcador con grandes números rojos en los costados. Lucila Dudley no sabe bien por qué se asoma a esta ventana, por qué siempre se detiene aquí un minuto. No puede decirse que piense en nada determinado. No es que ella recuerde o añore algo ante el río. El pasado de Miss Dudley es una nube vaga en la que aparecen a veces rostros neblinosos y muy lejanos. No hay nada hiriente en la nube de los recuerdos. Miss Dudley siente por el paisaje que enmarca la ventana una atracción puramente física, una necesidad de mirar y respirar. Es algo parecido a lo que le sucede con el césped cuando trabaja en el jardín: un tremendo deseo de absorber su frescor, de acercar la cara a la hierba para olerla y tocarla.

Distraídamente, Miss Dudley deja la ventana y sigue bajando las escaleras. Las sandalias chancletean en la madera. En la planta baja hacen crujir el suelo encerado hasta la puerta de la Secretaría. Cuando se deja caer fatigada en su silla de trabajo, el gong suena, cercano y amortiguado, anunciando la cena.

DELIA SOTO

—Ha llegado una española, Miss Soto.

Al entrar en el gran salón, Miss Dudley había alcanzado a Delia Soto. Ésta la saludó con su extraño inglés cadencioso e incorrecto.

—Buenas noches, Miss Dudley.

Los ojos ligeramente oblicuos de la uruguaya inquietaban a Lucila. Los ojos negros y vivarachos estaban demasiado juntos, apenas si los separaba el puente afilado de la nariz. Miss Dudley los esquivaba siempre que podía. Y no eran sólo los ojos; también la sonrisa de aquella boca grande, de dientes separados, le hacía sentirse desconcertada.

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