El enigma

Josefina Aldecoa

Fragmento

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Al entrar en el avión sonrió a la azafata. En un viaje largo era conveniente establecer un lazo superficial pero agradable con la que iba a ser cuidadora solícita, proveedora, cumplidora de cualquier pequeño servicio. Avanzó hacia su asiento comprobando los datos de la tarjeta de embarque. Dobló la gabardina y la colocó en el maletero sobre su cabeza. Luego extrajo de su cartera los periódicos y revistas y la dejó caer cerca de él, en el suelo, apoyada en la pared del avión. Ventanilla era una elección obligada, un antídoto contra la leve angustia claustrofóbica que le producía la duración del vuelo. Al girar para sentarse, alcanzó a ver en el asiento posterior al suyo un rostro de mujer que le observaba. Sonrió y él le devolvió la sonrisa. «Buen comienzo», se dijo, porque era una cara joven y graciosa. Lástima, una pena que no hubiera sido su compañera de viaje más cercana. Todavía no estaba ocupado el asiento a su lado. La muchacha a la que él había sonreído parecía una estudiante. Sí, seguramente iba como él a una universidad. Podía ser su primer viaje para incorporarse a un curso concreto. Sin saber por qué pensó que era española. Pero una inmediata reflexión le hizo razonar que era difícil, sólo por el físico o por el aspecto, deducir su nacionalidad. Eran tan parecidas las formas de vestir, la soltura al dirigirse a otra persona aunque sólo fuera con una sonrisa... Pensó en Isabela y en su despedida breve y seca. Estaba llegando el momento de cortar definitivamente. Porque ella empezaba a olvidar las reglas del juego. Entraba inesperadamente en su despacho con cualquier pretexto. Había llegado a colarse en el curso de doctorado sólo para verle y observarle durante un rato y deslizarse fuera cuando se cansaba y comprobaba que allí no pasaba nada especial. Se había vuelto celosa y agresiva y estaba perdiendo por momentos el interés que había despertado en él su vivacidad, su alegría, su inteligencia despierta y ávida de saber, su admiración constante hacia él y hacia todo lo que él decía o escribía.

Una somnolencia invencible le asaltó. Cerró los ojos. Necesitaba descansar. Los últimos días habían sido tensos, cargados de entrevistas y compromisos. La noche anterior apenas había dormido. Se había entretenido revisando las conferencias y la bibliografía del curso, las fichas fundamentales. Y luego estaba el equipaje personal. La discusión con Berta. Este traje no. Los zapatos Sebago. Mejor la chaqueta de cachemir puesta; no se arruga. Discutían. Berta había terminado con uno de sus arrebatos histéricos. «Para qué opinaré, para qué me preocuparé por ti, si no te importa nada lo que yo digo...» Resonaba en sus oídos la última queja, el último reproche. El recuerdo de Berta ahuyentó su sueño.

Él había tratado de ser cariñoso y se mostró persuasivo y un punto melancólico. «Al fin y al cabo van a ser cuatro largos meses separados, Berta. Será duro para los dos...» Y tomándola por la cintura la llevó hasta el sofá, sirvió hielo en las copas, las llenó de sus alcoholes favoritos, whisky él, ginebra ella. Brindaron y se miraron a los ojos como hacían cuando eran muy jóvenes, antes de los niños y el trabajo en la Universidad, cuando él todavía estaba preparando la tesis y tenían poco dinero y muchos proyectos y Berta que siempre fue igual, desde luego, desviaba sus irritaciones hacia los otros, hacia los que creaban dificultades o les ayudaban poco... Brindaron, pero Berta estaba silenciosa y en seguida apareció entre sus cejas la arruga del descontento, de la discrepancia, el impulso amargo que le impedía respetar el pacto, la tregua, durante un espacio de tiempo por breve que fuera. «No será duro para los dos», había dicho. «Será duro para mí...» Un ramalazo de ira sacudió a Daniel ante el recuerdo de la noche anterior, ante el comentario de Berta que le había hecho exclamar: «Nunca estarás contenta con nada. Sabes que voy a ganar un dinero que nos vendrá muy bien, que te vendrá muy bien a ti, que siempre piensas en términos económicos. Te quedas con los niños, cerca de tu familia y tus amigas, sin nada especial que hacer. Y yo me voy a un lugar desconocido a medir mis fuerzas con aquella gente del Departamento de Español que espera de mí algo nuevo y original, algo que les explique la situación del momento en España y sus repercusiones en la literatura...». Era igual. Berta se fue a la cama sin aceptar su juego de marido cautivador, su papel de hombre abrumado por la separación y por la grave responsabilidad que le esperaba al otro lado del océano. Cuando él decidió retirarse, ella dormía profundamente pero sus sueños no habían borrado el ceño fruncido de malhumor.

Absorto en sus pensamientos, apenas se dio cuenta de los preliminares del vuelo, las advertencias, los saludos, las bienvenidas a bordo de la tripulación. Mantenía los ojos cerrados cuando la azafata le ofreció algo de beber y él aceptó con una sonrisa. Luego suspiró y estiró las piernas, decidido a relajarse, a disfrutar del momento: la copa, la película, la promesa de una experiencia estimulante que le esperaba con toda seguridad al final de su viaje. Daniel Rivera, catedrático de Literatura en la Universidad de Madrid, poeta en su primera juventud, después ensayista, crítico, conferenciante, colaborador en diferentes revistas. Daniel Rivera, cuarenta y ocho años, casado, dos hijos, navegaba por el aire rumbo a Nueva York para seguir viaje volando desde New Jersey a una prestigiosa Universidad de los Estados Unidos de América.

Las tardes todavía eran calurosas a finales de agosto. Teresa ordenó sus papeles y apagó el ordenador. Durante unos minutos hojeó el texto impreso momentos antes y alcanzó la carpeta que reposaba sobre un archivador para guardar en ella las hojas. «Thank God it’s Friday», se dijo. Y sonrió para sí misma. La vieja costumbre de la revista, «gracias a Dios es viernes». Y la alegría de la despedida, el intercambio de informaciones sobre los planes del fin de semana. Los ordenadores, los papeles, las pruebas de imprenta, todo en reposo durante cuarenta y ocho horas. Por un momento, Teresa sufrió un breve ataque de nostalgia. ¿Había acertado con esta huida? ¿Sería de verdad una solución este regreso a unos años atrás cuando su padre vivía aquí y trabajaba en la Universidad y ella era una estudiante sin otra responsabilidad que aprobar cursos y elegir temas para sus trabajos universitarios, pasar horas en la Biblioteca de la Universidad, asistir a las fiestas de fin de semana con los amigos de entonces? Nueva York había significado tanto para ella. Allí habían vivido los primeros años, cuando sus padres decidieron emigrar en busca de un lugar en el mundo que les permitiera vivir en libertad, que les abriera horizontes a los tres, al padre, a la madre y a la niña que ella era. Recordaba siempre el deslumbramiento que les produjo la gran ciudad, adivinada, anticipada en las películas que llegaban a aquella España triste y aislada de la posguerra. El padre, ignorado en los medios universitarios, dando clases en academias de bachillerato, corrigiendo galeradas para editoriales modestas, trabajando e

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